martes, 4 de junio de 2013

Abuelas centauras en la memoria de los niños

Eramis Cruz

Cuando caí en la cuenta solo quedaba la historia, la de un hombre que fue muy rico, decían, que tenía mucha tierra que heredó de sus padres, luego agregaban que todo lo había perdido, en diferentes tiempos y causas. Pero quien era rico era él, los demás estaban sujeto su voluntad. Fue de esta manera como la familia hizo del fracaso la razón de una ruina recurrente, moral más que económica.
Recuerdo con claridad cómo la gente solía discutir los asuntos familiares por muy íntimos que fueran delante de los niños, asumiendo que estos no sabían de qué se hablaba. Puedo darme el crédito de haber sido un muchacho muy discreto, que nunca dijo lo que podía complicar la vida de los demás. Por mi parte, entendía mucho más de lo que los demás podían suponer. Que el cura de la iglesia portaba una pistola para defenderse de su falta de fe. Que la señora de la casa, al otro lado de la calle, era una querida de un diputado de la dictadura trujillista.
También sabía que el tipo de la esquina era considerado un desgraciado que luego de llegar intoxicado a hora tarde de la noche le entraba a golpes despiadados a su mujer, a ella que durante todo el día había cuidado de la casa y de los niños, y se había visto compelida a mentir a los acreedores de su marido. La “violencia de género” no era un término usado entonces, pero su efecto psicológico era el mismo.
Algo que no se podía comentar donde los viejos lo oyeran, aunque todo el mundo lo sabía, era que el maestro que vivía en la soledad de la casa de alquiler de doña Virgen era un homosexual, algo no tolerado en aquellos años. El hombre venía en chancleta a disfrutar el frescor de la noche haciendo ademanes que los demás pretendían ignorar. Se trataba de estereotipo generalizado.
Lo que no se quiere que se sepa es mejor que  no se diga, pero está demostrado que la gente no puede ser discreta con lo que tiene carácter de curiosidad o contiene algo que interesa por razones humanas o sociales. La memoria larga es la que más perdura, y es ella la que nos permite establecer relaciones entre los elementos que determinan nuestro mundo personal. Por esta razón cambiamos con el tiempo la manera cómo nos tratamos con las personas. Los niños recuerdan mejor que nadie el comportamiento de los adultos.
No hace mucho tiempo que la gente solía ser muy cruel con los niños, estos sufrían en carne viva las consecuencias de los conflictos familiares y de los encuentros de intereses de los mayores. Esto era más impactante en el aspecto emocional porque a los niños se les obligaba a callar y no se protegía su integridad ni su inocencia. Las peores crueldades no eran los llamados castigos impuestos como disciplina o como amedrentamiento al mal comportamiento, sino que más que eso eran las huellas dejadas en el alma producto de la ignorancia de esos tiempos.
A estos se agregan las conjeturas políticas, los atropellos de la dictadura contra los elementos de la oposición, era un peligro decir algo sobre un implicado aún no se le conociera personalmente. Recuerdo que cuando nos reuníamos los muchachos del barrio, tomábamos receso entre los juegos y en más de una ocasión nos preguntamos quién era más grande o poderoso de Dios o Trujillo.
De lo que sí puedo dar fe es que a pesar de las limitaciones y la miseria que se vivía entonces en una gran parte de la población dominicana, una situación que no era única de nuestro país, ya que otros tantos de América Latina tenían la misma situación, el rose humano entre familiares establecía un lazo poderoso difícil de romper, no importa cuán fuera la fuerza del infortunio.
Especialmente las abuelas, con aquella manera tan piadosa y condescendiente de verlo todo. El trato con los mayores era de un gran respeto, no solo de los jóvenes hacia ellos, sino que los mayores también se hacían respetar por la manera amorosa de tratar a sus nietos, y de la misma manera a los demás niños de pueblos y comarcas.
