Por ROBERTO FERNÁNDEZ RETAMAR
Los datos biográficos esenciales de José Martí son harto conocidos por todos nosotros como para repetirlos ahora, y mucho menos si deben constreñirse al breve espacio de una charla.(1) Pero entendemos que lo que se espera de esta charla no es esa tarea que se disputarán la ninfa Eco y un salero de Cellini. De lo que se trata, en cambio, es de ver a Martí en diálogo con su época, la que le tocó vivir, la que contribuyó a hacerlo y él contribuyó a hacer. Aunque tampoco podemos anunciar novedades en este orden, un hecho es digno de señalarse desde el primer momento: que Martí nos dé la impresión de haber sido, y que nos perdone el Maestro emplear otro idioma que el suyo: The right man at the right place at right moment, lo que acaso pudiera traducirse más o menos: "El hombre apropiado en el momento apropiado". En su vida vertiginosa no parecía haber instante que pudiera desperdiciarse: sea dicho esto, por supuesto, sin la menor concesión a una suerte de fatalismo mágico. Ya sabemos que nadie escoge nada de su nacimiento: ni el hecho mismo de ocurrir ni progenitores ni lugar ni tiempo. Pero una vez que tales cosas (y otras) nos han sido dadas, no somos meros juguetes de ellas, aunque ellas nos impongan coyunturas insoslayables. De manera espléndida expresó este hecho Marx al decir: "Los hombres hacen su historia, pero no la hacen a su propio arbitrio, bajo circunstancias elegidas por ellos mismos, sino bajo aquellas circunstancias con que se encuentran directamente, que existen y les han sido legadas por el pasado". Eludiendo el escandaloso plagio hecho por Ortega y Gasset de estas líneas, intentemos ver a Martí y sus circunstancias inmediatas y mediatas.
Es bien sabido que Martí nació en el seno de una familia humilde en 1853 y en Cuba, una de las últimas colonias españolas en América, situada en las Antillas: o, como ahora se prefiere decir, en el Caribe. Estos datos, por sí solos, nos dicen cosas sobre Martí. Cinco años antes de su nacimiento, la Revolución de 1848 había conmovido a varios países europeos. En los más desarrollados de tales países, la burguesía y el proletariado iban a dar entonces, juntos por últimas vez, batallas comunes. De la traición de la burguesía a esa comunidad surgiría con mayor firmeza la validez del Manifiesto del Partido Comunista publicado en 1848 y redactado el año anterior por los jóvenes Carlos Marx y Federico Engels. (Ello conduciría en 1864, a la Primera Asociación Internacional de Trabajadores). En los menos desarrollados de aquellos países, la Revolución del 48 adquiriría visos de guerra de liberación nacional, y engendraría héroes en parte parecidos a los que en el primer cuarto de siglo habían peleado guerras relativamente similares en la América de Martí, y en parte similares al propio Martí. Por otra parte, dos años antes de nacer éste, era ajusticiado en La Habana el mercenario venezolano Narciso López, con lo que recibió un golpe el movimiento anexionista. Y en el propio año 1853 morían desterrados dos cubanos ilustres, el reformista Domingo del Monte y el primer gran pensador independentista de Cuba: Félix Varela.
La condición antillana o caribeña de Martí, como se ha dicho más de una vez, le es esencial. La fulgurante experiencia de Haití, cuya guerra de independencia inaugura la del resto de la América Latina, paralizó a los hacendados criollos de las Antillas, quienes, temerosos de ver repetirse con sus comarcas los sucesos haitianos, decidieron aceptar, antes que "la estrella que ilumina y mata", "el yugo" español durante muchas más décadas que sus pariguales del continente. Esto abriría posibilidades entonces insospechadas a clases populares, como aquella en que Martí naciera, y otras aún más oprimidas, que si bien tuvieron un papel destacado en las guerras independentistas suramericanas, fueron totalmente desplazadas del poder en los sucesivos y turbulentos gobiernos que siguieron a la separación de España en pueblos sin la osamenta estructural que les hubiera hecho posible un crecimiento semejante al de las trece colonias.
Primera formación de Martí
Volvamos por un momento al año del nacimiento de Martí. En el tomo seis de la voluminosa Historia general de las civilizaciones publicada bajo la dirección de Maurice Crouzet (Barcelona, 1960, p. 115) se lee lo siguiente: "Los años de 1853-1871 son singularmente agitados. Un soplo guerrero pasa por Occidente". Estos son los años de la primera formación de Martí. A continuación, el libro aduce algunos ejemplos de ese "soplo guerrero": la guerra de Crimea de 1853-56 (en la que, por cierto, participó como oficial Tolstoi, lo que le daría materia prima para su extraordinaria novela La guerra y la paz); las guerras de Italia de 1859, la guerra de los Ducados de Slewis y Holstein en 1864, las guerras austroprusianas y austroitalianas en 1866, que "transforman el mapa de la Europa central".
A esos enfrentamientos bélicos europeos se suman algunos de importancia en el hemisferio occidental. Así, entre 1855 y 1860, cuando fue ajusticiado en Honduras, el filibustero yanqui William Walker trató de repetir la aventura tejana en Centroamérica con la finalidad de anexarla al conjunto de estados esclavistas del país nacido de las trece colonias. (¡Qué resonancia adquiere en estos días ese torvo proyecto de lo que Martí llamó en 1891 "el águila de López y de Walker"!).
