Eramis Cruz
Ella era esa chica que dibujaba en las páginas de sus ilusiones la sutileza de sus sueños. Tenía piel canela y ojos verdes y al sonreír se le escapaban unas hondas angelicales que los chicos sentíamos como triada de luces invisible que nos invadía el espíritu. Su pelo negro bailaba con el viento de la tarde, mientras ella camina a lo largo de la callejuela del barrio. Ella siempre dijo que la gustaban los claveles, y siempre le traíamos uno aun fuera robado de algún lugar. Todos éramos sus enamorados, pero ninguno se le declaraba, para que fuera la novia de todos no podía ser la de nadie. Algún día tendré una novia como ella −me decía− mientras ella soñaba con cantantes de la televisión que nunca había visto en su vida.
Yo particularmente quería tener el cielo para hacerla reina de su trono, pero en cambio, ella era causa tormentosa de mis desvelos. Despierto con ella soñaba y dormido en ella pensaba. Me atolondraba la distancia abismal entre sus labios y los míos, aunque creía que al escuchar sus palabras percibía un toque de la magia de sus labios, del mismo modo sucedía con la mirada de sus ojos.
Cuando veníamos a la catequesis ella era la primera inventado los juegos en el patio lateral de la iglesia. Miren al cielo −decía, tambaleándose sobre la grama verde, mientras nubes blancas surcaban el espacio sideral.
Un día, luego de nuestras vacaciones escolares, ella desapareció por largo tiempo, nos dejó con sus recuerdos secuestrados, sin poder olvidar la nostalgia de las notas su canto. ¿Doña Gilda dónde está Roxana? −en vano le preguntábamos a su madre. Un día nos lo confesó su abuela Ambrosia con cuidado de no ser escuchada, y después de jurarle discreción eterna, retiró su lente de su cara y abrió sus ojos más de la normal y nos dijo: a la niña Roxana la casaron con la iglesia. Terminé convencido de que uno no se muere de espanto, nunca supimos la razón del tal castigo. Doña Gilda entonces se convirtió en la bruja de las peores pesadillas.
Varios años después regresó convertida en novicia, nunca vimos nada tan hermoso, pero su velo y su largo vestido, apagaron la razón de nuestras ilusiones juveniles. Luego de un largo tiempo, cuando ya no éramos tan inocentes, nos dijeron que una monja de ojos verdes, dirigía el colegio parroquial y que su nombre era Sol Roxana. De vez en cuando la veíamos rodeada de niños, y ella siempre nos regalaba una mirada reforzada por la magia de su sonrisa y la hermosura de sus labios.
Una tarde de sol radiante me encontré con ella, me llamó por mi nombre y me preguntó por mi madre. Noté algo diferente en ella, se había hecho dueña de una silueta de guitarra que sus hábitos no lograban ocultar. En un momento llegaron los muchachos y ella se vio muy feliz haciendo preguntas sobre el vecindario. Los niños que venían con ella se notaban desesperados por seguir el viaje hacia el parque infantil lo que apresuró la despedida, nos dio un beso a cada uno, mientras tomaba la cara en su delicada mano.
Fue la última vez que la vimos. Sor Roxana murió en un accidente automotriz tres meses después. Nosotros coincidimos ese día en la iglesia, sin que nadie nos lo indicara, miramos su cara iluminada por los lirios, con los ojos cerrados y en sus labios detenida una sonrisa que nos hizo creer que aún estaba viva. Después de tantos años aún recuerdo a esa niña que se hizo mujer en tan poco tiempo. La recuerdo cada vez que tomo en mi mano un clavel o mirando al cielo se me entrecruzan las nubes blancas.