domingo, 25 de diciembre de 2016

La leyenda del azúcar

Declaraciones inéditas resumen el espíritu espléndido, vivaz y ocurrente de Celia Cruz.

Por:  UMBERTO VALVERDE  21 de julio de 2013   La leyenda del azúcar

El 7 de agosto de 1980 cambió mi vida. El empresario caleño Larry Landa me invitó a Barranquilla para conseguir cinco minutos con Celia Cruz y su esposo Pedro Knight, con el fin de exponerles el proyecto de un libro en el que necesitaba, sí o sí, de su participación directa y de sus testimonios y vivencias.

Larry Landa, quien trajo a la Fania All Stars por primera vez a Latinoamérica, inició la gira en Panamá, visitó Barranquilla, saltó a Bogotá –sin Celia, porque en ese entonces ella estaba impresionada por el infarto que le provocó la altura de Bogotá a Miguelito Valdés– y terminó en Cali.

Diez años antes, en el teatro Blanquita de México, me encontraba en las primeras filas con un grupo de amigos, cuando Celia –entregada como siempre–, bajó al escenario como una aparición. Entonces tocó mi mano. En ese instante mi memoria regresó a mi Barrio Obrero de Cali (cuando sonaba su voz en cualquier esquina) y entendí que ella era la única Diosa de mi vida y de la música. Que habían pasado muchos años de profunda admiración.

Aquella vez en Barranquilla, ya de frente a ella, Larry Landa dijo: “terminaron los cinco minutos”. Entonces Celia, quien hasta entonces no había participado de ningún proyecto editorial directo o indirecto, miró a Pedro Knight y le preguntó: “¿Qué tú piensas, Pedro?”. A lo que su marido, corto y seguro, dijo: “A mí me parece bien todo lo que ha dicho Umberto”.

Celia Cruz, con una risa en su boca, me dijo: “Umberto, prende la grabadora, no perdamos tiempo”. El comedor del hotel Golf en Barranquilla fue testigo. Ahí empezaron varias charlas.

La Fania marchó hacia Bogotá, donde fue a tener problemas. Mientras tanto, Pedro, Celia y yo viajamos en un vuelo Eastern, a Cali. La grabé en el aire.

Luego, la seguí a Nueva York, a donde iba a dar un concierto en el Madison Square Garden, donde me permitió estar en el camerino y conocer su silencio. Allá la acompañé a subir a las tarimas para comprobar como los aplausos la transformaban en una adolescente.

Hablé de Celia con los integrantes de la Sonora Matancera, tanto que terminé haciendo un libro sobre ellos. Hablé con Tito Puente, quien años después me pediría que le hiciera su biografía. Perseguí a Johnny Pacheco hasta los amaneceres más frenéticos, buscando la melodía de una noche extraviada por la rumba desenfrenada.

Por ese entonces, nadie especulaba con la edad de Celia Cruz. Entonces ella, con mucha discreción, me dijo: “Eso de la fecha de nacimiento déjalo para esos periodistas de pacotilla. Si tú quieres hacer un gran libro, eso no te interesa, ¿no es cierto?”. De inmediato pacté: “A mi ese dato no me interesa, de mi boca nunca saldrá esa fecha ni mucho menos la escribiré”.

Cuando falleció, todos especularon. La mayoría de los noticieros de televisión se equivocaron, los periódicos también, el único que entregó el dato cierto fue mi amigo de infancia Humberto Corredor, quien en un viaje a La Habana había adquirido una copia del certificado de nacimiento que decía así: Úrsula Hilaria Celia de la Caridad Cruz Alfonso de la Santísima Trinidad nació el 21 de octubre de 1925.

¿Cómo fue su infancia?

Yo nací en Santos Suárez. En algún tiempo, cuando tenía seis o siete años, vivía en el Cerro, otro barrio de La Habana. Ahí me crié: en la calle Flores, entre San Bernardino y Zapotes. Nosotros éramos muy pobres, yo era muy pobrecita, pero al fin y al cabo feliz, nuestras ilusiones no eran muchas, queríamos aprender a leer para conocer el catecismo y hacer la comunión. Mi padre era fogonero del ferrocarril, se llamaba Simón Cruz y mi madre Catalina Alfonso. Éramos cuatro hermanos: Dolores, que se quedó en Cuba con Bárbaro, el tercero de la lista; yo, la segunda; y Gladys, que vive conmigo en Nueva York, es la última.

¿Cómo fue posible que llegara a cantar?