El propio país del águila no se encontraba aún, al concluir la sexta década del siglo XIX, suficientemente consolidado. Por una parte, se hallaban los estados del norte, industrializados, portadores de un capitalismo que requería crecer a toda costa. En los estados del sur, en cambio, una sociedad (...), con rezagos feudales, la hacía más afín a muchas de nuestras patrias que al norte de su propio país. El conflicto parecía inevitable, y, en efecto, estalló y dio lugar entre los años 1861 y 1865 a la Guerra de Secesión: una guerra históricamente positiva, porque hizo triunfar a un sistema más avanzado sobre otro más atrasado; y, a la vez, la única guerra grande que ha tenido lugar en el territorio de lo que hoy son los Estados Unidos, los cuales, como se sabe, han salido no solo incólumes sino fuertemente enriquecidos de las dos llamadas Guerras Mundiales de este siglo (siglo XX, n. de la R.). No es extraño que en los Estados Unidos, al hablarse, refiriéndose al pasado, de "la guerra", se está pensando en aquella, de la que nos separan más de ciento veinte años, pero en la cual perdieron la vida un millón 320 mil habitantes. Ni es extraño escuchar hoy a gente del sur de los Estados Unidos hablar con inapagado rencor de aquella contienda bélica como de una imposición del norte. Así fue, sin duda, aunque debamos repetir que el balance histórico resultó positivo, y no porque se hubiera propuesto y logrado la emancipación de los esclavos, como durante tanto tiempo se dijo que aún hay candorosos o maliciosos que lo mantienen, sino porque permitió la plena expansión del capitalismo, con la nueva esclavitud del proletariado, particularmente cruel con el negro; un capitalismo cuyas virtudes pronto iban a revelarse junto con sus defectos, y a pesar ominosamente sobre nuestra América. Sin embargo, es más que comprensible que el niño Martí viera con simpatía a aquel a quien años después llamó "el leñador de ojos piadosos": el astuto y larguirucho Abraham Lincoln, a quien también vieron con simpatía hombres tan inequívocamente revolucionarios como Marx y Engels.
La Guerra de Secesión terminó de consolidar en el continente un voraz proceso de crecimiento que había llevado a las ex colonias del litoral Atlántico hasta el Pacífico, y de las fronteras con Canadá hasta el golfo de México, en un proceso que incluyó una de las guerras más inicuas libradas en este hemisferio: la que entre 1846 y 1848 arrebató a México más de la mitad de su territorio.
Por otra parte, el propio México iba a conocer contemporáneamente la agresión de tres países europeos, España, Inglaterra y Francia, agresión que al cabo quedó limitada a esta última, entonces bajo la égida del "pequeño Napoleón", hecho poder en la resaca reaccionaria que siguió al fracaso de la revolución del 48, en circunstancias que Marx estudió magistralmente en su opúsculo El 18 Brumario de Luis Bonaparte. La agresión a México tenía como finalidad imponer al emperador Maximiliano de Austria, el cual giraba en la órbita del Segundo Imperio francés. Entre 1862 y 1867, esta pretensión costó a México una cruenta guerra en la que, de un lado, junto a los invasores, se alinearon las fuerzas más reaccionarias del país, mientras en defensa de este se juntaba el pueblo encabezado por los elementos de una naciente burguesía nacional en ascenso revolucionario que contó con la jefatura insigne de Benito Juárez con justicia llamado Benemérito de las Américas. El triunfo de las fuerzas revolucionarias, la ejecución de Maximiliano y al afirmación de aquella clase constituyen capítulos decisivos en la historia de nuestra América y ejercerían inmensa influencia (como en orden bien distinto los hechos estadounidenses) en la vida y el pensamiento de José Martí.
En Europa, entre 1870 y 1871 acaban de formarse las naciones italianas y alemana: al logro de la primera contribuirá una de las figuras más amadas por Martí: Garibaldi. En 1871, sobre la derrota francesa ante la potencia germánica lidereada por el canciller de hierro Bismarck, surge en París la relampagueante Comuna, el primer gobierno proletario del mundo, lamentablemente vencido en nos cuantos meses.
Mientras tanto, un notable acontecimiento tenía lugar en tierra cubana. El grupo más radical y consecuente de los hacendados cubanos de la parte oriental de la Isla lleva a cabo la hazaña fundadora de la nación: lidereado por el abogado Carlos Manuel de Céspedes, hace estallar la guerra independentista contra España en La Demajagua, el 10 de octubre de 1868. En la misma ocasión, Céspedes da la libertad a sus esclavos. Ha cortado así los dos grandes lazos que impedían el pleno desarrollado del país: la sumisión política a España y la esclavitud. Creo que todos estaremos de acuerdo en que este hecho fue la experiencia forjadora esencial de José Martí. Aunque con solo quince años al estallar la contienda, Martí es, y no debe olvidarse nunca, un hombre del 68, aunque no solo eso. Aquel adolescente precoz escribiría en favor de esa causa, y por ella sufriría presidio político y destierro. Su devisa, estampada en un texto periodístico juvenil: "O Yara o Madrid", no lo abandonaría ya nunca. "Yara" (donde tuvo lugar la primera acción bélica de los insurrectos) era para él la herencia nacionalista que ya había engendrado movimientos rebeldes rápidamente aplastados, y también figuras extraordinarias, como el Padre Varela, el poeta Heredia, el filósofo José de la Luz y Caballero, y su propio maestro, el poeta Rafael María de Mendive, a través del cual recibió mucho de esta herencia. En esa estela se habían formado hombres del calibre de Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte, que encontrarían en Martí un seguidor y un panegirista excepcional.
