Eramis Cruz
No quiero alterar su estado emocional pero creo que cada lectura es una
invitación a una cátedra. Puedo confesar que en nuestra vida se desarrollan
eventos extremos que por un lado nos impactan negativamente, pero por el otro
nos fortalecen y nos hacen crecer. Por eso es tan importante tener un pasado y
convertirlo en una historia que se pueda releer con los sensores de la memoria.
Es triste recordar a veces pero más hiriente puede ser el olvido, especialmente
si es sinónimo de indiferencia.
Yo creía que nuestra madre nunca
se recuperaría, especialmente cuando la vi delirando y moviéndose de una puerta
a otra en la casa, con las dos manos sobre su cabeza. Lo mismo era al mirarla
ir a las casas de otros dolientes para gritar su difunta sin decir palabras,
sus conocidos sabían porque lloraba. El destino no existe, pero la causalidad
puede ser ingrata.
Aprendí a estar siempre preparado
para lo peor, sin permitir que la presunción de un desenlace altere mi
estabilidad emocional ni mi capacidad de llevar la vida con mis congéneres. Le tomé
amor aquella frase de una canción popular que dice “que uno se cura”, aunque
nunca desaparezcan las cicatrices.
Después de un tiempo la vimos
reír a carcajadas, como era usual en ella. Tengo la convicción de que podemos
ser más consecuentes cuando asumimos la vida como ser humano, sin culpar a Dios
ni esperar nada de él, no lo creo justo
cuando pienso en los menos afortunados, que los son de alguna manera o en algún
lugar o tiempo, inclusive si les aguarda “la fortuna ignorada”.
Yo me sentía parte de una familia extendida por la provincia y a cada
ámbito había como una tribu dirigida por una matrona con un punto de
dependencia o referencia, un marido sujetado de la incertidumbre. Nuestro padre
era el centro pero habían otros, de cierto modo, desvinculados pero presentes
por la corriente sanguínea o por el rastro genético de hijos o parientes, sin
embargo son las madres las que merecen la corona.
A la nuestra, la tragedia le pegó muy duro porque además de pobres
materiales éramos ignorantes casi de todo menos de la inocencia tierna que
ennoblece. Yo había regresado con Silvia y Cecilio hacía poco tiempo desde una
selva de Nagua. Éramos unos chicos que metafóricamente habíamos vivido con un
señor llamado Tarzan, paradójicamente un enigmático silencioso, a quien
seguimos por caminos en las montañas, con el alma colgando de sólidos y fuertes
bejucos, allá vivimos con Chita de compañera y huérfanos de las perspectivas
del futuro.
Todo pasó cuando menos lo esperábamos,
con la muerte de la Nena quedamos hundidos en el abismo, nuestra todavía joven
madre andaba tan emocionada con ese viaje para Nueva York, especialmente en ese
tiempo, 1969, que era como ascender a la fortuna, luego aquellas fotos de ese
compromiso de la muchacha con su flamante enamorado. Creo que fue la primera
vez que oí decir algo positivo de un haitiano, especialmente que era empresario
y que lo era en la ciudad de los rascacielos de Nueva York.
Se nos fue la luz y no teníamos padrinos adinerados, ni influyentes
políticos, ni siquiera un amigo diplomático o un guerrillero admirador de
Fidel, éramos nosotros los admiradores de otros sin envidia alguna. Hemos sido
una familia rara que no gustamos de mafiosos ni ladrones de Estado, ni siquiera
fuimos buenos con putas ni prostitutas, ni con el sobrino que por ser comunista
solo nos traía problemas hasta que se metió a la Banda Colorá y cuya esposa llegó
a ser ministra muy reformista, y él no tenía bolsillo para llenarlos con los
pesos a la par del dólar. Fuimos un día por asistencia donde la ministra a
probar la suerte y ella molesta nos dijo que el presupuesto era para pacificar al
pueblo, no para ofrecer trabajo.
La muerte trágica de Basilea Dominguez (la Nena), 1967, fue la peor tragedia familiar para
nosotros, pero lo que revestía el evento de una pintura negra y que creo que
conmovió a toda la comunidad era ver a una madre desvalida, y es lo único que
me hace llorar cada vez que lo escribo, una madre llorando en el velorio de su
hija, sin su cadáver, aunque fuera frío y con los ojos cerrados, sin la llama
de las velas ni el olor de los lirios, pero peor aún, sin un cementerio a donde
ir a llevarle flores blancas. Un tiempo después pensé que debimos colocar en
medio de sala un ataúd simbólico para enterrar en el los resentimientos que son
inevitables cuando no tememos control sobre los acontecimientos.
Luego que pasó todo, nos condenamos al silencio, para poder permitir que
nos ayudara la risa del alma y no termináramos muertos por la impotencia de una
despedida a quien hacía ya tiempo que no veíamos, tan a destiempo. Nos tomó un
largo tiempo acostumbrarnos a la idea de que la Nena estaba muerta, no ausente
como la concebíamos desde que su padre se la llevara.
Cuando vine a New York a veces sentía la necesidad de apartar de mi
pensamiento la posibilidad de que a mí también me pasara algo, en aquel
ambiente de criminales y traficantes de Manhattan en los 70s, no lo pensaba
tanto por mí sino por esa madre que ya había tenido bastante.
¿Quién puede aceptar como un acaecimiento normal que una hija se case
llevando sobre su cabeza la esperanza y que para cumplir con el deber de la
sociedad y con el suyo propio, para iniciar un nido de amor y para tener hijos y dar nietos.
Llagaron las fotos de la fiesta del compromiso, nunca llegaron las fotos
de la boda tal vez para no empeorar el trauma, pero se casaron felices, se
marcharon de luna de miel a Canadá con algunos familiares, y de regreso de la
luna de miel los recién casados simplemente se matan en el vehículo que los traía
de regreso.
La primera actitud fue de incredulidad y de incredibilidad, pero nada ni
nadie podía detener el torrente de lágrimas hasta que el río sobre la piel se
secara, todos estuvimos mirando al cielo, tratando de encontrar algo más que
una nube blanca, se había escapado un angelito y batía sus alas en los límites
de la consternación.
El cadáver de la muchacha no fue
regresado a su madre verdadera porque quienes podían hacerlo fueron también
heridos en el accidente, ella vivía con su padre y su madrasta y alguien tomó
esa decisión dolorosa tal vez sin premeditar la consecuencia. Eso ya es historia
y todos queremos amarnos como familia que somos y siempre fuimos y seremos.
Dispuestos a seguir adelante.
A pesar de los tantos que también se han ido, nuestros descendientes
ahora son muchos y viven por todas partes, yo especialmente he hecho lo más posible
por dejar un legado para las nuevas generaciones para que no se sientan perdidos
en el mañana sin saber de dónde vienen. Ramona murió en el año 2001 en uno de
sus frecuentes viajes a la república. Ella es nuestra campeona que nos enseñó
que debemos reponernos de cualquier inconveniente y seguir adelante con nuestra
vida.
No importa cómo uno lo perciba, la muerte tiene esa virtud, nos eleva más
arriba de la profundidad de la tumba, por lo menos mientras haya alguien que
nos recuerde, porque es lamentable que nuestra naturaleza humana a veces no nos
deja ver las virtudes por encima de los defectos que siempre son muchos y más
visibles, mas enfáticamente por la miopía moral. Pero al final sabemos que lo
único que cuenta es entender cómo se forman los diamantes en las minas, y que
el oro aún siendo tan valioso por ser brillante no sirve para nada por sí solo.
Estoy convencido que Dios existe como una necesidad de lo desconocido, que por
saber que no se conoce, no es descocido totalmente.