Con mis amigas íbamos a los bailes, a un club que se llamaba Los jóvenes del vals. También existían otros como El Antilla, Las Águilas y otro, más lejos, Los Tulipanes. Bailábamos de once a cuatro de la mañana. Al menear mi cinturita atómica armaba la rumba porque yo tenía la salsa y la pimienta. Mis amigas se fueron casando y yo me dediqué al canto. Yo fui maestra normalista, pero me dediqué a ir a los concursos porque daban premios en metálico y con eso compraba los libros para estudiar.

¿En esta búsqueda quién la ayudó?

Mi primo Serafín descubrió que yo cantaba y me inscribió en un concurso de aficionados que se llamaba La Hora del Té, que dirigía Edulfo Ruiz en Radio García Serra. Me gané una torta. Cuatro semanas después, en las eliminatorias, me dieron una cadenita de plata. A la vez me presenté al programa más famoso de todos, La Corte Suprema del Arte, donde obtuve el primer premio, algo así como 15 dólares. Como no tenía repertorio, me gané el premio cantando Nostalgia, pero no la canté como tango, sino que yo fui con un par de clavecitas y la interpreté rítmicamente, inspirada en Paulina Alvarez, sobre todo en una canción que me gustaba mucho, Dulce Serenidad.

Doña Celia, usted llegó a la Sonora Matancera por el azar. Fueron muchas las cosas que ocurrieron, por ejemplo, su presencia en las Mulatas del Fuego, la participación con la orquesta Anacaona y su inclusión en el espectáculo Sun Sun Ba Baé, en el que la canción temática era una guaracha compuesta por Rogelio Martínez, el director de la Sonora Matancera. ¿Un golpe de dados?

Es cierto. Es una historia larga de perseverancia, de intentar todos los caminos. Yo estaba en Radio Cadena Suaritos y Rogelio me soltó una frase que me dejó muda: “Nosotros queremos contratarla a usted para ver si puede trabajar con la Sonora Matancera, en Radio Progreso, porque Myrta Silva regresa a Puerto Rico”. Fui con dos arreglos: Nosotros no queremos chaperonas y El tiempo de la colonia. No salió bien porque estaban hechos para orquesta y la Sonora era un conjunto chiquito. Las primeras trasmisiones no gustaron porque el público estaba muy apegado a Myrta Silva y yo no me quería tanto. El mismo Rogelio Martínez, que no me mostraba las fuertes cartas que enviaba el público, decía que chillaba mucho. Hasta me dieron el premio Codazo, pero a mí me tocó el ‘codazo’ de dolor. Finalmente, Rogelio se puso terco y me salvó: le dijo a Sidney Siegal (el dueño de Seeco Records), ‘grabó con ella como sea’. Pactaron que si el disco no se vendía, pagaba la Sonora. Grabamos Cao Cao Maní Picao y Mata Siguaraya. Después de un tiempo grabamos Las frutas y mi son cubano, El disgusto de la rumba, Tatalibaba y Lacho. Sidney quedó sorprendido. Grabamos 74 elepés con la Sonora Matancera, exclusivamente para la Seeco. Por eso siempre estaré agradecida con Rogelio Martínez.

¿Cómo recibió el triunfo de la Revolución?

Yo estaba presentándome en el cabaret El Afro, en México. Regresé el 28 de enero y encontré que todo era distinto. No sólo empezó a morir el ambiente de farándula de antes, sino que ellos se convirtieron en el control total de los eventos que se realizaban. Mis amigos de la Sonora Matancera y yo entendimos que no teníamos futuro en Cuba.

¿Recuerda su primer encuentro con Fidel Castro?

Un famoso periodista de la revista Bohemia, Quevedo, nos invitó a su casa en los inicios de 1959. Yo estaba al lado del piano, cantando, y de repente sentí que los asistentes se revolotearon por la presencia de una persona. Era Fidel Castro. Quevedo se acercó y me dijo que Fidel me quería conocer porque en la sierra escuchaba Burundanga. Con respeto le dije a Quevedo que como cantante mi lugar era cerca del piano y que si quería conocerme que viniera hasta acá. No sé si él lo supo o no, pero nunca vino.

¿Cómo salió la Sonora de Cuba?