Experiencia española
Desterrado por patriota, Martí parte hacia España a principios de 1871. Demos por conocidos los estudios que allí realizó y las polémicas en favor de Cuba en que tomó parte, para insistir en lo que consideramos las cuestiones fundamentales de su primera larga estadía española, que se extenderá hasta finales de 1874. Por una parte, Martí conoce desde su interior el carácter carcomido y arcaico del régimen imperante en España, y en consecuencia de la metrópoli de su patria. En segundo lugar, su insaciable condición de asimilador lo lleva a incorporarse cuanto de vivo le ofrece lo mejor de la gran herencia cultural española, de su literatura a su arte, de sus moralistas a sus místicos. No menos importancia que lo anterior (y en ciertos puntos, más) tendrá el hecho de que en España Martí va a asistir al azaroso alumbramiento de la primera República española, cuando en 1873 Amadeo de Saboya, a quien Engels llamó el primer rey huelguista de la historia, abandona la corona española y precipita el advenimiento de una República a la que le faltaban maduración, lucha, pueblo. Si en 1871, recién llegado a la Península, Martí había denunciado en un desgarrador panfleto los males de El presidio político en Cuba, apenas ha alboreado la República cuando ya le enrostra otro texto capital; La República Española ante la Revolución Cubana. En él Martí insta al nuevo régimen a ser consecuente con sus presuntos ideales, y a otorgar a Cuba los beneficios que pretende para sí. Tal cosa no ocurrirá, y Martí podrá conocer las manquedades de un liberalismo que ve en sus estrecheces y ruindades. El liberalismo, sin embargo, era por obligación la ideología de los revolucionarios cubanos de entonces: lo que plantea al joven Martí un dilema cuya solución tardará años en resolver, aunque ya desde ahora se encuentra situado en lo que podría llamarse la extrema izquierda de esta postura. Esta realidad se radicalizará aún más cuando, derrocada la destartalada República por un golpe de Estado, Martí ve al pueblo de Zaragoza, donde habitaba a la sazón, defender en las barricadas un régimen que, aunque insuficiente, le ofrecía algunas esperanzas. Como en otras ocasiones, en uno de los poemas de sus Versos sencillos evocará esta experiencia (nos referimos, claro, a aquel que comienza: Para Aragón en España...).
En la América nuestra
Trasladado a México, donde llega en febrero de 1875 y donde permanecerá hasta finales de 1876, Martí entra, deslumbrado, en su América. En aquel país vivirá los últimos alientos de la etapa jurista, es decir, las consecuencias de la Reforma con que se había manifestado, de la manera mas radical posible para su circunstancia, la burguesía revolucionaria en ascenso del país hermano. Es otro el liberalismo que Martí ve allí. Y es muy otra la historia que asume de inmediato como suya. Este país ha perdido más de la mitad de su territorio a manos de los Estados Unidos; este país ha sufrido el intento de recolonización por Europa y ha vencido, decapitando a un monarca de aquel continente; este país ha mancornado la Iglesia católica, privándola de sus privilegios; este país, con un rico pasado aborigen, ha tenido a su frente a un indio puro, y muchos otros, o mestizos de español e indio, ocupan sitio prominente en la República; en este país ve surgir con simpatía las luchas obreras. Este país, que no es Europa ni los Estados Unidos, será para él el pórtico de lo que pronto habrá de llamar Nuestra América. Tienen razón los mexicanos cuando consideran a Martí uno de los suyos. En lo adelante, sin dejar de servir apasionada y minuciosamente a la patria chica que lo vio nacer, la patria verdadera de Martí, en camino hacia la Humanidad toda, será la que se extiende del río Bravo a la Patagonia, e incluye las que llamará "islas dolorosas del mar".
La causa por la que lucha se ha vuelto tan inmensa como las montañas, selvas y pampas del continente que lo llena de orgullo, alegría, preocupación y esperanza. Poeta, periodista, traductor, crítico, dramaturgo, animador cultural, luchador siempre, en México aparece ya el hombre de cuerpo entero que sus quince años anunciaban con tanta certidumbre. Pero en México también se topará Martí con uno de los males más arraigados de la política latinoamericana después de la separación de la metrópoli: el caudillismo, el cual, en este caso, verá encarnado en Porfirio Díaz. El triunfo militar de este último, a fines de 1876, sobre el gobierno legalmente constituido, abrirá además el camino a un sector de la burguesía mexicana plegado a los intereses norteamericanos y amparado en una versión del positivismo considerado por los llamados "científicos" como bandera del progreso: Martí rechaza esta versión con la misma energía con que rechaza el golpe de Estado de Díaz, abandonando el país.
