Por Pedro Julio Jiménez Rojas. 17 de junio de 2014 - 12:56 pm 18 de junio de 2014 - 12:00 am - 62
/post details /post title
post details
article
post opinion author
Pedro Julio Jiménez Rojas
Profesor emérito de la UASD y Doctor en Fisiología Vegetal de la Universidad de París.
/post opinion author Content
Dedicado a todos los iconoclastas del país y en especial al Dr. José Ramón Albaine Pons.
En pleno ejercicio de uno de los derechos más socorridos de nuestra folclórica democracia como lo es la libertad de expresión, pretendo en este trabajo testimoniar en primer lugar mi rechazo a toda esa literatura-biografías, ensayos, fábulas – que desde hace más de un siglo trata de resaltar la figura central de esa plural paternidad patriótica conocida con el nombre de Padres de la patria.
No exagero al indicar que el alumbramiento de este artículo concitará el repudio de la membresía del Instituto Duartiano, de los afiliados -si aún existe- del partido Duartista y de no pocos “nacionalistas” del patio, pero a ellos les digo que cuando se cumplen 70 años de edad se posesiona de nuestro ánimo una voluntad de claridad y una honestidad intelectual que extinguen cualquier intento de condescender con los demás.
El hecho que ha desatado y justificado este rapto público de sinceridad ha sido la reciente lectura de un libro-ganador del premio nacional de Ensayo-titulado “Los espejos de Duarte” de la autoría del padre jesuíta dominicano Pablo Mella –nacido en 1963- quien es Doctor en Filosofía, profesor del Instituto Filosófico Pedro Francisco Bonó y Director del Centro Bonó situado en el barrio “Mejoramiento Social” de esta ciudad.
Así como la obra “El capital en el siglo XXI” del joven economista francés Thomas Piketty está en la actualidad revolucionando las posturas en torno a las desigualdades sociales estimuladas por el capital-creando riquezas simultáneamente – el libro del padre Mella destapará entre la intelectualidad nacional una irritante caja de Pandora que alentará controversias y polémicas sobre los textos histográficos mas acreditados.
En los párrafos que siguen a continuación procuraré resumir mi experiencia como lector de la literatura duartiana que hasta el momento he logrado frecuentar –desde la Apoteosis de Meriño de 1884 hasta el ensayo del sacerdote Mella- así como también las vivencias en otros órdenes que he tenido sobre este “infortunado patriota” –como lo llamaba Hostos – que fue una de las primeras víctimas de la maltrecha república que instauramos a raíz de nuestra separación de Haití en 1844.
No es necesario ser un quisquilloso historiador o un meticuloso historiógrafo para uno convencerse de que los calificativos relativos a Duarte que utilizan José Gabriel García, el arzobispo Meriño, Eugenio María de Hostos, Vetilio Alfau Durán, Joaquín Balaguer, Antonio Thomen, Manuel Salvador Gautier y la generalidad de las plumas duartistas, son más bien propios de un hagiógrafo, es decir, aquellos que reseñan la vida de los santos.
Un apóstol; un evangelista; una epifanía; un elegido del señor; el mesías dominicano; el Cristo de la libertad; el máximo prócer dominicano y hasta el Pater Noster nacional forman parte de esa colección de epítetos cuasi celestiales con que describen su persona igualándolo en buena medida con el llamado Hijo de Dios y a la Trinitaria que fundó con la denominada iglesia de Cristo.
El juicio de ellos nos da la impresión que se trataba de un ser totalmente espiritual –ojalá el padre Tardiff tener sus credenciales para ganar en primera vuelta la santificación propuesta –y de acuerdo a José María Serra, que en sus “Apuntes” afirma ser el individuo que inició a Duarte en las ideas separatistas y ser por consiguiente el padre del Padre de la patria, la apariencia física del hermano de Rosa y Vicente Celestino correspondería a la de una persona salida de la mentalidad novelesca de Víctor Hugo o Dickens.
Dice esto: “Sus ojos eran azules, de mirar sereno. Su tez suave teñida de ordinario por las rosas. Sus labios finos, donde de continuo una dulce y cariñosa sonrisa revelaba la bondad e ingenuidad de aquella alma noble e inmaculada. Su bigote era espeso, negro que formaba un seráfico contraste con su dorada cabellera”. Esta hiperbólica y romántica descripción es más bien propicia para definir al arcángel de la benevolencia.
En la mayoría de los casos sus biógrafos parecer elaborar una obra de ficción no interesados en retratar a un hombre de carne y hueso, y desde luego, sin ninguna pretensión realista. Es como si trataran de dibujar a un ser sobrenatural o que un rabino provisto de una imaginación desbordante intentara atrapar con palabras los rasgos faciales y corporales del profeta bíblico Elías cuando en su carro de fuego subió a los cielos.
