Eramis Cruz
No sé si usted lo
ha pensado como yo pero no dudo que estamos de acuerdo en cuán importante es la
familia. En el ambiente en que nos criamos la primera generación de estos
tiempos había un concepto de familia que se concebía la comunidad como una familia
compuesta de familias, fuera el campo más lejano o en el barrio de la ciudad.
Uno viaja desde Nueva York hacia su país natal y nadie logra convencerle ni
sale del asombro, de cuanto cambiaron las cosas y que penoso es tener que
admitirlo. Y uno cree que tal vez sucedió porque nos fuimos de allí dejando a
otra generación el lugar que nos correspondía.
Nuestra emigración
hacia otras urbes rindió mayor beneficio a los dos lados, a muchos que
allí quedaron, para quienes fuimos ejemplo de valentía, por cruzar los mares
arriesgando caer en las fauces de los tiburones o de morir sediento en medio
del agua salada mientras se flota a la deriva de una balsa destartalada símbolo
de un sueño que de sueño tiene poco. El otro lado son los hijos y los nietos a
quienes no tuvimos que abrirles las puertas, ya estaban abiertas cuando
nacieron, y si no entraron por ellas fue porque no les dio la gana, y se
confundieron por seguir los falsos mensaje de ficción de Hollywood o las
desviaciones que ofrecen los caminos fáciles.
Cuando decidí dejar
mi país para venir al norte, no lo hice como los otros, aunque admito que
terminé como ellos, me refiero a los mejores de los mejores. Llegamos a empujar
las puertas y los hicimos con energía y determinación, un calor de diablo en el
verano, húmedo y pegajoso, alergia en primavera, un bendito frío hasta los
huesos en el invierno y otra vez alergia en el otoño. Quién sabe dónde está el
punto que interrumpe ese círculo recurrente de los fenómenos naturales. Todos
siempre terminábamos pensado que no había mejor remedio que el regreso, el
problema siempre fue cómo.
En los Salones del
Colegio Comunal Eugenio María de Hostos conocí tres campeones “tumba puertas”,
Edgar Escobar es colombiano, Jorge Reyes es ecuatoriano como el otro del grupo
Jorge Guevara y Jacinto y yo somos dominicanos. Somos cuatro menos cero hasta
el día que Dios quiera como dirían las cuatro menos tres. Pasamos al otro nivel
por reconocer desde un principio que estábamos a prueba y no llagamos a
trabajar para el gobierno con apuro de competencia sino de eficiencia
indiscutible frente a quien tuviera el valor de desafiarnos. Cuando ni la ley
ni la razón estén de parte porque algo o alguien con artimañas no lo permite,
recuerdas que nada inspira más respeto que la valentía sin perder la cortesía.
No llegué a este
país un noviembre de aspecto invernal motivado por un sueño, no, nunca aprendí
a soñar por no creer que eso se aprende, para mí dormir fue siempre una
necesidad, no una opción de vagancia o holgazanería. Tenía conciencia del papel
del trabajo en la sociedad y de la misión del trabajador según aprendimos en
los tiempos de la llamada guerra fría, una “vaina” muy parecida a lo que pasa
ahora, cuando los gobiernos tratan de hacer la guerra a los fantasmas que ellos
mismos crean, dicen sentirse amenazados por esos duendes y lazan misiles según
ellos para defender a los civiles, a esos a quienes les niegan los seguros
médicos, los aumentos de los salarios y hasta cupones de Sección 8 y
estampillas de alimento. Pero en verdad a lo que les tienen miedo es a otra Gran
Depresión como la que ocurrió en 1929 que fue como una maldición para el gran
capital de los ricos.
Lo que traje en mi
maletín fue una lista de deudas, y otra lista de frustraciones, más bien me
echó las pesadillas del gobierno del doctor Joaquín Balaguer. Nunca creí en su
eslogan expuesto en grandes posters “Gobierno que trabaja, país que progresa”.
Y que nadie me diga como quedan las manos de un ayudante de albañil que carga
los blocks de cemento sin contar las hileras que suben desafiando el radiante
sol del Caribe. Ahora parece trabajo más atractivo para inmigrantes haitianos
que del mismo modo sufren el látigo del infortunio que no conoce fronteras.