Eramis Cruz
Conducir un vehículo de motor fue para mí una fantasía desde que era un chico,
obtuve mi licencia de conductor tan pronto alcancé la mayoría de edad y han
sido muchos los vehículos de mi propiedad. En eso pensaba mientras transitaba
la Avenida Grand Concourse. Salí en mi Ford Escape, el aire acondicionador estaba
como un congelador, el GPS se negó a conectarse pero yo sabía a dónde iba, eso
es una gran ventaja para cualquier persona. Conmigo iba mi amigo Junior, un
joven recién llegado a esta gran ciudad. Teníamos la misión de ir a varias
empresas en busca de empleo para él. Hicimos un recorrido por un par de
condados neoyorquinos, positivamente Junior tiene buenas perspectivas.
Mientras conducía, el vehículo se
estrellaba contra el tiempo de mis recuerdos, fue en ese entonces que por una
decisión fortuita, tomé mi ligera valija,
dieciocho dólares en el bolsillo y con una esperanza con piel de rinoceronte,
abordé un aparato de Dominicana de Aviación y crucé el Atlántico hace 37 años.
Hay muchos que después de un tiempo han estabilizado su mundo y el de
sus proles. Entonces es fácil olvidar que por estos predios aun llega gente en
busca de un sueño y que merece algún tipo de solidaridad o condescendencia. Las
cosas pequeñas adquieren una gran dimensión cuando en verdad se necesitan para
resolver otras mayores, un pasaje para el subterráneo, por ejemplo.
No es el país, ni la distancia que se recorre la que importa, sino la
circunstancia que te convences y te obligas a recalcular las coordenadas del
mundo a explorar por un empleo y la garantía de un futuro de mejor suerte. Es
de conocimiento general que la necesidad es el elemento motivador de toda
acción, y hasta reacción, especialmente la necesidad de carácter económico.
Volviendo a mis memorias, debo decir que más de una vez me quise
regresar a mi país, pero cuando soñaba que había regresado despertaba con la
impresión de que había tenido una pesadilla. En realidad era muy joven cuando arribé,
a sabiendas de que en poco días me convertiría en un indocumentado, una
diferencia con los ilegales pero muy leve. La diferencia era tan mínima que un
día llegaron a la factoría los agentes de migración, algunos corrieron
despavoridos y se escondieron en cualquier hueco o se arriesgaron por las
escaleras de incendio. Pero otros
estábamos muy cerca de la puerta frontal, a la vista de todos y terminamos acorralados
como las reses en corral.
Luego comentaron los trabajadores que el patrón nos había traicionado
para deshacerse de aquellos más conflictivos, especialmente los que queríamos
afiliarnos al sindicato. Logré salir de allí gracias a los buenos oficios de un
bogado que en realidad no lo era. Durante los tres días de detención y firmando
documentos sin saber lo que decían, aparecieron los amigos para unirse a mi
rescate debido a mi reputación de líder juvenil de una iglesia del Alto
Manhattan. Todavía era el tiempo cuando ser un indocumentado o un ilegal, era
un inconveniente pero no necesariamente un crimen. No existían las penalidades
ni apresamiento por largo tiempo como en los últimos años.
Hoy puedo resumir en pasos amplios el camino recorrido. Cambié mi
licencia de conducir por la de Nueva York, inicié un curso de inglés, volví al
país cuatro años más tarde después que tenía un apartamento rentado. Entonces
me había divorciado de un amor tormentoso y de otro amor de verano. Al volver
al matrimonio fui apremiado con mis dos hijas maravillosas que sumada a mi hijo
por excelencia, fueron los únicos descendientes. Ya había obtenido la
certificación de equivalente de la secundaria, luego ingresé a la universidad.
En el 1992 hice la ciudadanía de los Estados Unidos, y después de varios
empleos en la industria del vestido, ingresé a la universidad; venciendo los
desafíos logré un empleo en la Ciudad de Nueva York. Ahí trabajé para tres departamentos por veinte tres años hasta
mi retiro definitivo en el 2014. Tengo el beneplácito de haber publicado cinco
obras literarias.
Ahora debo volver a mi amigo Junior, que también dejó en la isla a su
mujer con la esperanza de que un día pueda seguir sus pasos. No todos seguimos
las mismas sendas, pero siempre estamos compelidos a luchar por cosas muy
similares o análogas. Junior es un recién llegado, pero tiene una ventaja
comparado con otros inmigrantes, él era indocumentado en su República
Dominicana porque nació en Estados Unidos y su madre fue deportada y se lo
llevó cuando el tenía siete años de edad.
Como a su madre no se le permitió volver a su apartamento a recoger sus
pertenencias y documentos, ni contó con un familiar que lo hiciera, el niño
estuvo desprovisto de identificación por más de veinte años. Se pudo inscribir
en la escuela solo hasta el octavo grado, luego era como que no existía en el
país. En uno de mis viajes familiares
conocimos a este joven por medio de su novia y nos contaron las serias
dificultades que él confrontaba. Se nos ocurrió escribir a la prensa y el caso llamó
la atención nacional e internacional, con más de diez mil comentarios el muro
de Facebook del Listín Diario. Después de algunas gestiones la embajada de
Estado Unido le llamó para entregarle un pasaporte a este dominico-americano.
Nótese que Junior no fue el único americano indocumentado en otro país, los
hay en todas partes del globo, pero ellos ni se consideran ni son considerados
indocumentados por razón de su costumbre de imponerse en la psiquis del resto
del mundo usando la razón o la fuerza.
Es evidente que en este caso hubo alguna negligencia familiar, pero todo
cuanto ocurre siempre tiene una razón que a veces se desliga de la solución más
atinada. A pesar de los vericuetos, este joven me recuerda mi entrada a esta
gran nación. Junior a pasar de ser hijo de dos países, ni en uno ni en el otro
había tenido la oportunidad de vivir con dignidad, ahora le toca tomar las
cosas en sus manos para reivindicar lo más pronto posible el tiempo perdido.
Tal vez no falten diez mil años para que se cumpla la utopía que refiere
el tiempo en que los ciudadanos de los países sientan que son hermanos y un
hermano siempre es bien venido, entonces la migración se hará por comodidad no
como un exilio forzado por necesidades tan perentorias para la sobrevivencia.