Eramis Cruz
Dionisia desde niña oía decir a su madre Nereida y a los mayores del vecindario
que no hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista, se aprendió la
frase de tanto oírla pero no la comprendió hasta un día que leyó en la Biblia
los años que vivió Matusalén. Entonces comenzó a pensar en las razones
naturales por la que una tortuga podía vivir más tiempo que un ser humano.
Según el cura amigo de Ernestino, su padre, el hombre y la mujer habían sido
castigados en consecuencia por sus pecados. Pero la frase tenía otra dimensión para
Dionisia en lo referente a los males que aunque no duren cien años pueden
aquejar por mucho tiempo o tal vez la vida entera.
Pero a Dionisia no le preocupaba la filosofía ni la profecía sobre los
males de la humanidad, sabía de sobra cómo Dios resolvía estos problemas si de
repente se molestaba, tal como lo hizo con Sodoma y Gomorra o tal vez con un
diluvio o un terremoto causado por un impacto contra el planeta a causa de un
dislocado meteoro. Lo que en verdad le preocupaba era su vida personal, su
corazón le estaba palpitando más de prisa, especialmente cada vez que pensaba en
Euclides.
Dionisia y Euclides se conocieron en una fiesta de cumpleaños de una
amiga del colegio que cumplía los dieciséis. Durante los ensayos se dieron
cuenta que ellos dos todo lo hacían mejor juntos, era tal su gracia que
terminaron siendo los preferidos chambelanes. El padre de la cumpleañera estaba
dispuesto a gastarse una fortuna para complacer a su hija como lo hacían las
más sofisticadas familias de aquella
sociedad. La madre por su parte era una perfeccionista con experiencia
en este tipo de evento. Fue por esto que los ensayos tomaron tanto tiempo, un
espacio que derivó en un constante rose físico entre Dionisia y Euclides.
Los dos jóvenes fueron como un imán uno para el otro, no dejaban trechos
para las dudas ni puerta abierta para los desaciertos. Todo el mundo decía que
ellos eran la pareja perfecta, pero como es normal siempre se piensa en las
alternativas, en los desatinos de la vida, en los entornos donde habitan las
tentaciones, en la necesidad del experimento o las aventuras para vivir otras
experiencias. Estos pensamientos a veces invadían la armonía de Dionisia, una
inquietud que le nacía del carácter dinámico de su enamorado. Ella sabía que él no era persona
pasiva y que la vida por su condición de hombre le brindaría opciones que eran
limitadas para ella en los escalones de la sociedad.
Euclides en realidad era un joven admirable por muchas razones pero
principalmente por su donaire, su padre quería que fuera a una escuela militar,
pero él rechazó la oferta aludiendo que sería uno de los mejores abogados del país.
Fue una pura coincidencia que esa misma noche Dionisia le dijo con gran entusiasmo que tenía un sueño desde niña y
que esperaba que él estuviera de acuerdo en su deseo de hacerlo realidad.
−Quiero ser marinero –le dijo ella sin preámbulos. Euclides de momento
no supo qué decir, pero pudo emitir una serie de preguntas espontáneas.
−Pero ¿Cómo puede ser? ¿Estás hablando en serio? ¿De dónde nace esa idea
si en este pueblo apenas hay un río pedregoso y de un pobre caudal?
−Perdona que no te lo dijera antes, pero déjame explicarte de qué manera
mi abuelo tuvo tanta influencia sobre mi modo de ver la vida.
−¿Tu abuelo el señor Cáceres, Dionisia?
−Si, así es Euclides, Diomedes Cáceres.
Dionisia tomó un sorbo de aire y sin hacer pausa continuó hablando antes
de ser interrumpida.
−Mi abuelo mucho antes de yo
nacer vivió por un largo tiempo en Europa y por muchos años fue capitán de un
barco comercial. Como navegante conoció muchos países lejanos y tuvo aventuras
y buenas relaciones con gente muy distinguida. Aprendió a vencer grandes
dificultades aún siendo muy joven. Ya estaba casado cuando dejó la navegación
comercial y entró a la marina de Gran Bretaña. El había obtenido la ciudadanía
de aquella nación por vía de su previo matrimonio con una negra africana que
también había estado casada previamente con un escritor de descendencia
canadiense.
−¡Ah! Ahora entiendo mejor. Pero esa historia es de tu abuelo, es
impresionante, pero ¿dónde se conecta contigo, Dionisia?
−Él nunca lo dijo pero yo sabía que para él yo era muy especial desde que nací,
tal vez porque soy la única nieta siendo mi padre su único hijo. Él siempre me
escribió desde cualquier lugar donde se encontrara, me escribía inclusive
cuando yo era tan niña que aún no sabía leer, luego me di cuenta que fue mi
mejor cuenta de ahorro. Sus historias me fascinaban y me enseñaban las bellezas
de grandes edificaciones e imponentes montañas y describía con gracia las costumbres,
las culturas e iconos de otros países,
aunque lo que más llamaba mi atención y despertaba mi curiosidad eran sus
historias de navegante cruzando los océanos en barcos y submarinos. Mi abuelo
me hizo enamorar del mar y la marina.
−Que suerte has tenido, cariño, mis abuelos habían muerto cuando yo
nací. Casualmente anoche mi padre me sugirió que entrara a la academia militar de
cadete, pero como tú sabes yo quiero ser abogado –le dijo y Dionisia al
principio abrió sus ojos pero luego se decepcionó al saber que él no quería ser
militar, pero al instante reflexionó.
−Para mí lo que tu decidas está bien Euclides –repuso como quien gana
espacio para su causa.
Dionisia al principio creía que no podría ser marinero como fue su
abuelo porque ella era mujer, pero el viejo la convenció diciéndole que había
conocido a muchas mujeres exitosas en la profesión.
