Eramis Cruz
Sobrino Cesar Lopez, me has hecho referencia a un pasaje que me trae a la memoria aquel tiempo cuando mi vida era como un barco a la deriva, no tenía entonces un faro con una luz apuntalado el mar, pero me gustaba cantar sin tener voz para eso. Fue un tiempo muy difícil durante aquellos 12 años del gobierno de Balaguer.
Había venido del Cibao a la capital, a vivir en la casa de una prima de mi madre que ni siquiera conocía. Ella residía en la calle Juana saltitopa, en la cercanía del parque Enriquillo, en una pieza de un cuarto y una sala reducida. Eran unas casas traseras donde todo el mundo compartía el mismo baño. Ella era una mujer en sus 37 años de un cuerpo excepcional que tenía una relación con un teniente reformista. A éste señor yo le resultaba un estorbo porque yo dormía en aquella pequeña sala sin caer en cuenta que previamente la amante vivía sola, para él.
Ella se llamaba Gisela, sé que no me negó el albergue por consideración hacia mi madre. El teniente me vivía provocándome con indirectas políticas pero yo conocía sus intenciones y evitaba sus trampas.
Una amiga de Gisela a veces me veía de paseo por la Avenida Duarte, matando el aburrimiento, asumía que andaba buscando prostitutas, luego iba a decirle a la mujer que se cuidará de una enfermedad venérea. Era cierto que los cueros eran tan atractivas como las vitrinas de las tiendas, descontando aquellas viejas de caras marcadas por las cicatrices de las navajas.
No recuerdo cómo me encontré con Negro, tu padre, nuestro hermano que siempre fue cariñoso con todos nosotros. Ese domingo de aspecto triste, Negro se compró una pequeña botella de coñac y nos fuimos a un cine cercano a ver una película que no recuerdo. Al salir del cine aún le quedaba del coñac. Lo invité a venir al lugar donde vivía pero no le dije nada de mis contratiempos. Ya tenía yo unos días largos buscando algo qué hacer. Una señora amiga de Gisela, que tenía una especie de puesto de vender comidas en su casa me ofreció comida y ropa limpia que luego no me cobraba ni una cosa ni la otra. Ella tenía una gran admiración por mi. Un día me confesó de manera muy espontánea que le habían matado un hijo, no me dijo la circunstancia ni yo le pregunté, pero me confesó con las lagrimas inundando sus ojos que el muchacho se parecía mucho a mi.
En cuanto a Negro, fue obvio que se dio cuenta de la situación y me ofreció su casa para venir a vivir con ustedes.
Fue por pura casualidad que me encontrara con Quico, un amigo, compañero de un taller de ebanistería donde habíamos trabajado como aprendices, allá en San Francisco de Macorís. Ambos teníamos la edad que rayaba el adiós a la adolescencia. El tenía una hermana muy hermosa y habilidosa, era muda de ojos azules como el agua del mar. Fue su iniciativa cuando me invitó a trabajar con un señor delgado y bien moreno, montando los gabinetes de los edificios multifamiliares cercanos al Puente Duarte. Ahí ganábamos algo, pero el empleo nos duró poco. Este patrón nunca hablaba sino era para dar órdenes, hasta un día que lo vimos llegar algo agobiado, con penas nos dijo que no tenía más trabajo.
Luego mi amigo consiguió empleo informal para los dos con un señor dueño de una compraventa con aspecto de mueblería, y no era para menos, ya que atrás tenía un pequeño taller con una mesa y sin ventilación, había una bombilla indiferente colgando de un cable improvisado. Trabajábamos mañana y tarde y no sabíamos cuanto ganábamos ni cuando era el día de pago, nunca supimos ni una cosa ni la otra. El dueño siempre estaba de buen humor. El negocio cerraba al mediodía y luego de cerrar, mi amigo le hacía una señal al dueño y él metía una mano en el bolsillo y extraía dos monedas de medio peso que lanzaba con apresuro desde el centro de la calle. El resonar de las monedas contra el cemento de las aceras, era tan claro que todavía puede ser escuchado con un ‘retiñe' recurrente.
Con ellas íbamos a un restaurante ubicado en la Teniente Amado García, próxima a la Avenida Duarte y comíamos todo un servicio consistente en arroz, carne, habichuelas y ensalada mixta. Sobre la mesa había sal, vinagre y aceite de oliva, abundante servilletas y agua refigerada que empañaba el cristal de jarrón. La música en el background alienaba el efecto de la algarabía.
Luego no íbamos a un parque cercano a dormir la siesta con el aire fresco que provenía del río Ozama y a mirar las bellas chicas en minifalda que por allí pasaban, cuando no, hablamos de nuestros sueños y limitadas aventuras. ‘Quico’ era más diestro en los desafueros del amor y yo mucho más reservado.
Fue por este tiempo que conviví' con ustedes, allí no lejos de mis hermanos y hermanas de esa parte de la familia fraccionada. Fue entonces que prácticamente conocí de nuevo a Rosemary y a Dulce, a Radhamés lo recordaba, pero eran imágenes de niños fortalecidas desde que nos vino a visitar a aquel campo de Nagua, aparte de eso, nuestro padre no dejaba de mencionar a los hijos que tuvo con Virgencita, siempre dominado por una melancolía lagrimógena.
Debo mencionar mi encuentro con una gran mujer, bella por naturaleza y de un carisma especial que deja al desnudo las descripciones de la sinceridad, ella no solo se llama Milagros sino que es un milagro tener la suerte de contar con ella. Milagros me ofreció trabajo que su reservado marido podía facilitarme, pero yo no tenían inclinación por el entorno militar sino militante. También conocí a otras personas que me brindaron un ambiente acogedor, a pesar de aquellas terribles limitaciones. Tenía en mi contra la apariencia de que ganaba dinero cuando en realidad apenas conseguía para el pasaje y la comida por los 50 centavos.
Pero un día, luego de haber agotado mis posibilidades, me fui. Volví al punto de partida buscado otro faro con un rayo luminiscente, o de una luz más intensa y extensa. Tomó tiempo navegar en barco seguro pero en el trayecto encontré tantas cosas hermosas difícil de olvidar. Al final siempre terminamos reconfirmando que “recordar es vivir” y que la vida ni es corta ni es larga, todo depende de la intensidad de sus sucesivos episodios.