Su próxima estancia latinoamericana, que ocurre en Guatemala, se beneficia de lo mejor de la mexicana, y en varios aspectos no difiere mucho de ella. También en la Guatemala de 1877 una burguesía nacional defiende sus propios intereses, y gobierna en un sentido de porvenir. Incluso su presidente, Justo Rufino Barrios, se ha atrevido, poco tiempo antes de la llegada del autor de Abdala, a reconocer la República cubana en armas, lo que tiene que haber influido muy favorablemente en la opinión que le mereciera a Martí. Tres aspectos al menos es inevitable señalar en la experiencia guatemalteca de Martí. Por una parte, abre hacia el horizonte continental mucho de lo aprendido en México. Basta recordar, y ya lo ha sido hecho otras veces, que es en Guatemala donde empieza a hacerse frecuente en Martí el uso de expresiones como "nuestra América" o "Madre América", que no solo no iban a desaparecer de su mundo de ideas sino que incluso adquirirían nuevas resonancias. En segundo lugar, durante el inicio de su estancia, y sin duda influido a la vez por lo que vio tanto en México como en Guatemala, Martí nos ofrece en su cuaderno Guatemala, que vio la luz en 1878, lo que podría llamarse una visión arquetípica de la república liberal latinoamericana.
Ello nos da idea de lo que pensaba entonces Martí sobre un extremo de tal importancia: pero no es en forma alguna su última palabra sobre tal extremo. Habrá que esperar a nuevas vivencias: como la Protesta de Baraguá y lo que ella revela, la reincorporación cada vez más directa de Martí a la brega política, y su larga, aleccionadora y dolorosa experiencia norteamericana, para ver a Martí sobrepasar aquella visión, si bien nunca llegará a ofrecernos otro modelo, trasliberal, presentado en una síntesis equivalente. La tercera experiencia de Martí en Guatemala tiene que ver con algo a lo que tampoco es ajena la experiencia mexicana, pero esta vez en su costado negativo: el de Porfirio Díaz. A Martí se le hacen inaceptables los modos bruscos, por decir lo menos del presidente Justo Rufino Barrios, y decide abandonar el país en 1878. Los estudiosos de Guatemala con criterio progresista suelen juzgar la política de Barrios de manera positiva (...). No parecen ser los propósitos de ese gobierno lo que Martí impugna, sino, como hemos dicho, el estilo excesivamente riguroso del gobernante.
En Venezuela, donde vive la primera mitad del año 1881, tendrá nueva ocasión para conocer el perfil despótico de este tipo de gobernante, esta vez encarnado en Antonio Guzmán Blanco. Sin embargo, Venezuela es la patria del Libertador Simón Bolívar, casi seguramente el hombre que más admiró Martí; Venezuela ha sido una de las principales cunas de la independencia de su América, y esto habrá de permearlo profundamente.
Por otra parte, si en Guatemala Martí hace un primer balance histórico de su América, ahora en Venezuela, cada vez más nutrido de conocimientos y vivencias (había conocido, además de las tierras y cultura mencionadas, otras como las de los Estados Unidos y Francia) es capaz de hacer un balance cultural, además de alcanzar su primera gran maduración literaria. Allí en la Revista Venezolana que dirige, y de la que solo llega a publicar dos números, aparecen las páginas iniciales de lo que ha de ser la nueva literatura de nuestra América: esta literatura que en años recientes ha encontrado reconocimiento internacional y cuyas raíces se remontan a José Martí.
Las breves estancias de Martí en Cuba, entre 1878 y 1879, y poco más tarde, durante este último año, en España, a donde es nuevamente desterrado, tienen importancia sobre todo porque revelan en Martí el renacimiento de su fundamental carácter de conspirador y combatiente. De tal modo, que cuando llegue a los Estados Unidos (donde ya había estado unos cuantos días en 1875 de paso para México), pronto lo vemos vinculado al Comité Revolucionario de Nueva York que había desencadenado la llamada Guerra Chiquita. Incluso llegará a ser presidente interino de este Comité, cuando Calixto García parta a la manigua. En Cuba, donde, como Martí dijo muchas veces, se encontraba siempre, donde quiera que estuviese, habían ocurrido acontecimientos de enorme trascendencia que seguramente pesaron profundamente en la evolución ideológica de Martí. Baste recordar que en el transcurso de la década de 1868 a 1878, durante la cual el pueblo cubano combatió contra España por primera vez de modo masivo, se produjo un desplazamiento capital en la jefatura cubana de la guerra. Si esta conoció desde el principio la hostilidad de los hacendados del oeste de la Isla, cuya riqueza medraba a la sombra del poder español y de la esclavitud, sin embargo había sido iniciada por hacendados o representantes de ellos, de la parte oriental de la Isla, que encarnaban lo más revolucionario de sus circunstancias. Pero esas circunstancias fueron variando y trayendo a planos visibles a figuras de extracción social más popular. El símbolo de este hecho vino a serlo el extraordinario general Antonio Maceo, campesino medio y mulato que asume la voz de la nación al protestar en los Mangos de Baraguá contra la Paz del Zanjón. Para entonces, los hacendados, sea cual fuere su signo, habían perdido la capacidad de estar en la vanguardia de su pueblo. Nuevas clases venían a ocupar tal lugar. Esas clases encontrarían sus voceros en hombres como el general Maceo y José Martí. En el caso de este último, tal hecho se pone de manifiesto cuando al pronunciar su memorable Lectura en el Steck Hall, en enero de 1880, diga cosas como esta: "Ignoran los déspotas que el pueblo, la masa desposeída, es el verdadero jefe de las revoluciones".