Ellos por su parte supieron cuán difícil les resultaría tener que
separarse, pero ambos sabían que no había en el mundo nada ni nadie que pudiera
impedirles volver en la búsqueda de su aliento. Ellos tenían la misma edad y
muy pronto llegó el día de tomar cada uno su camino. Dionisia fue a la academia
militar en la capital del país y Dionisia se trasladó al extranjero para
estudiar en una universidad de Madrid.
El primer año pasó con suma
rapidez. Se escribían con frecuencia y cada uno mantenía un diario testigo de
sus afinidades. Vinieron de vacaciones pero Euclides se dio cuenta de inmediato
que a su novia se le había apagado la alegría y que no tenía ese aspecto
habitual que tan bella la hacía. Confirmó que algo andaba muy mal, lo leyó en
la mirada de los familiares de Dionisia inclusive en el pestañeo de sus padres.
Fue ahora que se dio cuenta de sus dudas escondidas en las cartas de amor de
ella.
−Necesitan hablar ahora, dejémoslos
solos –dijo Nereida al tiempo que irrumpió en llanto y corrió al exterior de la
casa.
Euclides estaba al borde de la
locura, sabía que algo grave había tomado lugar especialmente porque no se lo
habían revelado. Percibió que aparentemente todo el mundo lo sabía en las dos
familias.
−Dionisia apretó sus manos
envueltas en las suyas, hizo que se sentaran en el cómodo sofá y con lágrimas brotando de sus ojos negros, le
confesó el desatino de su vida. Lo hizo sin titubeo.
−Tengo un tumor canceroso que afecta mi columna, si no me operan acabará
con mi vida y si me operan tengo noventa por ciento de posibilidad de quedar en
una silla de ruedas de por vida –Le dijo como en una sola emisión de voz
mientras Euclides la escuchaba como si fuera una sentencia de muerte para los
dos.
−Oh Dios, si en verdad existe dime que no quieres este angelito contigo,
permítenos concluir nuestras vidas –hablaba con los ojos cerrados y con ella
contra su pecho.
−No pierdas la fe mi amor, hoy necesito ver la mejor parte de ti, algo
muy dentro me dice que voy a sobrevivir, aunque me dolerán las limitaciones, la
silla de ruedas, una posible depresión o tal vez hasta el abandono de mis
anhelados sueños –le dijo ella temblorosa, en su adentro temía perder a
Euclides si era que sobrevivía a su tragedia.
−¡Quiero que vivas! –exclamó Euclides en voz tan alta que se oyó en las
afueras de la casa –Yo seré tu fuerza para llevarte a donde tú quieras, mis
pies serán los tuyos y te prometo que no renunciaré porque nuestros amor es
espiritual y no tiene fronteras físicas ni dolor que no sea capaz de hacer
desaparecer. ¡Que sea lo que Dios quiera, pero que esta llama no se apague!
Llegó el día la cirugía de Dionisia, era como estar esperando dos
posibilidades, la muerte o el premio de la lotería, unos se notaban muy
positivos, otros completamente devastados. Estuvo lloviendo desde la media
noche sin parar. Euclides dijo que no estaría en el hospital, sino que llegaría
cuando Dionisia ya hubiese despertado. El esperó todo ese tiempo en una iglesia
vacía. Le contó su historia al padre Rafael que con atención lo escuchó
condescendientemente. Luego el cura sin decirle nada visitó a la muchacha al
hospital aunque sólo habló con los familiares. Acordaron llamarle al final de
la operación para que avisara a Euclides que regresara a ver a su amada.
Pasaron cinco horas de desesperación y angustia cuando finalmente contra
las paredes de la iglesia hizo eco la voz del sacerdote.
−Acaban de llamar hijo, puedes regresar al hospital, ten fe que nada es
imposible hay que tener fortaleza –le dijo el cura mientras lo ayuda a pararse
del asiento tomando su brazo izquierdo.
Euclides, sintió algo dentro de sí, como una emoción de que las cosas
serían mejores de lo que él había pensado. Caminó rápido a buscar su automóvil,
abrió la puerta, presionó el freno, movió la palanca de cambios a la letra D, condujo
su coche al carril sin acelerar y luego avanzó al carril próximo a la línea
doble amarilla aprovechando la luz verde del Semáforo, pero en ese instante un vehículo
a la izquierda se movió delante de Euclides. En una fracción de segundo la luz cambió
y el vehiculó invasor paró de repente. Euclides quiso esquivarlo para no
impactarlo, pero el asfalto mojado no brindó agarre a las llantas y el vehículo
de Euclides se deslizó impactando el otro vehiculó que venía en dirección
contraria y cambiaba de carril para doblar en la intersección. El impacto fue
tan fuerte que ambos autos quedaron irreconocibles.
Mucha gente vino apresurada a ver aquella catástrofe, luces de las
ambulancias y de la policía había por doquier y el temor de que uno de los
autos estallara. Euclides estaba inconsciente y era difícil saber su estado de
gravedad. Lo llevaron al mismo hospital en el que se había realizado la cirugía
de Dionisia. El padre Rafael vino al hospital y trajo a la noticia a la
familiares quienes no podían creer lo que oían. Ellos identificaron lo que
parecía un cadáver.
Dionisia sobrevivió la operación y su cáncer fue erradicado
completamente. Euclides quedó postrado a una silla de ruedas, pero eso no
impidió que ellos fueran felices porque Dionisia fue para él no solo sus pies
para llevarlos a donde él quisiera sino también su voluntad que le nacía de un
amor espiritual que no conocía fronteras, aún fuera renunciando su anhelado
sueño. Ellos muchas veces fueron con sus dos hijos a dar gracias por la vida a
aquel templo en el silencio de la hora cuando la iglesia estaba vacía.