Me conseguí un contrato de varios meses para La Terraza de México y la Sonora Matancera para el Teatro Lírico. El 15 de junio de 1960 salimos en un avión con la Sonora Matancera. Cuando el vuelo atravesó aguas internacionales, Rogelio nos dijo a todos: “Este viaje no tiene retorno”. Me angustiaba la situación de mi padre, que se encontraba muy mal. También Ollita, mi madre, no tenía aliento para aguantar. No habíamos cumplido un mes en México, cuando murió mi padre, a los 78 años. Intenté regresar, pero se atravesó la Invasión a Bahía Cochinos. Ya en ese momento era la novia oficial de Pedro; él me apoyó en todo. Hablé por teléfono con mi mamá Ollita quien, muy dolida, me dijo: “Ven porque me voy a morir sin verte”. El 7 de abril de 1962 murió y yo estaba haciendo un show que saqué adelante a pesar de todo. Al otro día, me quise regresar a Cuba, pero no me lo permitieron. De verdad, nunca lo perdoné. El 14 de julio de 1962 me casé con Pedro Knight ante un juez. Lo festejamos con Rolando La Serie, su esposa, y Catalino Rolón, nuestros testigos de boda.

De ahí en adelante todo cambió, eran los tiempos del mambo y el chachachá. Pero también apareció una nueva musicalidad en Nueva York. En 1966 usted grabó el primer elepé con el gran Tito Puente. ¿Cómo fue esa época de cambio?

Yo me sentía cansada de hacer lo mismo, hablé con la disquera para romper con ellos. Primero me dijeron que les debía cinco elepés y después me dieron la carta de recesión. Luego Sidney se puso a llorar en su oficina. Tito me llamó para decirme que quería trabajar conmigo. En enero de 1966 grabamos el primer elepé, Celia y Tito. No pegó mucho porque faltó promoción pero, musicalmente, eran temas maravillosos. Las giras con Tito fueron muy exitosas. Además, fue mi gran amigo, mi hermano del alma.

¿Cómo ocurrió lo de la orquesta de Larry Harlow en 1973? Él declaró que, cuando grabaron: “ella disparó todo el número de arriba abajo, completo, sin equivocarse, sin repetir nada, me quedé abrumado, eso solo lo hace una Reina, una cantante única y excepcional”.

A Jerry Masucci, fundador del sello de la Fania, se le ocurrió que yo debería grabar Gracia Divina. Me aprendí el número el mismo día que lo grabé. Fue una sola versión que se hizo, de comienzo a fin. Parece que todo el mundo quedó muy impresionando, empezando por Harlow, quien ha contado muchos detalles de lo que sucedió.

Entonces ocurrió el encuentro de la vida: Celia Cruz y Johnny Pacheco en 1974. Un músico que admiraba a la Sonora y que le gustaba cantar como Caíto; y usted, que lo tenía en su cabeza para reencontrar ese sonido antiguo…

Yo me sentí siempre muy bien con Pacheco porque me recordó el estilo de la Sonora Matancera. Él grabó con dos trompetas, con la misma estructura de la Sonora. Utilizó bongoes y no timbalitos de Papaíto. En realidad, lo mío es un piano, percusión y trompetas. Cuando grabé con Pacheco sentí que regresé a tocar con la Sonora Matancera. El tema lo dice claramente: “Hace tiempo que buscaba que quien me acompañara, un ritmo que me recordara cuando a cantar yo empecé, pero por fin lo encontré, caña, guarapo y melao, y por eso estoy cantando con Pacheco y su tumbao”.

Después vino todo. El mundo se entregó a la ‘Reina de la Salsa’, grabó con Willie Colón Usted Abusó, con Papo Lucca y la Sonora Ponceña.

Ha sido un honor para mí estar con ellos, hacer propuestas musicales diferentes, adaptarme a los cambios de las épocas, mantenerme en tarima y ser respetada por las nuevas generaciones. Vivir para cantar, ha sido mi sueño y lo he cumplido. Humildemente he sido una triunfadora porque, si hubiera sido débil de carácter, con los primeros problemas me hubiera venido abajo. Todas esas cartas contra mí que llegaron a Radio Progreso, las reservas iniciales de Rogelio, el rechazo del señor de la Seeco. Nunca me doblegué.

¿Se considera la mejor cantante de este siglo?

