Eramis Cruz
Aquella casa era la que más bonita sala tenía. Su dueña, ya entrada en
edad, no tenía niños que perturbaran los divanes y decorativos, por lo que todo
permanecía en su lugar delicadamente nítido. Hoy sería una casa sin ningún
atractivo, pero en aquellos tiempos era toda una residencia comparada con las
otras que no lograban empañarle su espacio. Pero no era su imponencia la que le
sumaba aquel aspecto señorial, sino su carismática dueña. La vecindad la
refería como la casa de Genara, porque así se llamaba su propietaria. Genara
también poseía otras dos viviendas en el lado opuesto de la calle.
Al contrario de las demás vecinos, Genara nunca dejaba abierta la puerta
frontal de su casa, de manera que las personas que venían a visitarla, fuera
espontáneamente o bien que ella las estuviera esperando, tenían que zanquear la
cuneta orillada por un espesor de asfalto tosco, y luego subir una calzada de
cemento pulido con un colorante muy usado para la época, cruzar el pequeño
zaguán sin más llamativo que los rayos del sol la mayor parte del día, y
finalmente tocar la puerta con sus propios dedos. Una perrita blanca, lanosa y zalamera
de nariz húmeda era lo primero que los pendencieros veían asomarse al abrir la
puerta. La puerta de la casa de Genara era como un párpado que cierra tan
pronto como abre.
Aquella mujer tenía para mí una apariencia de abuela, inclusive mucho
antes de que su figura se fijara en mi memoria de manera más permanente. Tal
vez por eso me resultaba extraño el rumor de que fuera la amante de un diputado
de la dictadura. Tenía un hijo llamado Enríquez que pocas veces estaba en el hogar y se desaparecía un día
cualquiera sin dejar rastro. A esa edad yo no entendía en realidad lo que era
una amante pero lo deducía por el modo susurrante de los vecinos referirse al
asunto.
No recuerdo que alguna vez uno de los vecino mencionara su nombre, solo se
referían a él como diputado. En realidad nunca vi aquel hombre, pero siempre me
lo imaginé alto, blanco y regordete. Lo cierto es que de esa manera creo que
eran casi todos los diputados, gente muy respetada en los tiempos de la
dictadura, no tanto por el poder que tenía sino por lo peligrosos que eran
aquellos hombres encumbrados en la cima del imperio.
Pero debo hacer notar que este diputado era un ser muy extraño, ya que
era como un fantasma, y nunca oímos de que se le relacionara con algo o con
alguien, al contrario, prácticamente existía porque Genara era su amante, según
los rumores de las malas lenguas. Sin embargo esto nadie podía contradecirlo,
ya que no había manera de explicarse las propiedades de aquella mujer, que
aparte de todo, rara vez salía del interior de su hogar, al menos que no fuera
para cruzar la calle en función de sus dos inmuebles, fuente significativa de
sus ingresos. En esa época cuando alguien era un desheredado, llamara la
atención como había hecho fortuna.
Genara daba aquella impresión de mujer feliz, siempre reía a todo el
vecindario, como quien no tenía nada de qué avergonzarse, con la seguridad de
que nadie se atrevería a lanzarle la primera piedra. No comentaba los asuntos
de su vida privada, pero tampoco parecía importarle los vericuetos de los
pendencieros. No era condescendiente con míseros ni limosneros, de manera que no
daba un céntimo, pero tampoco se lo quitaba a nadie por medio de sornas ni
engañifas. Ella misma se ocupaba del mantenimiento pulcro de su hogar y
preparaba suficiente alimento que compartía con unas sobrinas que a veces le visitaban.
Genara no les permitía a estas vivir con ella porque eran montaraz y parlanchinas,
además, tenían espíritu de trotamundos y no respetaban la armoniosa vida de
aquel entorno, al contrario las argucias parecían divertir a las adolecentes.
De las tantas veces que visité la iglesia en compañía de mi abuela, mucha
más que la que fui con mi madre, noté que allí venían con mantas sobre la
cabeza la mayoría de las vecinas y señoritas del barrio, pero nunca vi a Genara
asomarse por aquellos altares del señor. Yo no creía que ella tuviera tantos
pecados que el padre no pudiera escucharla, pero no era secreto que tenía uno
tan grande que posiblemente el cura no tendría penitencia para una pecadora tan
distinguida como nuestra discreta vecina.
Volviendo al interior de la vivienda de Genara, recuerdo que tuve la
oportunidad de disfrutar al máximo en la soledad de su sala. No recuerdo cómo
me gané la confianza de aquella mujer, pero ella estaba segura que de venir a
su casa, lo haría solo, ni siquiera con mis hermanos y mucho menos con los amigos
del barrio. Esto me hace pensar que si tengo alguna timidez me llegó en la
pubertad.
La mujer dejaba la puerta trasera de su casa abierta, posiblemente para
ventilarla y mantener la frescura y no como la gente creía que era para que
entraran y salieran los duendes.
A pesar de que vivíamos entonces
los últimos años de la dictadura, la ciudad era muy tranquila y armoniosa,
recuerdo cómo era la vida de organizada entonces. La miseria en mucha gente
pobre existía pero no era tan notable. Constan fenómenos por lo que esto se
explica, no existía la explosión demográfica que luego sucedió en el país.
También la económica estaba bajo el control del dictador y algunas otras
distinguidas familias de la época.
Mientras Genara dormía la siesta yo me divertía con lo que había en
aquella casa que no tenía en la mía, especialmente escuchar aquel radio en el
que se sintonizaban las pocas emisoras que habían. Fue de ahí que me nació la
inspiración, no por ser locutor, pero sí de hablar como ellos. Los locutores de
entonces eran gente de un gran léxico que no ofendían su idioma ni a sus radio escuchas
con las insolencias que se oyen en estos
tiempos de páginas sociales por medio del Internet.
Genara tenía una colección de revista “Hola” y aunque no pudiera
comprender los textos, en ellas miraba con entretenimiento quienes eran los
dueños del mundo de entonces, que son los mismos dueño del mundo de hoy, a
pesar de la libertad y la democracia que se pregona. Luego me fastidiaba y me retiraba de su casa, dejándola en
compañía de su perra blanca y lanosa, aún en medio de la modorra.
El diputado fantasmagórico nunca llegó a aquella casa ni de sorpresa, luego
quedé convencido de lo quijotesca de
aquella figura del pasado no confesado de una virgen que vivía por aquellos
lares pueblerinos. La curiosidad del vecindario tomó vida de nuevo el día que
Genera recibió un telegrama. Le oyeron
unos gemidos que detuvo con un nudo en su garganta, no podía ser una
coincidencia que exactamente ese día anunció la prensa que había muerto un
diputado retirado de su oficio de legislador.
Enríquez era un hijo tan discreto como su madre Genara pero además
excéntrico. Un día se fue para el extranjero y despareció del cosmos para
siempre. Nunca se supo noticia del joven. Fue a partir de entonces que la madre
no tuvo vida y terminó ganándose la condescendencia de los pendencieros de la
vecindad. Ella volvió a aquella iglesia de madera, pero evitaba mirar hacia los
lados, no hablaba con nadie en aquel perímetro. En sus sueños recurrentes lo
veía llegar cuando menos lo esperaba, como era habitual en él. Fue así como
esperó por su hijo, vestida de negro, hasta el día que se desvanecieron las
nubes que usaba para buscarlo a través de los océanos.