Vivencias norteamericanas
Como todos sabemos, aunque todavía quedan muchas cosas por estudiar sobre este punto, los años vividos por Martí en los Estados Unidos entre 1880 y 1895 (con la breve estancia venezolana de 1881 y las que a partir de la preparación de la nueva etapa de la guerra provocaron los viajes que se vio obligado a hacer por la región caribeña); esos años norteamericanos de Martí fueron sencillamente decisivos para llevarlo al grado de madurez que llegó a alcanzar. Es cierto que Martí no fue nunca un liberal clásico, y que, en todo caso, ocupó el ala más radical de esta postura, como se lee en su opúsculo La República Española ante la Revolución cubana, según ya hemos recordado. Quizás cuando más cerca se halló de identificarse con el liberalismo fue durante su estancia mexicana (y aún así, se trataba de lo que Reyes Heroles ha llamado, a propósito de otro autor "liberalismo social"), o al escribir su folleto sobre Guatemala. Pero ya en los pocos años que median entre la Paz del Zanjón y su Lectura en el Steck Hall, es patente que Martí está creciendo hacia nuevas formas de abordar la política.
Esas formas se pondrían a prueba dramáticamente durante sus cerca de tres lustros vividos en los Estados Unidos. Que Martí tenía reparos a propósito de este país, lo sabemos desde sus apuntes escritos durante su primera deportación en España, y especialmente gracias al descubrimiento, hecho por el equipo que trabaja en la edición crítica de sus Obras Completas (...) de dos artículos en que alerta sobre el peligro que volvía a representar para México la voracidad yanqui. Pero no es menos cierto que Martí vio a su llegada a los Estados Unidos aspectos positivos allí. No podía ser de otra manera: se encontraba en el que era entonces el país más progresista del planeta. Por ello no le escatimó elogios a esos aspectos, sobrevivientes de un pasado democrático, y admiró a no pocos de sus grandes hombres y mujeres. Pero el conocimiento cada vez más íntimo de la nación le fue mostrando lo que en 1894 llamó "la verdad sobre los Estados Unidos": los males del sistema que imperaba en aquella tierra, y que él había atribuido a Europa y esperaba no ver repetirse en ese supuesto país de la libertad. Es significativo, sin embargo, que en 1884, al referirse a los Estados Unidos, los llame ya "la América europea".
Hoy sabemos que Martí fue viendo surgir, en la década del 80, los rasgos de lo que después se conocería como imperialismo. El propio término imperialista aparece en él tan temprano como en 1883. Por supuesto, el vocablo no tenía todavía la connotación precisa que iba a adquirir en el siglo XX, porque esa realidad no existía aún en plenitud. Ni siquiera esa connotación precisa es la que tiene cuando aparezca por última vez en él el término en su carta inconclusa a Mercado de 18 de mayo de 1895. De lo que no cabe duda es que de que Martí no a posteriori, sino a medida que iban surgiendo, fue detectando, con pupila pasmosamente zahorí, esos rasgos que después reuniría en un haz Lenin en su obra clásica aparecida veintidós años después de muerto Martí. Autores como José Cantón Navarro y Ángel Augier han estudiado con suficiente claridad esta mirada preleninista de Martí.
Esa década del 80, en que iba consolidándose el imperialismo norteamericano, fue de inmensa importancia para el mundo todo. Precisamente como parte de esa entrada del capitalismo en su última etapa, el imperialismo se hizo necesario a las potencias desarrolladas abalanzarse cada vez más sobre el resto del mundo. Si la llegada de los europeos a América, así como el bárbaro traslado de africanos en calidad de esclavos, entre otras cosas, habían formado parte esencial de aquellas idílicas condiciones, de que hablara con sarcasmo Marx, necesarias para que se desarrollara en la Europa occidental el capitalismo, que surgió chorreando sangre y lodo por todas partes, ahora el advenimiento del imperialismo implicaba una nueva entrada de la civilización (occidental), en plan predatorio, sobre países materialmente más débiles. Considerados por sus invasores la barbarie. Así, Francia (que ya antes había puesto su garra sobre Argelia, participando con Inglaterra en las guerras contra China y organizado una expedición a Siria, además de la mencionada a México), se apoderó en 1881 de Túnez. En 1882, la lucha francoinglesa por Egipto concluyó con la victoria de Inglaterra, dueña a la sazón de numerosos territorios como Irlanda y la India. En 1884 Alemania conquistó Togo, Camerún, Sudeste Africano y Tanganica. En 1885 Francia se apoderó de Anam y Tonkín, e Inglaterra de Birmania: todo ello sin mencionar los territorios que de antiguo poseían muchos de estos países en el Caribe y otras regiones.
