Escribir cartas familiares nunca me dio buen resultado, especialmente en aquellos tiempos de terrenos carentes de lluvia, para hacer un referente a las tormentosas relaciones familiares que para bien quedaron sepultadas en el olvido.
La pluma en mi mano es algo de lo que debo cuidarme aún cuando ha sido sustituida por el teclado.
Las pocas veces que escribí por una razón insólita no recibí repuesta debido a lo intricado del asunto y las implicaciones de los cabos sueltos. En esta ocasión pretendí contestar un mensaje telegráfico de diez palabras en columna de periódico. Todos necesitamos una visión política del mundo como una condición necesaria para éxito en las relaciones humanas.
Hemos regresado al tiempo de los telegramas con la aparición de las redes sociales, esta vez se debe al exceso de facilitadores en los medios de comunicación. Una familia conectada desde diferentes ángulos de la geografía se mantiene al tanto del acontecer con el transcurrir de los días.
Después de varios años sin verla, una sobrina de ojos verdes y piel canela de reina oriental, me escribió diez palabras que decían: "mi tío, gusto de saber de ti ¿cómo has estado?". Su padre se llamaba Marino, un hombre vivaracho, de mirada esquiva y movimientos impredecibles. Pasó la vida casado con Espolégena, con quien procreó dos hombres y cinco mujeres de miradas cautivadoras.
Desde niño me sentí en deuda con Marino porque siempre fue cariñoso con nosotros, sobre todo, por la confianza que Ramona, madre, le tenía al solicitarle algunos favores ligeros. El se esmeraba en darnos un corte de pelo sin esperar nada a cambio. Siempre recuerdo el tictac de las tijeras en su mano experta y su conversación amena.
Fue después de ese evento recurrente que aprendí de la gente esa pregunta jocosa de "Quién te peló que las orejas te dejó". El padre de Cristina en mi memoria sigue siendo un personaje con el status suficiente para escribir un libro de género novelesco. Era de esa parte de la familia libre de rencores y resentimientos. Persona como Marino es lo que la gente llama con palabras llanas "una bella persona".
En su casa se respiraba aire fresco y muy limpio. De la cocina se escapaba un olor a leña ardiente. Uno no tenía tiempo para al aburrimiento observando las lagartijas u oyendo las aventuras ficticias o las narraciones inverosímiles. Siempre había una historia para contar y los nombres de la gente denotaban la simbología de la personalidad, no importaba si en cambio se usaba el apodo, el efecto era el mismo.
Mi tiempo de oro en la familia fue el de la niñez, de hombre siempre he sido el gran ausente, me sentí así, y mi entorno familiar no tiene sentido sin los espacios de ausencia, me hubiese gustado estar allí la noche que murió el eje familiar, pero no estuve, no estuve el día que murió Ramona, ni el día que la muerte llamó a la madre de cristina, ni el día que llamó a su abuela Mambó, ni a Luisa, ni a Rosa, ni a Papo, ni a Papito, igual suerte tuve con Maruca. La excepción fue la dama centaura, la vieja Julia. El día que murió la abuela Yoyo yo vivía en la capital, y me llegó la noticia como si yo hubiese estado en Egipto de vacaciones, fue como el telegrama del día después. Las tumbas de nuestros familiares son como puntos de luces en el universo. Una tumba no tiene otro destino que el olvido.
Con el viejo Polo tuve tiempo para charlar en aquella enramada bajo la sombra de los naranjos en su amplio patio de su casa campestre, allí con el hedor de las pocilgas, y lo vi como siempre, con su parsimonia reservada al silencio y la armonía de los cacaotales. Ahí estaba en compañía de su única mujer, esperó a Luisa unos años para verla de nuevo según los preceptos de la fe. Fue también mi última conversación con ella sobre nimiedades de la vida.
Tengo el crédito de ser el primer emigrante de la familia y es ahí donde radica la ignorancia de un protocolo sin aplicación en los momentos trágicos e inevitables. Y es que en nuestros países tropicales a la gente la entierran tan pronto como se muere, sin permitir que las flores se marchiten.
Siempre viví convencido de que en nuestra familia Luis López era el único con una educación real, era aquel con un criterio universal y apegado a las leyes naturales y metafísica, fuera de él no conocí a más nadie con tan distinguidos atributos. Luego llegamos los que hicimos un intento honesto, pero sin carácter filosófico ni actitudes políticas. De él copiamos el orgullo, la prepotencia y esa actitud caótica de no dar la razón al otro. Pero dejamos de lado la virtud de conocer la marcha y tener camino por donde ir. Todavía vivo con la percepción de que en la familia soy el único que escribe y el único que ningún pariente lee, como profeta forastero, con la excepción de algunos condescendientes por la literatura y los libros, grandes ausentes de nuestro transcurrir por la vida de las imprecisiones.
Los años dejan el beneficio de un aprendizaje que restan los centros académicos. El mejor de todo es no culpar a los demás por lo que le pasa a uno, ellos no tienen la culpa. El silencio fue un enemigo en la familia, casi nos arruina la vida a todos, el eco de las palabras de los mayores fue como un crescendo en un hueco de un laberinto frondoso. El hombre era muy callado y reservaba su voz de trueno para hacer surcos sobre el tormento compartido y depositado en el subconsciente de la inocencia. Siempre me pareció que él fue el último de su linaje, después de él no hubo otro igual, nadie con su poder ni con su respeto, los demás fuimos sus parecidos, en algo físico y diferente ya que su interior fue cosa de su dominio.
Le dije a Cristina que comparto el criterio de que “la vida es corta pero maravillosa”, una apreciación latente para ella que sabe sonreírle. La gente que camina por las calles y pasa indiferente a un semejante sin saber que anduvo cerca de un héroe o una heroína. Por eso es oportuno reafirmar que el que no respeta a su semejante no se respeta a sí mismo.
Fue sabio quien dijo que “los pueblos que olvidan su historia están condenados a repetirla”. En el ámbito personal podemos estar seguros de que aquel que no busca en su origen y raíces la razón de sus existencia está condenado a vivir un vacío ancestral con repercusiones en la manera de relacionarse con los demás y consigo mismo.