Eramis Cruz
Matilde con su Esposo Néne |
A todos nos pasa lo mismo, con la adolescencia buscamos nuestra propia identidad, padre y madre se convierten en un inconveniente, nos quieren moldear a su manera. Paradójicamente pasa el tiempo y nos vemos cada vez más parecidos a ellos, especialmente en los aspectos físico y hasta en el modo de comportarnos, con la diferencia de que en muchos aspectos podemos ser mejores, claro, es muy bueno tener un molde al cual mirar.
Yo asocio a mi padre con la comida, él nos cocinó cuando vivimos juntos en una casa de juguete, suelo verlo en la cocina batiendo huevos y atizando las hornallas. Era excelente preparando muchos alimentos y los disfrutaba plenamente. Nos servía tres porciones iguales, y corríamos a ver cuál plato contenía más comida, a esa edad uno siempre tiene hambre de todo, pero él era muy bueno con las medidas.
A mi madre, en cambio, la recuerdo por sus carcajadas, por sus chistes y por su manera de dramatizar la vida. Ellas sembraba las flores en el callejón lateral de la casa y en el patio y uno la vía mojándolas y conversando con ellas. Ramona también cocinaba y lo hacía muy bien, aprendió en la casa de los ricos las recetas que luego no podía preparar para su propia familia. Entonces éramos como las demás familias del barrio, que nunca ponía vino en la mesa, de eso la gente hablaba diciendo que era vino porque lo trajeron.
Mi hermano Cecilio era muy bueno ligando vino con ron, especialmente durante las fiestas navideñas, era una fórmula efectiva para una buena borrachera al compas de boleros y bachatas. Recuerdo el día que vinieron a avisarme que Cabo, como se le conoce aún, estaba ebrio en casa de Nanita. Subí a lo alto de aquel lugar, tomando un atajo cercano al pajar por donde Martín amarraba la chiva. Llegué adonde Nanita que estaba sentada en su mecedora favorita oyendo a Cabo muy inspirado emitiendo notas discordantes.
A Ramona, la madre de nosotros y de los demás del barrio, nunca la vi tocar la boca de una botella, pero su vida entera fue de una gran tolerancia para con los beodos de fin de semanas y los borrachos recurrentes o de esos que nunca recuerdan que diablo hicieron o dijeron la noche anterior.
Un día fuimos a ver a una amiga de Ramona a un lugar de Santiago de los Caballeros, donde vivíamos entonces, comenzamos a subir una calle que luego se convirtió en camino. Cuando ella se detuvo ante un señor de ambular inseguro para preguntar por la dirección en la que vivía su amiga, como siempre sucedía, el hombre resultó ser muy allegado a la familia lo cual era una credencial suficiente para romper cualquier protocolo.
Al rato el hombre sustrajo del bolsillo trasero de su pantalón una chata de ron que ofreció a Ramona, a quien no bien le llegó el olor a cosa trasnochada, paró la respiración y rechazó la oferta. Luego el señor me miró como si fuera mi padrino y me extendió la botella. Le di las gracias y me pareció que el frasco contenía una mixtura de baba con té de caña fístula. El incidente nos entretuvo el resto del trayecto.
Tal vez aquellos que tienen a sus padres vivos no aprecien estas pequeñas cosas, pero luego que se les van para no volver les coge la melancolía y sus imágenes son más vivas después de muertos que cuando vivían.
A veces comentamos cuánto ha cambiado el mundo, pero es que el mundo nunca a sido el mismo para nadie, ni lo es, algo muy bueno para todos. Hasta hace unas décadas no se conocía el virus estomacal Helicobacter Pylori y la gente sufría mucho, hoy un 30% de la población sufre de estos males y se conocen paliativos y cura para evitar el cáncer. También la gente dice que ya los familiares no lloran a sus muertos como lo hacían antes. ¿Quien no lo recuerda? Sin embargo no hace mucho tiempo me encontré en el velorio de mi tía Matilde, una viejita que ya lo que quedaba de ella era el cascaron donde encarcelaba el alma pero para sus hijos era una reliquia reservada para todos los tiempos. Allí no solo lloraban las mujeres sino que los hombres lo hacían con todo lo que alma puede expresar como dolor que lacera cual cuchillo cortante de la existencia.
Es de esa amanera que nos quedan los muertos, o mejor dicho sus imágenes, los buenos y los malos recuerdos, algo que puedo decir a boca llena ya que nadie es perfecto y si no lo somos durante la vida no entiendo porqué dejamos de serlo después de la muerte. El que muere solo desaparece para si mismo, su estado consciente.
No puedo negar que mi madre no les aguantaba diabluras a hombres parranderos y violentos, mejor se rompía la taza y cada uno pa’ su casa. Según su proceder, si la moral no era importante para el hombre porque no debía serlo para la mujer. Me gusta recordar a la gente tal como fue. Matilde siendo mujer pequeña tenía el coraje para vencer a los grandes, fueran estos marchantes o policías. Ramona y Matilde fueron inseparables, y finalmente ahora pertenecen al mundo de los ausentes y como juntas vivieron, juntas debemos recordarlas. Para ellas cada día era una oportunidad para vivir con los suyos.
Mi amigo Paniagua me habló de su padre con un pañuelo en la mano, mis hermanos hablan de los nuestros como si sus muertes fueran un árbol que no termina de vivir. El lugar de los muertos no lo ocupa nadie, cada cual tiene su propio espacio aún sea esparcidos como semillas que germinan en la memoria del cementerio universal.
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