Eramis Cruz
Yo estaba en aquella etapa de la vida en la que el futuro
es tomado como un camino amplio y sin mayores complicaciones. Sin nada que
ofrecer me creía dueño de un porvenir que prometía todas las posibilidades, la
capacidad de hacer posibles los sueños, el poder de volar sobre la planicie,
rompiendo el viento con alas inventadas por la imaginación. Todo era posible
porque no quería más que la magia de un beso de los labios de una virgen, la
caricia de una piel torneado por la curva de una diosa, el aliento volcánico de
una mujer no tocada por nadie ni con el pétalo de una flor.
La casa de la novia de mi amigo estaba ubicada a corta
distancia del río. Me sentía inspirado en medio de la fiesta, en aquella
terraza decorada con flores y globos de colores. Los novios eran mis amigos Dante
y Helena. Ella traía una elegante falda de terciopelo y una blusa de seda tocada
por algunos brillantes. Dante lucía más alto de lo acostumbrado y a pesar de su
elegancia lo único que le importaba era el anillo de diamantes que traía
guardado en el bolsillo de su blazer.
Yo no podía faltar, especialmente porque mi amigo Faustino
me había comunicado que traería una invitada muy especial quien era como una
hermana para él. Ella era amiga también de Helena, pero que se había ausentado
y nadie sabía la razón, el asunto había sido como un secreto familiar.
Todo el día y lo que había transcurrido de esa noche
yo solo pensaba en la invitada de mi amigo Faustino, no sabía qué razón me
impulsaba pero la esperaba con inquietud como si en realidad hubiésemos tenido
algún tipo de contacto.
La vi llegar sin interés en llamar la atención de los
presentes, venía de pelo suelto, me quedé atado a su mirada, al destello de sus
ojos verdes. Al principio no sabía qué decir, ni me explicaba la magia de su
reír. Todo marchaba según lo previsto con buen ambiente y total franqueza
porque para muchos la única extraña era Penélope, especialmente para los más
jóvenes.
La fiesta terminó
repentinamente por un motivo imprevisto, un asunto confidencial que no fue de
dominio público para los comensales. Nadie
quería irse a casa. Antes de salir del hogar, desde la terraza improvisada
sobre la grama verde, noté algo raro en el ambiente, había un murmullo entre
los familiares de Dante y Helena. Luego Faustino me comunicó que no habría
compromiso por una determinación de la novia. Yo no hice preguntas, acepté que
había pasado lo peor entre nuestros amigos.
Aquella casa quedó vacía en un instante, paró la
música y apagaron las luces. Salimos de allí tristes, en silencio y
consternados y terminamos espontáneamente a la ribera del río porque no
queríamos arruinar la noche ni dejar a Dante solo. Lo llevaron a su auto y allí
le confortaban sus amigos pero él se notaba cada vez más sombrío hasta que logró
levantarse pretendiendo una recuperación que nadie creía.
Mi amigo Faustino
era quien conocía mejor a Penélope e interrumpió el momento para explicarme que
ella era de aquí, me dijo que su
apellido era del Carmen. Ella se adelantó y me tendió su mano que tomé
complacido de cumplir con el protocolo. Sentí la sutileza de la superficie de
su piel, mientras su pelo negro escondía parte de su cara, con un gesto
armónico acomodó su melena con el viento a su favor.
La noche fue corta para hablar de nuestras vidas
llenas de comunes episodios e impresionantes exploraciones campesinas o
barriales de pueblos y campiñas. Nos dimos cuenta que habíamos crecido sin una
oportunidad para conocernos, a pesar de haber compartido la misma iglesia y la
misma escuela antes de que sus padres la mandaran al monasterio gracias a las
intervenciones del párroco y las Hermanas Carmelitas. Faustino no había tenido
tiempo para explicarme que Penélope vino de vacaciones después de años de
ausencia y que regresaría el próximo sábado al noviciado. Saber que era una
novicia me dejo atolondrado, perdí la esperanza, pero la recupere de nuevo
cuando leí en sus ojos un arranque inconfundible de las tormentas del amor, a
pesar de mis limitadas experiencias de don Juan.
Esa noche con nuestros amigos improvisamos una hoguera
sobre las piedras menuzas de la ribera. Ella y yo mirábamos el reverbero del
fuego reflejándose en el agua mientras aprovechábamos las emocionadas
conversaciones de los demás para pasar por ignorada la nuestra.
Faustino continuaba muy preocupado por Dante, él sabía
que su amigo hacía un esfuerzo extraordinario para contener la calma y la cordura.
El que tanto quería a Helena no pudo imaginarse que esa noche ella terminaría
su relación con él al confesarle que no estaba segura de lo que sentía, pero
que ella no amaba a otro hombre, simplemente no podía confirmarse a sí misma
que estuviera lo suficientemente enamorada para comprometerse.
Con el pasar de la noche hicimos más ardiente la
fogata, a veces veía su luz reflejada en los ojos de Penélope. Sentimos la
necesidad de alejarnos del grupo por un instante, fue solo por un momento, pero
suficiente para permitir que la pasión que conteníamos se desbordara en un beso
tan ardiente como el fuego que iluminaba aquel entorno.
Regresamos al grupo y luego notamos que las luces de
la casa estaban encendidas de nuevo entonces vimos a Helena que desesperada venía
al encuentro de Dante. Él la recibió en sus brazos y la levantó como una
avecilla de blanco plumaje. Los novios se confundieron en un solo beso. Detrás
llegaron los familiares de ambos y todos formaron un círculo alrededor del
fuego. Todo el mundo aplaudía y gritaba de alegría. Esta algarabía llamó la
atención de los vecinos quienes vinieron sin formalidad desando buenos augurios
a los dos jóvenes. Entonces Dante sustrajo del bolcillo de su blazer el anillo
que puso en el dedo anular de Helena.
Para mi especialmente esta reconciliación fue motivo
de alegría interior por no considerar justo que el amor de mis anfitriones
muriera mientras el de Penélope y yo renacía en una oportuna noche a la ribera
del río con la luna dando vida al cielo y una fogata calurosa rosándonos la
piel.
Penélope renunció al noviciado a pesar de la protesta
de sus padres. Mantuvimos un amor incandescente que rayaba en la locura. Terminamos
siendo los padrinos de los hijos de Dante y Helena.
Un día de lluvia ininterrumpida, truenos y relámpagos
que iluminaban los rincones de las habitaciones recibí una llamada de Penélope.
No reconocí su voz que transmitía con una seguridad que yo nunca había
percibido en ella. Me pidió perdón sin preámbulo, y enseguida me dijo que lo
nuestro no podía continuar, que olvidara todo lo que entre nosotros había
sucedido, pero que definitivamente regresaba al monasterio.
Fue la última vez que
oí su voz hasta el día que la vi de nuevo llevando el habito de las Hermanas
Carmelitas, había venido al funeral de su madre. Me miró con sus ojos húmedos,
hasta creí que se quedaría de nuevo, pero no, al otro día muy temprano se
marchó. Me sentí verdaderamente perturbado, como quien se escapa de una
misteriosa madriguera.