Las conquistas proseguirían hasta llevar al intento de los dinosaurios históricos de repartirse de nuevo el mundo repartido, lo que inevitablemente hubo de conducir a la Primera Guerra Mundial, y a la grieta por la que se hundirá el capitalismo. Pero hagamos un alto aquí para evocar una de las reuniones más repugnantes de las llamadas grandes potencias. Me refiero, a la conferencia celebrada en Berlín entre el 15 de noviembre de 1884 y el 26 de noviembre de 1885. La civilizadora finalidad de esa conferencia, en la que participaron quince países capitalistas, era repartirse África, como los buitres se reparten un inmenso animal herido. Ante acontecimientos de esta naturaleza, no puede uno menos que recordar el notable libro del guyanés Walter Rodney Cómo Europa subdesarrolló a África.
Frente al colonialismo y el racismo
Es evidente que Martí fue particularmente sensible a la cuestión del colonialismo. Él mismo era hijo de una colonia, obligado a vivir en el destierro por oponerse a esa condición. Por eso adquirieron una intensidad tal las líneas suyas que dedicó a defender a Túnez, Egipto, Irlanda, la India, Viet Nam y muchas tierras expoliadas más, además, por supuesto, de las que les eran más cercanas. ¿Podría no tener presente Martí las guerras de rapiña de las metrópolis, y hechos como la conferencia de Berlín, cuando los Estados Unidos convocan a las naciones latinoamericanas a la primera conferencia panamericana en Washington: esa conferencia de Berlín del hemisferio occidental, con un solo buitre...que se decía águila? Realizada entre 1889 y 1890, su meta ostensible era uncir aquellas naciones (las nuestras) al carro norteamericano. Las crónicas que Martí escribió en esa ocasión, así como su discurso Madre América y sus cartas sobre el tema a Gonzalo de Quesada y Aróstegui, denuncian y rechazan con claridad y energía el proyecto norteamericano. A dichos textos hay que agregar otros, especialmente el ensayo capital Nuestra América y el que dedicó a la conferencia monetaria celebrada también en Washington, esta vez en 1891, como una secuela de la anterior y en la cual Martí participó como delegado del Uruguay, cuyo consulado en Nueva York ostentaba. Bien conocidos son estos materiales para que sea menester insistir sobre ellos. Recordemos tan solo que quien era ya proclamado como el mayor escritor de nuestra América, va a ser ahora su más profundo veedor político: y nos atrevemos a decir que la cabeza más lúcida con que contaba entonces lo que más tarde se llamaría, con mayor o menor fortuna, el Tercer Mundo. La finalidad ostensible de este Tercer Mundo o submundo era obtener o, en muchos casos, reobtener en plena independencia. En países en los que se disponía ya de tal independencia, las luchas libertadoras, por obligación, eran otras. Así, el año en que Martí inicia su combate contra la primera conferencia panamericana en Washington, 1889, la vanguardia de la clase obrera, numerosa ya en los países capitalistas desarrollados, crea en París la Segunda Internacional. Esta sincronía, que entonces pudo ser azarosa, revelaría su condición nada azarosa en años subsiguientes.
La lucha obrera no fue, ni pudo ser, el centro de la vida de Martí, que debía proponerse como meta inmediata obtener la liberación de su tierra. Pero se equivoca quien deja en la sombra que aquella lucha no le fue ajena a Martí. Supo de ella tempranamente, en México, y tomó partido en su favor, colaborando incluso en el periódico El Socialista y siendo electo delegado para el primer congreso obrero de aquel país. Sería sin embargo en los Estados Unidos donde "el colosal problema" iba a presentársele de una forma que no existía aún en sus atrasadas tierras latinoamericanas y caribeñas. Al morir Marx, en 1883, Martí, sin expresar identificación con su doctrina, le dedica cálidos elogios porque "se puso del lado de los débiles".
Por otra parte, la década del ochenta del siglo pasado (siglo XIX, n. de la R.) está particularmente sacudida por grandes huelgas de los obreros norteamericanos. Terminada la conquista del territorio continental y concluida la guerra civil con la victoria del norte industrial, la lucha de clases, a la manera de los países capitalistas europeos, se hace presente en los Estaos Unidos, como ha explicado Engels. Esas luchas adquieren particular incandescencia con los sucesos de mayo de 1886 en Chicago, los cuales encontrarán en Martí un comentarista en vías de creciente radicalización. Si al principio da crédito a las falaces versiones oficiales, su última crónica, de noviembre de 1887, a raíz del asesinato "legal" de los obreros a quienes se imputan aquellos sucesos, lo muestra enteramente a favor de esos obreros, y consciente de la falsedad del capitalismo norteamericano, sentado allí como el sistema capitalista todo, en el banquillo de los verdaderos culpables. Ello es lo que da un dramatismo particular a la expresión que restalla en esa crónica suya sobre el crimen:
"¡América es pues lo mismo que Europa!"