Nunca he creído que sea la mejor. Pero acepto los elogios, sobre todo porque son expresiones de mucho afecto. Me encantó, por ejemplo, el título de tu libro Reina rumba. Y esas palabras en el prólogo de nuestro amigo Guillermo Cabrera Infante me producen mucha emoción: “Aquí y antes, en Cuba y en Nueva York, Celia muestra, demuestra que es una de las grandes creadoras del canto y del encanto negro. Ella está a la altura de Bessie Smith y de Billie Holyday, más allá de Sarah Vaughan y de Ella Fitzgerald y de Nina Simone. Celia es la canción: fue son y sonora, antes como ahora es la salsa. Celia es como su voz: generosa pero precisa, nada menos que la música. Esto si no la hace una diosa, la hace al menos una musa. No está nada mal para una negrita que sólo quería ser soprano y cantar en la ópera”. Tú libro sirvió para reencontrarme con Cabrera Infante, una persona muy especial. Además, mi amigo Dizzy Gillespie, cuando vino a Cali y estuvo contigo, me envió un libro en un sobre que decía: ‘Celia Cruz, Nueva York’. No sé qué pensó, pero el paquete me llegó.

¿Cómo ha sentido la muerte de sus compañeros de la Sonora Matancera?

Es inevitable sentir con gran dolor la muerte de Caíto (Carlos Manuel Díaz). Fue mi compañero desde que entré a la Sonora Matancera, además nos unía una buena amistad y una buena química. En vez de decirme mi hermana, me decía mi ‘herma’. También me afectó la muerte de Lino Frías. La desaparición de Carlos Argentino me dejó una mala sensación, yo era muy amiga de su esposa, Aydée. Me quería mostrar mucho la ciudad y lo hizo en un carro grande. Fue una como una despedida, estaba contento de hacerme feliz. Con Daniel Santos me ocurrió algo extraño, trabajamos en el teatro Blanquita y no presentíamos nada, a los pocos días ocurrió. A todos nos va llegando el momento, no podemos evitarlo, pero la gente de la Sonora Matancera es mi familia.

¿Cuál son tus mejores dúos?

Es una historia muy larga, no puedo olvidar grandes acompañantes como Bienvenido Granda, en el tema El Pai y la Mai; Celio González, con quien grabé muchas guarachas; Carlos Argentino, con quien hice Buenas noches, mi amor; Laíto Sureda, con quien grabamos un tema inolvidable En el bajío; Angela Carrasco, con La Candela; y claro, Oscar de León. También grabé con mi amiga Matilda Díaz.

¿Alguno se quedó sin hacer?

Muchos. Tengo versatilidad para hacer cualquier ritmo y no le veo obstáculos a nada. Me hubiera gustado hacer algo con el Joe Arroyo. Me llamó la atención el color de su voz. Si tú cierras los ojos, crees que está cantando una mujer. El una vez me dijo a mí: ‘Celia, aunque Ralph Mercado no me pagara, yo la haría, no me importa’. Sin embargo, no se pudo hacer.

La gente de la Fania es como tu segunda familia, pero ellos son de otra generación. ¿Cómo ves a tus ‘hijos’: Héctor Lavoe, Pete Conde, Alfredito?

Héctor no sabe quién es él. Con Pete Conde me siento tranquila, todos los cortes los hace perfectos. Cuando viene Alfredito (de la Fé) es una alegría especial, es mi ahijado.

El periodista José Pardo Llada le preguntó una vez en qué gastaba la plata y usted le dijo: “En pelucas, Pardo”. ¿Eso es cierto?

Es cierto. Cuando nos instalamos a vivir en Nueva York me sorprendió que había un procedimiento para las negras como alaciar el cabello y ponerle pelo artificial. Pero me pasaba horas en una peluquería, a veces llegaba a las siete de la mañana y salía a las cuatro de la tarde. Siempre me gustó brillar en el escenario, el maquillaje, los zapatos, las uñas largas… Por eso mismo no aprendí a tocar piano. Entonces, a finales de los sesenta, cuando las pelucas se pusieron de moda, resolví mis problemas. Con una peluca iba rápidamente a una entrevista y, claro, a mis presentaciones. Después compré muchas en Los Ángeles a través de catálogo.

Una faceta en su vida ha sido la de actriz, ¿cómo se sintió en ese terreno?

No voy a decir que soy la mejor ni nada parecido, pero fíjate que cuando grabé la telenovela Valentina alcancé mucho éxito. Se veía hasta en Rusia. Entonces yo le comentaba a Pedro: ‘mira, Celia Cruz en ruso’. En cine ha sido muy importante: Mambo Kings tuvo resonancia en el mundo latino y Pérez Family, igual. A mi gustaron siempre los retos y he tratado de superarme en todo sentido.

¿Cómo son sus hábitos alimenticios?

