Eramis Cruz
No recuerdo con exactitud el color de sus ojos pero la mirada de Laura
se definía por un fulgor que se sentía en las invisibles ondulaciones del
espacio. Vista en la quietud momentánea y en la armonía de su conjunto corporal
femínea, parecía hecha para la poesía romántica o para la historia épica, pero
en realidad ella era la protagonista dramática de sus fantasías juveniles. Las
veces que regresó a nuestro lar nativo, no tuve la oportunidad de conocerla,
para ese entonces su mundo y el mío no tenían puntos coincidentes.
Cuenta mi hermana Joaquina, que compartió mucho con ella, que no bien
llegaba al país, la invitaba con otras amigas a ir a solas a la playa con todo garantizado
por su idiosincrasia de mujer tan indeleble como indomable. Su modo de ser,
alegre y dispuesta, hacía sobresaltar su nombre, aunque muchas veces cómo a uno
se llame no es lo más importante, sino cómo le recuerden. Laura era fuerte y
temperamental, pero solo se notaba en ella un reflejo de sinceridad y el
destello mágico de su sonrisa.
Ella era una niña saltarina, que a pesar de su inocencia revelaba su
sabiduría, cuando su madre emigró hacia la ciudad de los rascacielos buscando
un mundo de mejor suerte para su familia. La madre de Laura se llamaba Lusa. Era
una mujer con todos los rasgos negroides del caribeño que se casó con un hombre
blanco, a quien deslumbró desde el primer instante que la vio, convirtiéndola
en madre de una familia de prominencia hispánica. Entre los ocho miembros de la
familia Lusa era la única negra, sus hijos fueron blancos o de color canela a
causa de los fuertes genes de su marido. Ser blando en aquel entorno social era
visto desde una óptica positiva, según los prejuicios populares, “hay que
refinar la raza” –decía con naturalidad la gente.
Eran aquellos tiempos de efervescencia económica en la ciudad de Nueva
York especialmente en la industria del vestido centralizada en el llamado “The Garment
Center”. Aquí los llamados talleres del sudor estaban repletos de inmigrantes
felices de contar con un empleo y muchas veces con dos y hasta tres. Sin negar
que la explotación humana fuera verdadera y que trabajar por el jornal no era
cuestión de suerte ni del tal sueño americano, sino un acto propio de la
necesidad de ganarse la vida de la manera más noble frente a quienes pagaban el
salario más ínfimo posible en medio de la oferta y la demanda del mercado del
trabajo.
Recuerdo el día en que sentada a la máquina de coser, Lusa mostraba su
habilidad en el oficio mientras narraba algunos episodios de la historia de su llegada
a este país y cómo en poco tiempo adquirió un estatuto legal para traer desde
el otro lado del océano a seis hijos y a un marido desesperado. Nos contaba con
impresionantes narrativas la magnitud de los desafíos, como volvió a su país
para asistir a una cita con el Consulado Americano.
Quien le atendió fue una consulesa de ojos azules y pelo dorado, que
hablaba un español con acento notable pero muy claro. Al preguntarle cuántos
hijos tenía intención de llevar consigo, ella le dijo que eran seis. La
funcionaria se paró de su asiento y con efusión le dio un abrazo de
felicitación, diciéndole que los visaría a todos, incluyendo a su marido, por
la sinceridad que había visto en ella y la valentía para llevar a buen término
tal empresa –yo misma no podía creerlo –dijo Lusa bajando la voz mientras
detenía el pedal de la máquina de coser.
Sin darse cuenta Lusa me dio mi primera lección sobre el hostigamiento sexual
en el empleo cuando describió el contexto en que su jefe le ofreció ventajas a
cambio de un favor, ella apuntó a su parte con la mirada mientras se explicaba,
dijo que contuvo para no partirle la cara a aquel desgraciado oportunista. Agregó
que fue tan grande el escándalo que dejó a todos allí consternados mientras
ella salía por la puerta dejando atrás el salario de la semana.