O dicho con los término que emplearíamos ahora nosotros: uno es en todas partes, y desastroso, el régimen capitalista. Recordemos que dos años más tarde, en 1889, la Segunda Internacional, en homenaje a los mártires de Chicago, escogerá el primero de mayo como Día Internacional de los Trabajadores. Martí, comentarista mayor de los acontecimientos desencadenados aquel día, no es un socialista científico. Pero mucho menos es un liberal. Se ha propuesto para designar su pensamiento de madurez -claramente expreso en líneas como las aludidas- la denominación de "demócrata revolucionario": denominación que es aceptable si no la consideramos como una nueva etiqueta paralizante, sino como una forma de acercarnos a la teoría y la práctica de un hombre en vías de ininterrumpido desarrollo hacia formas cada vez más radicales, que no solo lucha por la independencia de su patria, sino que conoce los males del capitalismo, la amenaza que, en su etapa de mayor madurez (el imperialismo), este representa para Cuba y para nuestra América toda, y la justicia de la causa obrera.
En los Estados Unidos, entre tantas otras cosas, Martí termina también de comprender las razones últimas de la discriminación racial, lo que lo lleva a ser uno de los antirracistas más irreductibles del siglo XIX: quizás sea útil recordar que el año de su nacimiento, 1853, Gobineau, uno de los egregios padres del racismo moderno, comenzó a publicar su libro fundamental sobre el tema; y también que en el siglo XIX y aún en el XX, el racismo inficionó a demasiados pensadores progresistas. Si ya a sus nueve años, en Cuba, la contemplación del espanto de la esclavitud del negro le hizo jurar a Martí "lavar con su vida el crimen" (véase el poema de los Versos sencillos que comienza: "El rayo surca, sangriento..."), y si en México y Guatemala había visto con indignación el abestiamiento del aborigen americano, lo que entonces era el resultado de una nobilísima reacción moral, iba a mostrarle en los Estados Unidos sus raíces políticas y económicas. La extinción de la esclavitud del negro en los Estados Unidos, tras la Guerra de Secesión, iría acompañada de un denigrante racismo en relación con el esclavo asalariado de tez oscura; mientras el aborigen -que en México dio hombres como Juárez y Altamirano- era en los Estados Unidos víctima de lo que, en libro que lo marcó, Helen Hunt Jackson llamó un siglo de infamia: víctima de crímenes, engaños, robos, alcoholización, hasta ser arrinconado, como animal de un atroz zoológico, en las sórdidas "reservaciones". No está de más recordar que aquellas realidades que Martí contempló, horrorizado, hace un siglo, siguen vigentes hoy en día.
Resumen y vigencia
El Martí que vivió para adherir a "la causa de Yara", defenderla y sufrir por ella presidio y exilio; que conoció por dentro la decadente España monárquica y la insuficiente primera República española con su liberalismo de pacotilla; que en el México de aliento juarista -y, en cierta forma, en la Guatemala de Barrios- entró en conocimiento de "nuestra América mestiza"; que supo del caudillismo y el atraso latinoamericanos; que conoció y repudió la rapiña colonialista que conduciría a la Primera Guerra Mundial; que vio surgir en los Estados Unidos el imperialismo y, en consecuencia, la inminente agresión de una nueva metrópoli sobre nuestras tierras; que, en aquel país entendió la justicia de las luchas obreras y la falacia de la discriminación racial: ese sorprendente right man at the right place at the right moment, comenzó a organizar en 1891, e hizo realidad al siguiente, con la experiencia que le daban los hechos mostrados y su participación en distintos proyectos políticos, el Partido Revolucionario Cubano, con la finalidad de independizar a Cuba de España, auxiliar a Puerto Rico en faena similar, frenar el entonces naciente imperialismo yanqui, y establecer en Cuba una República democrática "con todos y para el bien de todos". No en balde el Partido, aunque obligadamente multiclasista, tenía como columna vertebral a "los pobres de la tierra" con los que Martí había decidido "su suerte echar".
Insistimos sobre un punto anterior: sin lo que aprendió en los Estados Unidos -en su vida política, con sus feroces partidos mayores que no eran (ni son) otra cosa que las dos alas del partido único de la plutocracia yanqui; en su lucha social, con la brega obrera y de las masas discriminadas-. ¿Se hubiera dado el Martí capaz de identificarse plenamente "con los pobres de la tierra", idear, fundar y conducir el Partido Revolucionario Cubano de tan variados objetivos, rechazar con su violencia lúcida el racismo, como se ve en su texto "Mi raza" (1893 ?) Aquellas circunstancias norteamericanas que bebió hasta el fondo del cáliz, lo capacitaron, según lo que Marx gustaba de llamar la ironía de la historia, para ser el primer antimperialista cabal de nuestra América -y dejar lecciones válidas para otras partes del mundo-, y tomar medidas prácticas a fin de que sus ideales se hicieran realidad.