Nuestra vida ha sido de viajes, ciudades y aviones. Uno tiene que adaptarse, más aún cuando Pedro se vio afectado por la diabetes. Una vez le dije: ‘el único azúcar que te permito es el mío’ En realidad, siempre me gustaron las frutas, la comida saludable, y eso es parte de nuestra vida como artistas.

¿Licor?

Ni un trago, nunca. A veces, cuando se me afectaba la voz antes de un show pedía un cognac, pero solo para sentir caliente la garganta.

¿Cómo se siente en el mundo agitado de la Fania?

Como en la Sonora Matancera, todos me respetan. A veces, cuando veo que hay problemas entre ellos, les digo, ‘somos una familia’ y ya está.

¿Cómo recuerda con su marido esos viejos tiempos?

Recordar es vivir. A veces vemos esas viejas películas mexicanas, como Amorcito Corazón. Ahí veo a mi Pedro cuando estaba todavía más hermoso que hoy en día.

Cuando el médico le dijo que tenía cáncer, el 2 de diciembre del 2002, Celia Cruz le respondió: “Quíteme esa malanga”.

Grabó su última producción Regalo del Alma, con problemas. El pianista Isidro Infante, por teléfono, me comentó después del entierro: “Se le olvidaban las letras, el tumor hacía presión sobre la memoria y era duro retener los versos. Tres temas se quedaron sin grabar, otros dos no aparecieron en el Cd que se vendió al mercado”.

El 16 de julio de 2003, a las 4.45 de la tarde, Celia Cruz murió después de luchar con un tumor canceroso que invadió su cerebro. Humberto Corredor me llamó cinco minutos después. A partir de ese momento, recibí cientos de llamadas telefónicas desde los más extraños lugares del mundo.

Después de un entierro simbólico en Miami, coordinado por Omer Pardillo Cid, su agente, productor y jefe de prensa, su cuerpo regresó a la funeraria para estar los días 21 y 22 de julio, con el fin de recibir la visita de 75.000 personas. Dicen que la devolvieron a la funeraria ‘a ver si revivía’.

Fui a Nueva York para despedir a doña Celia Cruz. Cuando llegué a la funeraria, me encontré con Pardillo Cid y le pregunté por Pedro Knight. Estaba en el segundo piso, con un grupo de personas. Cuando entré la habitación, se paró y me abrazó y, llorando, les dijo a todos: “Aquí está Umberto, el biógrafo de Celia”. Ese mismo honor que ella me hizo cuando lo dijo ante 50 mil personas en un concierto en la Feria de Cali: “¿Dónde está mi biógrafo? Voy a cantar la canción del Cali, Pachito Eché”.

Lloré con Knight y nunca más lo volví a ver.

El 22 de julio, su cuerpo fue llevado al cementerio Woodlawn del Bronx, en un día de verano con lluvia y tormenta eléctrica. Pero Celia Cruz no fue exactamente enterrada gracias a que varios allegados pensaron en diferentes alternativas para la conservación de su cuerpo. Mientras decidían, el cuerpo fue a un congelador. La fecha de su entierro fue un oscuro secreto. Finalmente, tras la muerte de Pedro, juntos fueron a un mausoleo en Nueva York.

En Cuba, su sobrina Irene Hernández vive cerca del Solar de las Margaritas, en un tercer piso que es como una pocilga. Hoy, diez años después de su muerte, todavía Celia Cruz no se oye oficialmente en La Habana, aunque en un gran rumbeadero llamado El Sauce, Celia suena con Químbara y la bailan con frenesí.

El sueño de volver a tocar en La Habana siempre estuvo en su mente: “Cómo anhelo regresar y ver tus playas, ver la luna por el malecón, a pesar de la distancia no te olvido, Habana, mi Habana”, me dijo.

No hay antes ni después de Celia Cruz: ni por semejanza en su voz, ni por nada. Hace 10 años que la humilde Celia Cruz, hija de Catalina y Simón, ya no está entre nosotros. Ella es la música, es el son y el guaguancó, es el bolero y la guaracha. Es la única cantante que permaneció en primer lugar por más de 55 años.

Ella siempre lo cantó:

“No vayas a olvidar

A esta humilde guarachera

Así que nunca olvides mi nombre

Yo me llamo Celia Cruz.

Ay la bemba colorá”.

Sólo ella será la Reina Rumba. Celia Cruz: no hay un antes ni un después. Solo ella, la negra de la bemba colorá.

¡Azúcar!

UMBERTO VALVERDE
Revista Bocas

Fuente:


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