Quienes tienen mucha experiencia en el mundo de las relaciones interpersonales y presumen haber incursionado muy a menudo en la mentalidad y el corazón de los seres humanos, saben que la virtud no es la disposición que preside el comportamiento de los hombres y mucho menos el de los políticos como Juan Pablo, y que únicamente en los guiones de las telenovelas pueden existir personajes que son buenos o malos las veinticuatro horas del día, o sea, todo el tiempo. En la vida real esto no es posible.
A diferencia de otros dominicanos de menor principalía y quizá por el poco tiempo que residió en el país –menos de la mitad de su vida-, de Duarte no existe ningún daguerrotipo o retrato realizado durante su escasa permanencia en nuestro territorio, siendo el del venezolano Próspero Rey de cuerpo entero y pintado en Caracas, el único hecho en vida el cual fue enviado por sus hermanas en 1883 al historiador José Gabriel García.
En vista de que en esta representación Duarte tenía la nariz un poco torcida y además había sido confeccionada cuando estaba viejo y enfermo, a la gran mayoría de los dominicanos –a la élite desde luego- no les gustó y para remediar la situación un pintor nativo que había sido su amigo en la juventud llamado Alejandro Bonilla decidió hacer un óleo utilizando como modelo la figura de un príncipe europeo que vio en una revista ilustrada que a su juicio tenía un asombroso parecido con el patricio.
Esta pintura sí suscitó la admiración de la ciudadanía usándose en estampillas y sellos postales, y basado en sus rasgos fisionómicos con posteridad el reputado retratista y escultor dominicano Abelardo Rodríguez Urdaneta, retocó el de Bonilla resultando ser la figura de Duarte que aparece en un cuadro alegórico –solicitado por el Congreso de la época– simbolizando el momento histórico de nuestra independencia el día 27 de febrero de 1844.
Pues bien, ésta figuración duartiana estéticamente más favorecida pero menos original que el retrato de cuerpo entero pintado por el venezolano, es el más exhibido desde entonces por nuestros gobiernos y la sociedad civil tanto aquí como en el extranjero, debiendo consignar en este trabajo una experiencia callejera tenida sorpresivamente en Cádiz, España cuando paseaba una fresca mañana de Enero 2010 por la alameda “Marqués de Comillas” frente al Océano Atlántico.
De improviso y en medio de la vegetación ornamental reinante me encuentro con un busto de Duarte que por ser su progenitor gaditano el ministerio de cultura dominicano donó a la ciudad natal de su padre en el 2009, cuyo rostro y expresión estaban sumamente mejorados como si existiera entre los promotores de esta esculpida representación el bastardo designio de embellecerlo para complacer el ego de ser dominicanos de ascendencia hispánica.
El desorbitado concierto de alabanzas literarias orquestado por nuestros escritores asociado al empeño estético para que su rostro estatuario sea bello y armónico, contribuyeron desde entonces a que el personaje no me resultara simpático –no por su causa sino por la intención aviesa de sus apologistas- pues con estas cosméticas maniobras quieren proyectar una falsa imagen a los dominicanos.
Acaso por su fealdad, pienso que los panegiristas de Duarte pusieron el grito al cielo cuando al leer el libro “Galería de dominicanos ilustres. Juan Pablo Duarte y sus descendientes” del historiador boricua Luis Padilla D. Onis, descubrieron que la primera novia de Duarte se llamó Prudencia la segunda Toña, casándose con una prima de nombre Vicenta procreando con ella dos hijas llamadas –horror de los horrores- Sandalia y Sinforosa. Esta truculenta onomástica parece extraída de aquel popular programa de La Voz Dominicana “Macario y Felipa”.
En el caso de hacer a grosso modo una recapitulación de la vida de Duarte nos encontramos con esto: nació en santo Domingo en 1813 de padre español y madre nacida aquí pero hija de españoles, o sea, que todos sus abuelos eran peninsulares. En sus primeros 16 años estuvo, como era de esperar a su edad, al margen de la política. A los 17 años sale del país a estudiar en el Seminario Conciliar de Barcelona, España regresando dos años después, es decir en el 1831, incorporándose como profesor de Latinidad, Filosofía y Literatura en Regina.
Con apenas 25 años de edad funda “La Trinitaria” junto a otros jóvenes provenientes de la élite de la ciudad capital. Se entrega a una labor conspirativa-redacción, distribución de panfletos, y reuniones clandestinas,- en contra del gobierno haitiano ocupante de la parte este de la isla de Santo Domingo, debiendo por sus actividades revolucionarias abandonar el 2 de agosto de 1843 nuestro territorio dirigiéndose a Venezuela y luego a la isla de Curazao.