El resto es igualmente bien sabido. Desencadenada el 24 de febrero de 1895 la etapa de la guerra que debía independizar a Cuba de España e impedir, con ese hecho, "que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América" -según sus palabras insustituibles-, Martí muere en el primer combate militar en que participa, el 19 de mayo de 1895. No se suele tener en cuenta que también ese año fallecieron dos hombres bien diferentes entre sí que nada supieron de Martí, pero que tuvieron que ver con las luchas de este: uno fue el oscuro John Louis O'Sullivan, periodista y diplomático que cincuenta años antes había forjado, con vistas al futuro norteamericano, el sintagma "destino manifiesto", que tanto habría de pesar en ese futuro, y renacer con obras como La influencia del poder del mar en la historia (1890), de Alfred Thayer Mahan, verdadero tratado geopolítico para el imperialismo de los Estados Unidos; el otro hombre enteramente distinto, fue el luminoso Federico Engels, quien con Marx había sentado genialmente las bases del materialismo dialéctico e histórico, y abierto así la humanidad para el mayor vuelco que ella iba a conocer. Por su parte el gran continuador y enriquecedor de aquellos fundadores, Vladimir Ilich Lenin, al desaparecer Martí frisaba los veinticinco años, e iniciaba su magna carrera política.
No ha faltado el distraído a quien parezca extraño que se acerquen los nombres de Martí, Marx y Engels, y Lenin. Sin embargo, la historia no da la razón a ese distraído. Una buena biografía de Engels, debida a E. A. Stepanova, recuerda: "Federico Engels murió al iniciarse una nueva época, la del imperialismo y las revoluciones proletarias" (E. A. Stepanova: Federico Engels, trad. De L. Vladov y P. M. Merino, Montevideo, 1957, p. 309). Ni Marx ni Engels llegaron a estudiar esa nueva época (vivida y percibida por Martí, dadas las circunstancias en que él se movió), lo que sí haría, de modo magistral Lenin, y al frente de su imprescindible libro El imperialismo, fase superior del capitalismo, aparece mencionada la guerra que en 1898 los Estados Unidos libraron contra España para arrebatarles Cuba, virtualmente dueña ya de su destino por el abnegado combate de su pueblo, como pórtico visible del imperialismo. Esto lo había vislumbrado José Martí, muerto tres años antes con plena conciencia de los inmensos riesgos que pesaban sobre su país, su América, su mundo.
No hay que forzar la mano para señalar similitudes entre Martí y Lenin. En su Informe al Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, en 1975, el hombre que como nadie ha fundido las herencias de Martí y Lenin, Fidel Castro, expresó:
Bajo la guía de Martí, cuyo genio político rebasó las fronteras de su tierra y de su época, se organizó un Partido para dirigir la Revolución. Esta idea, que paralelamente desarrolló también Lenin para llevar a cabo la revolución socialista en el viejo imperio de los zares, es uno de los más admirables aportes de Martí al pensamiento político.
Y más adelante, después de mencionar la conciencia martiana de "la nueva tendencia imperial surgida del desarrollo capitalista de los Estados Unidos, que él supo ver con claridad impresionante", añade Fidel:
En este pensamiento y en la interpretación y calificación de Lenin de la guerra hispanoamericana como la primera guerra imperialista, se dan la mano dos hombres de dos escenarios históricos diferentes y dos pensamientos convergentes: José Martí y Vladimir Ilich Lenin. El uno símbolo de la liberación nacional contra la colonia y el imperialismo, el otro forjador de la primera revolución socialista en el eslabón más débil de la cadena imperialista: liberación nacional y socialismo, dos causas estrechamente hermanadas en el mundo moderno. Ambos con un partido sólido y disciplinado para llevar adelante los propósitos revolucionarios, fundados casi simultáneamente entre fines del pasado siglo y comienzos del actual.
Cuatro años después de publicado su libro sobre El Imperialismo…, triunfante ya la Gran Revolución de Octubre, Lenin diría en 1921, en el tercer congreso de la Internacional Comunista, al subrayar "el significado del movimiento de las colonias":
en las futuras batallas decisivas de la revolución mundial, el movimiento de la mayoría de la población del globo terráqueo, encaminado en sus comienzos hacia la liberación nacional, se volverá contra el capitalismo y el imperialismo, y desempeñará probablemente un papel revolucionario mucho más importante de lo que esperamos.
Estamos convencidos de que ese papel es el que le había encomendado Martí a la Guerra de 1895, la cual tiene así un carácter precursor de nuestra época, explica en toda su hondura la audaz declaración del compañero Fidel al proclamar la autoría martiana del 26 de julio de 1953, y hoy mismo revela en plenitud el valor de las líneas que en 1893 escribió el Maestro a su hermano Fermín Valdés Domínguez: "Moriremos por la libertad verdadera, no por la libertad que sirve de pretexto para mantener a unos hombres en el goce excesivo, y a otros en el dolor innecesario".
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Roberto Fernández Retamar (La Habana, 1930) Ensayista, poeta, profesor, editor. Presidente de Casa de las Américas. Premio Nacional de Literatura (1989). Textos suyos se han traducido a varios idiomas y ha colaborado con distintas publicaciones cubanas y extranjeras. La poesía contemporánea en Cuba (1954), Con las mismas manos (1962), Ensayo de otro mundo (1967), Calibán, apuntes sobre la cultura en nuestra América (1971), figuran entre sus obras.
Relación de notas.
(1) Charla ofrecida el 31 de octubre de 1984 en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, para inaugurar el ciclo Vida y obra de José Martí, organizado por la Cátedra Martiana de dicha Universidad. 25 de enero de 1985 RC/VM/