Eramis Cruz
Era un día de mucha actividad en la oficina Central de la Autoridad de
la Vivienda de la Ciudad. Vinieron a decirme que había una mujer llorando en el lobby
y que indagara si había alguna manera de
ayudarla. Busqué lápiz y papel que acomodé sobre un clipboard. Al salir por la
puerta de la derecha con propósito de entrar por la del lado izquierdo a un
cuarto de conferencia, encontré un drama al que me he venido acostumbrando después
de 23 años trabajando para el servicio público de Nueva York.
Estaba advertido de que la mujer no hablaba inglés y que era persona de
la tercera edad. Por experiencia tengo preconcebido que en la mayoría de los
casos estas personas requieren de mucha paciencia y quieren contar su historia
desde el mismo momento en que te ven venir. Siempre empiezan diciéndote su edad
y un rosario de otras vulnerabilidades, hasta que uno les detiene para ir a un
ambiente de más privacidad.
Amparo Luna me siguió, empujando un carrito de compra con los que parecían
ser parte de sus pertenencias personales. Pensé que era una desamparada, pero
me interrumpió con voz trémula y con un torrente de lágrimas que vertían de sus
ojos tristes. Dijo que tenía ochenta y cuatro años de edad. Aseguró que es una
mujer muy fuerte y casi me convence cuanto vi su contextura física,
especialmente porque poco a poco fue tomando una actitud rebelde luego el aire
secó sus lágrimas, y una reserva moral le levantó el ánimo. Yo estaba dispuesto
a escucharla y ella decidida a decir más de lo necesario. Noté que Amparo
respetaba el orden cronológico de su narrativa sobre lo que ella consideraba las
inmerecidas tragedias de los últimos años de su vida.
Me dijo que tal vez su vida habría sido diferente si su marido no
hubiese muerto de un ataque al miocardio quince años atrás. Comentó en seguidas
que ella no era mujer ambiciosa porque precisamente cuando quedó viuda aún era una
mujer muy hermosa y que fue poco tiempo después que de ella se enamoró como
loco arrebatado un chino millonario. Tomó aire para decir que lo rechazó por
observar el falso pudor de la sociedad cuando una dama se queda viuda. Concluyó
argumentando que luego se informó que el chino se había casado con una mujer
muy pobre de un residencial público, y que la muerte le sorprendió en una
brevedad increíble, dejando su gran fortuna a la que hiciera esposa simplemente
por necesidad de compañía.
–yo pude ser la afortunada, ¡pero
cuanto lo lamenté! –dijo Amparo Luna con un gesto de desgano.
Luego se conformó diciendo que no hay mal que por bien no venga, porque
tal vez hubiese sido más trágico lidiar con dos muertes con un diagnóstico
similar. Hizo un acto retrospectivo y dejó escapar un recuerdo de su memoria. “Eres
tonta y perezosa” –dizque le dijo su amiga Felipa.
Con eso tuve bastante para pedirle a doña Luna que fuéramos el meollo
del asunto. Fue aquí donde ella volvió al principio de su cronología para
explicar cómo fue cuando se mudó el apartamento que ocupa por tantos años que
ni se acordaba cuantos eran, pero que su problemas comenzaron cuando conoció a
Felipa Ventura. La hizo su amiga tal vez motivada por su soledad, y ellas
fueron muy buenas y bien correspondidas en término de discreción y confidencialidad
de sus asuntos públicos y privados, los cuales eran bastantes limitados para
ella que era vieja pero no para Felipa que era joven y activa en el amor y la
aventura. Eso me dijo con la mirada perdida en la superficie blanca de las
paredes.
–“Nada dura para siempre y hasta la belleza cansa” –parafraseó la mujer.
–Luego que terminé mi amistad con
Felipa mi vida se convirtió en un infierno –dijo.
Me contó que Felipa no la deja tranquila y para hostigarla cada día
entra a su apartamento y roba sus pertenencias. Agregó que había cambiado el
cerrojo de la puerta doce veces y Felipa, sin violentar nada, siempre penetra a
la vivienda para inescrupulosamente servirse como cleptómana.
El asunto se tornó serio cuando Amparo me reconfirmó que se sentía muy
fuerte y que había estado evitando cometer un homicidio para acabar con Felipa
de una vez por todas. Dijo que no era justo el trato de la administración y de
la policía al pedirle que la mudaran para otro complejo público o que
arrestaran a su única enemiga.
–Al contrario, esa gente de la
administración me evitan y no quieren verme –murmuró apenas audible. Fue en esta parte que la mujer comenzó a
llorar de nuevo. Pude calmarla usando mis acostumbradas triquiñuelas que
siempre me funcionan para detener la desesperación y la frustrando de quienes
no están conscientes de su estado emocional ni de los desafueros de su mente.
Me excusé con mi visitante imprevista y volví a mi cubículo para llamar
a la oficina administrativa del residencial. Allí todos conocían la historia de
Amparo Luna, conocían sus alucinaciones, su soledad y su tristeza, pero sobre
todo su manera déspota con la que a veces reclamaba sus derechos sin tener en
cuenta las regulaciones. Resultó que todas mis sugerencias ya habían sido
puestas en práctica, inclusive que Amparo había rechazado la última oferta para
mudarla a otro lugar, supuestamente lejos del fantasma de quien fuera su amiga más
intima. La habían referido al Servicio de Familia, pero sin resultado concreto.
De regreso, Amparo me confirmó que hacía mucho tiempo que Felipa se
había mudado de la vecindad y que ese mismo tiempo hacía que no la veía, pero
que ella era una mujer endiablada que siempre encuentra cómo penetrar a su
apartamento.
Aceptó mi explicación de que no era justo iniciar un proceso contra
alguien a quien ella acusaba sin tener una sola evidencia. Dudó que eso fuera
razonable, por lo menos no para ella, pero expresión clave sobre el asunto fue
“lo que no era justo”. Aceptó mi advertencia de que debería tener paciencia y
mantener la ecuanimidad mientras se procesaba otra transferencia para modularla
a un lugar mejor.
Admitió las condiciones pero diciendo que lo único que lamentaba era que
Felipa volvería otra vez y dañaría sus mejores prendas de vestir conservadas
por tanto tiempo en sus armarios. Amparo salió por la puerta del lado derecho
hacia los elevadores, observé que su fuerza no era tal porque se tambaleaba
mientras arrastraba su carrito de compra con múltiples envolturas. Le dije que
me llamara después de mis vacaciones. Ni siquiera pregunto cuándo, puede ser
que lo haga o que lo olvide para siempre. Ella seguirá llorando sin nadie que
la consuele a causa del fantasma que hostiga el mundo tormentoso que determina
los arrebatos de su cabeza.
Nada más infausto que “llegar a viejo y sin casa”, dicho que se refiere
a algo más que el techo sobre la cabeza.