Es verdad que la manera de divertirse de aquellos tiempos también era más humana, no había la distracción que hoy causan los teléfonos celulares, las tabletas electrónicas y las mismas computadoras, algo que se complementan con los videos juegos. ¿Quién no recuerda lo que era sentarse alrededor de una abuela y oír sus cuentos e historias de terror? Para ese tiempo en la familia teníamos unas cuantas viejas centauras, todas conocidas por apodos, por ejemplo la abuela Yoyo, Mambó que para nosotros era algo más distante, Maruca que era como la madre todo el mundo, afanosa e incansable y la vieja Julia que se robaba el show. Mambó era imponente y carecía de tolerancia, Maruca era rígida y energética y le gustaba jugar la lotería. Yoyo era la más elegante de todas, pelo largo y ojos que perdieron su verdor para hacerse grises, pero la vieja Julia era la santidad resumida en el rostro de una virgen que estuvo en la tierra hasta sus años seniles.
Cuando nosotros éramos unos niños todavía tiernos, se fijó en nuestra memoria la figura de la vieja Julia. Nuestra familia, por ser tan grande, tenía una conexión bastante retorcida con estos viejos, en realidad eran nuestros abuelos pero no necesariamente por lazos sanguíneos. Cuando conocimos a la vieja Julia hacía tiempo que era una vieja, que no vestía de ningún color que no fuera el blando, que nunca se bajaba un rosario del cuello, ni dejaba de lado unos escapularios que compraba en la vitrina de la iglesia o los vendían frente a la iglesia después de la misa los domingos en la mañana. Ella tenía un lote de hijos que para nosotros eran también mayores que la llamaban mamá Julia. No conocí a nadie de edad tan avanzada y gozando de excelente salud, creo que se murió se dejar de ser como era.
Cuando nuestra madre tenía que salir por una urgencia, la vieja Julia se prestaba a venir a nuestro cuidado. Para nosotros era una gran noticia que la abuela viniera a compartir un día y una noche con nosotros. La verdad que no puedo descifrar la razón por la que le teníamos tanto cariño a esta señora. Ella era algo encorvada por el peso de los años, pero su mente era diáfana y clara como el cristal, hablaba lento pero nunca rebuscaba palabras como los viejos de ahora, que son olvidadizos y con poca historia para contar aun sea por no tener a nadie que les escuche.
Nada era más patético para nosotros que la muerte. La muerte no era el acto de morir e irse de este mundo, la muerte era un personaje muy particular, tenía forma de mujer o de hombre, podía presentarse anunciando la muerte de alguien, un conocido o un familiar, o simplemente podía ser un bulto al lado del cajón de la letrina en el fondo del patio. El silencio de la muerte era el cómplice de su grima.
Pero la vieja Julia no solo era un personaje por sus cualidades tan particulares, sino que luego que ella se marchaba y los mayores hablaban de ella, decían que era la mejor con respecto a los muertos, que no solo los veía sino que hablaba con ellos.
Nuestra bisabuela, la vieja mita era la más vieja de todas las viejas de la familia, debí conocerla en su cama cuando yo tenía unos cinco años. Eran buenos tiempos aquellos, a pesar del tabaco que masticaban estos señoras su vida era larga y tal vez sufrían de dolor de muela por carecer de conocimiento sobre al arte de curar las caries.
El miedo a los muertos se nos curó con la llegada a los hogares y barriadas de la luz eléctrica, pero no así nuestros gratos recuerdos de los tiempos de esas abuelas centauras. Dicen que los tiempos que se van no vuelve, pero aquellos a veces nos parece que se quedaron para siempre por lo menos en la sutilidad de los recuerdos.

La reunión privada entre Kissinger y Pinochet en Chile

Fuente: https://elpais.com/chile/2023-05-26/la-reunion-privada-entre-kissinger-y-pinochet-en-chile-queremos-ayudarlo.html?outputType=amp La ...