Estuvo por consecuencia ausente en la proclamación del grito de la independencia el 27 de febrero de 1844 retornando desde Curazao dos semanas después. Forma parte de la Junta Central Gubernativa y el 9 de junio 1844 junto a los trinitarios que la conformaban dan el primer golpe de estado registrado en nuestra vida republicana. En julio es declarado en Santiago presidente de la República –lo cual aceptó- pero en ese mismo mes Pedro Santana dio un contragolpe desterrándolo del país el 22 agosto 1844.
Se encaminó primeramente hacia Alemania recalando después en el archipiélago antillano. Estuvo de 1850 a 1862 en los llanos y selvas del Orinoco en Venezuela período sobre el cual nadie sabe nada. En abril de 1864 vuelve al país en medio de las luchas por la restauración de la República abolida por la corona española, permaneciendo unas quince semanas enfermo y acompañando a Mella en su lecho de muerte, partiendo de nuevo en Julio hacia Venezuela no regresando jamás. Murió en 1876.
Si hacemos un inventario frío y sumario de su activismo político a favor de la patria constatamos lo siguiente: de los 63 años de su vida un poco más de la mitad -34- los pasó en el exterior. Los primeros 16 años –infancia, adolescencia –mas los siete de docencia que precedieron, la formación de “La Trinitaria”, o sea, 23 en total no pueden ser computables a su participación política. Solo restan los 5 que militó en la patriótica organización que propugnaba por la separación definitiva de la porción oriental de la isla.
Estas claras y contundentes demostraciones de su exigua colaboración en el tiempo a favor de nuestra patria me invitaban a pensar que a diferencia de Sánchez y Luperón –a Mella lo descartaba siempre – Duarte no era una opción válida para ser el padre de la patria o miembro principal de nuestra pluralista paternidad patriótica. Pero entonces qué sucedió cuarenta años después de nuestra independencia para que siendo casi un desconocido por su ausentismo en la arena política se promoviera su figura?
Por qué a partir de 1884 “descubren” los dominicanos que Juan Pablo Duarte fue un héroe epónimo de la libertad y la independencia de este país? Por qué él, un individuo aislado y la mayor parte del tiempo extrañado de la república y no en su lugar alguien más conocido y destacado en las guerras independentistas y restauradoras? Por qué los actores políticos más relevantes de esos años ochenta del siglo XIX coincidieron en rescatar del olvido a quién estuvo ausente en la Puerta del Conde y en Capotillo?
En un principio había pensado con ingenuidad que talvez se había apoderado del ánimo de los dominicanos de esa época un desacostumbrado arrepentimiento por los inconvenientes o perjuicios causados por ellos mismos a Duarte – o por sus ascendientes -, y que como reparación moral a su presunto protagonismo en las luchas por la independencia lo más oportuno era en un primer momento traer sus restos de Caracas y sepultarlo junto a Sánchez y Mella en la capilla de los inmortales en la catedral de Santo Domingo.
Sabía que el crítico santiaguero Pedro F. Bonó había dicho que el Tabaco ha sido, es y será el verdadero padre de la patria. Que Pedro Henríquez Ureña había sentenciado que la verdadera independencia nacional se produce en 1874 cuando aquí se olvida el tema de la anexión a otro país. También que Bolívar Batista del Villar afirmó que Duarte no podía ser el padre de la patria porque pertenecía a un segmento de la sociedad extraño a la realidad del pueblo dominicano y que sólo podía serlo póstumamente.
Estos y otros conocimientos no respondían o satisfacían las interrogantes antes citadas, teniendo entonces la suerte de leer recientemente la obra “los espejos de Duarte” del padre jesuita Pablo Mella –cuya primera edición es de noviembre 2013 –cuyas páginas me han aportado las razones y las causas por las cuales cuarenta años después de la separación definitiva de Haití y a ochos años de su muerte, Duarte es reivindicado como el primero entre los padres de la patria.
En honor a la verdad debo significar que los tres primeros capítulos del libro no son de fácil lectura puesto que el autor le expone al lector la metodología de trabajo asumida para convencerlo de su correcto posicionamiento al analizar la documentación duartista revisada, pero a los interesados en tan apasionado tema les aconsejo no desesperarse pues a partir del capítulo cuatro se comenzará a ver la luz al final del túnel.
El andamiaje heurístico marxista; los discursos epidícticos; el abordaje epistemológico; la construcción sintética de significantes; la implicatura conversacional; la reificación identitaria de determinados actores históricos; la ciudad letrada masculina; el constructo conceptual; el circulo hermenéutico y otras insólitas nociones, si en verdad son herramientas esenciales del análisis crítico su lectura es de pesada digestión para el lector común y corriente.