En un abrir y cerrar de ojos sus hijos se hicieron hombres y mujeres,
los que se casaron vivían en un perímetro corto de la casa materna. Debo
aclarar que cuanto llegué a la Babel de Hierro Lusa y Feliú estaban retirados
de sus empleos y eran sus hijos los que vivían la plenitud de la vida. Todos daban
la impresión de que a ninguno le faltaba nada y trabajar hasta el viernes era
el preludio de un fin de semana para iniciar la diversión en la sala de sus
hogares. La música Disco estaba a la moda y la liberación sexual de los años 60
aún hacía sentir su influencia en el ambiente de la ciudad. Se jugaba dominó con
una apuesta por pura diversión, también apostaban lanzando dardos hacia un
blanco en la pared.
Una noche de primera semana, antes de la cena recibí una llamada de
Lusa. –Te tengo un empleo, abordas el tren a Downtown el próximo martes –me dijo
con una entonación maternal. El lunes era día feriado. Fue mi primer empleo y
el inicio de una amistad con esta familia tan numerosa como divertida, especialmente
con Laura que ya estaba casada y tenía su primer hijo que apodó el Chino.
Después tuvo su segundo hijo.
Como dejé entender al principio, Laura era mujer bella por dentro y por
fuera. Lo que más me fascinaba de ella era su modo de actuar como cuando todo está
preconcebido. Una noche me mostraron los álbumes de las vacaciones de Laura por
diferentes países de Europa, Rusia y otros países. Me impresionaron algunas de
sus fotos flotando en la piscina de agua diáfana mientras se bronceaba luciendo
unos atrevidos bikinis.
Al otro día después de una noche
de fiesta, y sufriendo la consecuencia de la champaña que ingerimos, me
salcochó dos huevos que sirvió en una taza con una cuchara, y media hora más
tarde, mientras el Chino miraba los dibujos animados, me dejó en compañía de su
marido con la recomendación de que fregáramos los platos y limpiáramos la casa mientras
ella iba en su Cadillac descapotado al hipódromo a jugar a la carrera de
caballos. Fue ese día cuando comencé a conocerla tal como era.
La vi tomar la llave del Cadillac convertible, vestía pantalones de mezclilla,
calzaba botas de cuero color pardo, llevaba un reloj suizo y unas cuantas pulseras de fantasía en el otro antebrazo,
con el pelo corto y una cadena delgada sobre el escote avanzó hacia la puerta
con pasos amplios. Su marido Jeremías no notó el vaivén de aquella diosa con
cuerpo de cintura de avispa, tampoco percibió su perfume en el aire disparado al
cerrar la puerta, él no se dio cuenta tal vez por su costumbre a la rutina o a
la cotidianidad. Además, los años traen consigo procesos que nos resultan inadvertidos
y concatenados como si fueran una formula química que nos cambia la piel y el aura
del alma.
Por complicaciones de la vida dejamos de vernos por un largo tiempo. Durante
dos décadas Laura multiplicó por cuatro su propio peso físico. En esos años que
dejé de verla cambió tanto que prácticamente no la hubiese reconocido sino
hubiese sido por las fotos que colocaron en un álbum improvisado. Estableció un
negocio de dispendio de comidas en el mismo hipódromo donde tantas veces hizo
apuestas entusiastas. Pero el camino degenerativo que tomó su vida la llevó a
un estado depresivo peligroso. Un vacío muy grande impidió su vuelo de águila.
Un día se quedó dormida para siempre. Nadie notó la botella de whisky
exactamente al lado de la cama, no encontraron indicios de pastillas en su
habitación ni una nota con su bella caligrafía. Le echaron de menos después del
excesivo tiempo de la siesta a medio día. Lusa la lloró con el cuerpo y con el
alma, tenía por seguro que a su edad serían sus hijos quienes la lloraría a
ella y no de esa manera invertida por los desatinos de los años. Jeremías, años
después, aún joven, la siguió a la otra vida víctima de una pulmonía.
Ellos fueron para mí familia y hogar cuando vine
a este país. Para Laura Jeremías había sido su complemento y a él le quedaba
claro que cuando la mujer quiere no engaña y se sentía seguro del amor de
aquella reina del imperio perplejo que le tocó convivir, tal vez por eso
apresuraron su felicidad durante el apremio de la juventud. En el día de su
aniversario siempre recuerdo a Laura desde cualquier espacio donde me encuentre
y me hace pensar de nuevo que uno virtualmente no se muere mientras haya
alguien que le recuerde, la muerte no es nada, sino el olvido.