-->
Eramis Cruz
Cada año los estadounidenses
desean ser bendecidos con una blanca navidad. Yo aquí, en este día de
diciembre, mirando desde mi ventana mi vehículo en blanco y negro, además, con aire
acondicionando por fuera. ¿No es un lujo? ¡Iniciar el motor usando el control
remoto! Eso me recuerda el burro que halaba la carreta por el centro de la
ciudad de mi pueblo, cuando nadie había visto un semáforo capaz de cambiar sus
luces de colores emitidas sin tomar descanso, al menos que llegara el apagón.
También rememoro la
primera nevada que vi en Nueva York, 1977. Esa mañana en una factoría del
Garment Center, uno de los jefes, con cara de perro, me mandó a llevar un lote
de trajes, protegidos por bolsos plásticos, a la Séptima Avenida. Con un
compañero, luciendo el porte de un indio ecuatoriano, halamos un “truck” o una
carreta angosta con ruedas elevadas en el centro para facilitar doblar las
esquinas al transitar las aceras de las calles en Downtown, que era entonces como
un hormiguero de gente de todas las nacionalidades, pero sobre todo,
afroamericanos y judíos.
Mientras, como aquel burro,
con arrojo conducíamos el carrito sin luz ni frenos, del cielo bajó un maná
blanco que yo sólo había visto en las tarjetas o escuchado en las líricas
navideñas. Era mi tercer día laboral en aquel llamado “taller del sudor”. Quise
regresar a mi país, pero una campanilla de cristal con un péndulo fiel a la
resonancia, me dio la alarma contra las consecuencias de tan inoportuno
pensamiento.
En aquella empresa cientos
de operadoras hacían simetría con las maquinas verde claro. Nadie paraba de
pedalear, ya que los supervisores estaban atentos para reprocharlas. Sobre los
radiadores de la calefacción, y envuelto en papel aluminio mantenían caliente el almuerzo hasta la hora del medio día.
Mi jefe inmediato fue un
viejo italiano que supe que era un buen hombre, no solo por la paciencia que
tuvo conmigo y mi inglés con acento académico que no pasaba de unas 50 palabras
fonéticamente desquiciadas, sino por lo tolerante que era aguantando los
insultos de los propietarios mafiosos de aquella empresa fraudulenta, que por
ser jóvenes podrían ser sus hijos. Lo de fraudulento del negocio lo sabíamos
por la frecuencia con que los cheques del salario traían diferentes nombres
empresariales cada dos o tres meses.
Ese mismo mes llegó la
navidad y yo me quedé esperando mi doble sueldo, pero el único regalo que nos
hicieron fue un trago de Vodka, que según me dijo, un habilidoso joven
nicaragüense, era una tradición italiana.
Ya estaba en la tierra de
Lincoln cuando supe que República Dominicana es el único país que ofrece doble
sueldos a los trabajadores como incentivo de fin de año. Para mayor sorpresa la
medida había sido implementada por la dictadura trujillista.
Al llegar a Estados
Unidos, me impactó la información de que en este país la ley no obligaba a las
empresas a ofrecer prestaciones a los trabajadores, sino que todo se hacía si existía
un contracto colectivo por medio de la unión o sindicato.
Este
recuento no pasa de ser el inicio de una historia de 40 navidades, que en línea
ascendente cubre un tiempo que fue transformándose con la misma consistencia
con que cambian las estaciones del año.