Eramis Cruz
El valor sentimental
de una fotografía es difícil de ser atinado por el ojo observador, inclusive
entre las personas del mismo círculo. La melancolía que despierta no es
previsible ni prevenible, es como una lagrima en un rostro compungido o una
sonrisa espontanea al encuentro de un amigo predilecto. La joven en esta fotograía es definitivamente una hermosa mujer que con inocencia dejó que el lente
revelara con diafanidad los apremios de la pubescencia.
Sin embargo, lo que adhiere mayor
esencialidad a esta fotografía es el tiempo tenido en la pared de madera tosca
y descolorida que le sirve de trasfondo. Un tiempo se quedó detenido allí como
tal diario en el que grandes escenas de amor no pueden pasar inadvertidas. Una
vieja casona había sucumbido ante los albores del progreso de la provincia, y
aquel esqueleto de maderos, que se negaba a ceder a los avatares inmisericorde
de su propia decadencia, vino a recobrar vida en una nueva casa de un barrio
muy pobre de la marginalidad de la ciudad, que no solo era geográfica.
Era el tiempo de la dictadura
ilustrada, de las huelgas populares de estudiantes y obreros, cuando se
sembraban de grapas las calles macorisanas y ardientes los neumáticos invadían
de olores oxidantes las fosas nasales de los traviesos. Pero había que echarle
más leña al fuego hasta que descendiera la perrera con sus perros portando las
armas largas defensoras de la democracia.
Sobre aquellas paredes había algunos
testigos del bajo perfil de una familia sustentadora de altos valores, un
cuadro de baja calidad del Salvador del mundo, una foto de una hija difunta y
un espejo para reflejar el grado moral que nos ayudaba a mantener la
subsistencia.
Antes de levantar aquellas cuatro paredes
se había librado una batalla campal entre los invasores de los terrenos
públicos que bordeaban el Jaya, el problema no era alambrar una porción de los
terrenos protegidos por los machetes sino mantenerlo como león celoso de su
área de control.
La casa marcada con el número
veinticuatro se sentía saturada de espíritu, no por la irradiación del cuadro a
la pared sino por la creencia de sus residentes. Una misa a la cinco de la
mañana precedida por el repicar de las campanas, de regreso con la alborada de
la mañana de un domingo, una jarra de café caliente mientras se hacía el
reclamo al perezoso que se quedó oportunamente dormido después de unos tragos
compartidos entre muchachas y don juanes.
Aquel hueco rectangular que
llamábamos mi casa, permaneció con demasiado espacio por la carencia enseres
domésticos que nadie parecía extrañar. La vieja mantenía muy cerca de su cama
una biblia abierta en las páginas de unos salmos que asumía nos libraban de todo
mal, pero más especialmente de una bala vigorosa y de cualquier objeto
cortante. Con el tiempo terminamos creyendo en lo que nunca dudamos porque como
una recurrencia de la divina providencia la tragedia no fue copartícipe de
aquella manera de vida, aunque no podíamos decir lo mismo de lo accidental o
fortuito.
La casa dejó de ser nuestra guarida
cuando la miseria del país nos hizo volar hacia otras tierras, entonces allí
quedó el símbolo del esfuerzo, el trabajo y la convivencia. Ni siquiera cuando
el cemento terminó sustituyendo aquellas tablas y garrotes y las columnas los
pie de amigo, pudieron ser borradas de la memoria aquellos trajines de barrios
desquiciados por los apagones y las protestas contra un opresor que aun pisa
fuerte, como dice una canción muy popular.
El pasado de aquel lugar cada día se
abarrota de fantasmas con nombres propios, de muertos que aun residen en sus
casas y cruzan las calles muertos de risa, arrastrando chancletas y esperando
que repiquen las campanas, mirando a sus descendientes con la impotencia por no
poder cambiar ese rumbo a la deriva que reclama cambiar de curso para recuperar
el terreno perdido.
La niña de la fotografía se hizo
abuela luego de unas cuantas décadas, y ella fue la única que siempre regresó a
aquel espacio, a darle vida, como algo propio. Un día llegó para quedarse y
otro día se fue para volver, ella tiene el corazón marcado por los asomos imaginarios
de la vieja que abría la biblia al lado de su cama para que nos librara de todo
mal.