domingo, 24 de octubre de 2010

Silvia la niña invulnerable


Eramis Cruz


Es la niña la que da color a la novela, a todos les parece un tanto vulnerable, pero ella da muestra de todo lo contrario. Se comporta como una campeona. A pesar de ser la más pequeña de la familia, no repara en una pelea cuando el motivo lo amerita. Al padre no parece preocuparle la muchachita, temprano se marcha a su labor seguro de que estará bien entre sus hermanos. Ellos aprendieron de él la indiferencia frente a los acechos del peligro de los monstros que aventuran las praderas en el norte.

En el hombre brilla en su soledad y la mujer por su ausencia. Ellos la extrañan, aprendieron a soñar con ella que siempre llegaba en primavera, cargada de golosinas y otros paquetes que con apresuro agrietaban. Esa era su madre que de lejos venía a verles, casi siempre motivada por sueños y presagios, trayendo consigo un adiós pintado de hasta luego. Pero un día la madre vino vestida de negro, hermosa como un lucero y se le olvidó traer un trozo de aquel adiós para la niña, fue ese día que se la llevó, entonces para ser tres de nuevo incluyeron al padre entre los niños. El padre ya era viejo para los juegos infantiles, prefirió contarles historias para que aprendieran a ser grandes cuando les llegara el tiempo. A partir de ese día percibieron el espacio vacío de Silvia, un hueco que se movía con ellos, y descansaba con ellos cuando el silencio del padre hacia más tierna la noche bajo la luz de una lámpara experta en el diseño de las sombras.

Sin Silvia nuestra historia carecería de un detalle importante porque caminó junto a nosotros, pero fue siempre ella. Prefiero no decir de la pureza de su interior, nadie me lo creería, aunque no lo creo necesario en un mundo que tanto ha cambiado en tan poco tiempo. Fuimos niños inocentes, y por esa inocencia a veces pagamos más caro por aquello que era nuestro, ¡que bueno! de alguna manera fuimos recompensados. Con Silvia supimos cruzar por debajo de las alambradas, con ella fuimos a llevarle flores a la Virgen María con tanta veneración que no teníamos dudas que nos sonreía.

Silvia fue el último diamante de nuestro padre, el último retoño de su jardín, una flor de pétalos amplios capaz de cobijar su tristeza y darle luz en medio de la armonía de aquel lugar que fue nuestra casa. Esa casa construida por nuestro padre, la hizo para vivirla con nosotros, todo el material era del mismo lugar, excepto los clavos en el pie-amigo adherido a los esquineros, fuertes y robustos para aguantar con firmeza la hamaca arqueada y rítmica, acogedora y relajante.

En aquella casa todo era limpio, una limpieza de la naturaleza, los dolores de allí eran todos pequeños, y no se miraba más que a la lejanía y el futuro. Era un lugar solitario de otra gente, pero todo parecía tan ocupado, cada quien cumpliendo con su faena. La gallina pinta y bravía camina culeca adornada de pollitos blancos. Relinchan los potros, braman las vacas, corren los perros, cantan los pájaros al compás de sus vuelos, retumban contra el suelo en su caída los cocoteros y de fondo la ocasional melodía de las chicharras y los grillos.

En aquel lugar somos pocos y al mismo tiempo somos tantos, tal vez a causa de tanto espacio para que la arboleda jugara con el viento. Durante esos años no murió ningún ser querido, los abuelos nos traían dulces recuerdos de historias escalofriantes, pero no les asociábamos con la muerte.

Fue con Silvia que disfrutamos de aquella vida, donde sino andábamos recogiendo frutas, estábamos bañándonos en el río o simplemente correteado un mundo que era de nadie. Prácticamente todo nos pertenecía porque todo era la naturaleza, plasmada en el rocío de la mañana, en las frutas silvestres de las pendientes de las montañas.

Al principio el porqué nuestro padre nos trajo aquí no nos importaba en absoluto, él nunca nos lo dijo y nosotros nunca se lo preguntamos. Éramos entonces muy felices, aunque algunos noches, a la hora de dormir, el recuerdo nos espantaba el sueño, y ocupaba su lugar la melancolía, no decíamos nada, simplemente hablábamos de cualquier cosa del otro mundo que de repente dejamos atrás, como cuando los torrenciales forman corrientes que luego desaparecen hasta el próximo temporal.

Los tres pretendimos cuidar de ella, pero ella siempre supo cuidarse sola, era virgen intocable, inclusive en medio de las vorágines. Supimos buscarla por el platanar, cuando nos faltó por un mínimo en el circular del péndulo del reloj. La encontramos siempre distraída en una canción desafinada, pero no así el eco de su voz.

Hay mucha gente que sueña con una casa de cristal, desde donde puedan ver el mar y sus oleajes blancos. A veces las vemos en las películas pero aparecen como elemento decorativo de una escena que desenlaza en la muerte a cause del terror de seres siniestros perseguidos por duendes invisibles que reclaman un lugar en el infierno.

Nuestra casa fue diferente, a distancia del mar podíamos ver en día claro un infinito azulado, y en la primavera un hermoso jardín gigante de amapolas floridas. Esa casa de pedazos de palmeras y trozos de pinos envejecidos, carecía de muralla por no asumir razones para protegerle. Lo más valioso que tenía era aquella niña llamada Silvia, pura e intocable, cuya integridad nunca se vio amenaza sino sobreprotegida por el amor de ese mundo maravilloso. No se puede decir lo contrario cuando se toma el agua diáfana filtrada por los manantiales, se disfruta un aguacero desnudo en medio del camino y se duerme la noche entera sin el espanto de un reloj en la madrugada.

Cuando la madre la trajo a la ciudad, se hizo mujer. Silvia supo cuidar de su propia fe pero la religión no fue barrera que impidiera el amor por lo suyo, aunque su fe no es artículo negociable ni con el uno ni con el otro. Sin saberlo aprendió a trazar el círculo que marca el espacio sagrado de los suyos. De los tiempos de la niñez no tengo una mejor imagen que aquella niña de de seis años llevando un vestido verde claro, una cinta adornando su cintura terminando un lazo grande en la espalda, con el pelo dorado y ojos relucientes de pupila color café, lleva zapatos negros y medias blancas. Dice a todos que va a jugar en los columpios del parque infantil. Por su madre no creerla capaz de una aventura se perdió por primera vez. Por suerte, poco después un amigo la rescató, y pudimos verla nítida y angelical, invulnerable al desafío de lo imprevisible. Ese día supimos cuanto valía para todos.

La reunión privada entre Kissinger y Pinochet en Chile

Fuente: https://elpais.com/chile/2023-05-26/la-reunion-privada-entre-kissinger-y-pinochet-en-chile-queremos-ayudarlo.html?outputType=amp La ...