Ahora bien sus notas al pie de página no tienen desperdicios por su misión informativa y de sustentación a sus planteamientos así como también los balances que figuran al término de los cuatro capítulos finales, sobrándole razones al prologuista de la obra el señor Raymundo González al señalar que “este libro podría parecer un resabio iconoclasta sin embargo puede resultar un basamento -una base- para efectuar otras lecturas e indagaciones más profundas”.
El autor sugiere que la redención de la figura de Duarte obedeció en buena parte a que el partido azul, que a principios de los años ochenta del siglo XIX estaba dominado por Ulises Heureaux, quería redefinir su liderazgo. Por un lado la imagen cesárea de Lilis era más cercana a la de Santana que a la de Duarte, apoyándose además con baecistas y viejos anexionistas. Otro sector del partido que se reconocía como liberal había sido desplazado y trataba de relanzar a Duarte como personaje político.
Para alcanzar esto último se imponía la realización de una activa campaña de rehabilitación para su entronización, tanto como ideólogo como padre de la patria. Se utilizó para ello el florido verbo del arzobispo Meriño cuando llegaron los restos mortales del patricio; la redacción y difusión de un documento por el abuelo de la patria José María Serra; una brillante exposición como la realizada por Emiliano Tejera en la colocación de una estatua de Duarte en el parque homónimo, y una enérgica justificación histórica como la aportada por José Gabriel García. La colaboración de Federico Henríquez y Carvajal fue también significativa.
Al mismo tiempo que se producía este operativo, los miembros de la llamada “ciudad letrada masculina de la capital” –entiéndase la Intelligentsia- se disponía reforzar un proyecto criollo de nación liberal que siempre había fracasado y pensaron que el único individuo que en el pasado del país podía ser aceptado sin provocar roces con el presente que se vivía y mucho menos con el pasado por no haber sido un anexionista, baecista o partidario de las luchas fatricidas era Juan Pablo Duarte.
La élite de la ciudad de Santo Domingo al querer reforzar el ala liberal del partido azul se consagró como dice el autor, a reparar escatológicamente el desagradecimiento de la patria hacia quien supuestamente era su verdadero padre a sabiendas de que Duarte tenía escasa reputación en la arena pública, y por su gran ausentismo no tenía aceptación en el imaginario popular de la nación al ser un desconocido para el pueblo.
Heureaux, presidente del país durante el relanzamiento duartista y consciente de lo que se estaba cocinando, decía si mal no recuerdo a los propulsores tanto de ese activismo como a los defensores de Sánchez algo así: “tranquilos señores que se me van a caer los santos de los altares” ya que los debates suscitados entonces ponían a veces en entredicho a los personajes titulares involucrados en las acciones que tuvieron como epílogo la independencia de la parte este de la isla.
Al finalizar la lectura de este escrupuloso y singular libro de la bibliografía nacional, me ha quedado la sensación de saber que como ocurre en todo endiosamiento el de Duarte fue resultado de quienes deseaban sacar provecho de su póstuma consagración para ellos beneficiarse en esos momentos, sin importarles que en el pasado la mayoría de ellos y sus ascendientes se inclinaran reverentes ante Santana, la corona española, Báez y los caudillos de la montonera.
Este endiosamiento es muy típico entre nosotros los dominicanos recordando en estos instantes algo que se decía de mi bisabuelo Genaro Pérez cuando se desempeñaba como ministro de justicia de Lilis. En atención a su probidad y rectitud quienes le conocían aconsejaban que si en la inauguración de un juzgado, una oficialía civil o una prisión llegara a faltar el agua bendita, había que llamarle para que orinara y así despachar este religioso trámite.
En vista de que uno siempre quiere más, en esta obra no encontré casi nada de la estancia de Duarte en San Carlos de río Negro y en Apure en el Amazonas venezolano. Conocía de que en estas soledades sobrevivía vendiendo pieles de cocodrilo, plumas de garzas blancas, ofreciendo clases de esgrima y con posteridad en Caracas vendiendo velas. Cuánto me gustaría saber lo que pensaba, hablaba, sentía, escribía o simplemente leía por espacio de más de 30 años el hombre que a juicio de sus alabarderos nacionales vivía obsesionado, desvelado y ocupado reflexionando sobre el porvenir de la república.
No abrigo la más mínima intención de participar en ningún debate sobre este tema -sólo leo lo que puedo- propio de historiadores y sicólogos pero no de agrónomos, aunque si debo resaltar que las confrontaciones y controversias que originará la circulación de esta obra entre los componentes de la ciudad letrada dominicana, resultarán sin dudas de gran utilidad para quienes aspiran a que la transparencia se posesione de una vez por siempre de nuestro pasado histórico.