Eramis Cruz
Es normal que la gente sienta vergüenza al desnudarse, digo para la que la vergüenza no ha sido verde.
Me llamó la atención al mirar la gráfica de un niño blanco y uno negro discutiendo la razón de su color de piel. El niño blanco pregunta al negro: ¿Estuviste demasiado tiempo y te quemaste? y el negro contesta: Lo normal 9 meses, y a ti, ¿Te sacaron crudo?
Me recuerda las veces que me preguntaron de igual manera los adultos al compararme con otros de mis hermanos. ¿Qué me había sucedido? Que si estuvo muy caliente la sartén. Yo nunca contestaba, entonces no era moda contestar a los mayores.
El chiste casi siempre era hecho por personas tan prieta como uno. A mi propia madre y a sus familiares les divertían este tipo de broma, uno se acostumbraba y la vida seguía adelante. Entre nosotros era común tomar como una ofensa que le llamaran haitiano, y aunque decían que el negro era “comía de puerco” a la vez te hacían creer que tu no eras negro, sino blanco marrón o indio de color.
El problema fue que un un día, a la edad de unos seis años, yo me miré al espejo pero esta vez lo hice desde otra perspectiva, me comparé y me di cuanta que mi físico no era igual al de las personas que yo veía en la popular revista de entonces ¡OLA!.
A pesar de que muchas fotografías de la elite social eran publicadas en blanco y negro, era obvio que no se trataba de gente denominada "comía de puerco”. Fui muy cuidadoso en observarme bien, me di cuenta que no tenía labios perfilados ni una narices puntiagudas, pero sobre todo, mi pelo era completamente distinto, sin importar la brillantina ni los halagos de mi madre.
Recuerdo que no miré a nadie en particular, sino a todo el mundo como grupo.
Hacía mucho tiempo que yo contaba con la confianza de doña Virgen, una acomodada dama de la vecindad. En su casa, mientras ella dormía la siesta, yo me quedaba en la ordenada sala, cosa que a ella no le molestaba. Lo que más me gustaba era entonar su radio Philips y escuchar las emisoras en tono bajo, oír a los locutores hablando tan buen español, especialmente lo bien que pronunciaban las palabras. Hacían contraste con el modo autóctono de los viejos y gente de a pie que nos rodeaba.
Hacía mucho tiempo que yo contaba con la confianza de doña Virgen, una acomodada dama de la vecindad. En su casa, mientras ella dormía la siesta, yo me quedaba en la ordenada sala, cosa que a ella no le molestaba. Lo que más me gustaba era entonar su radio Philips y escuchar las emisoras en tono bajo, oír a los locutores hablando tan buen español, especialmente lo bien que pronunciaban las palabras. Hacían contraste con el modo autóctono de los viejos y gente de a pie que nos rodeaba.
Con el radio a tono bajo, ojeaba las revistas y en ellas veía aquellas fotografías de la alta sociedad española del tiempo de Francisco Franco, el gran amigo de Trujillo.
Es increíble cómo los prejuicios pasan de los padres a los hijos y de una generación a otra. Estos pasan como elementos folclóricos de la sociedad, con una apariencia completamente inofensiva. Buen consejo es cuidarse hasta del silencio.
Recuerdo que desde muy niño le había confesado a mi madre algo que quería ser y cosas que quería tener cuando fuera grande, cosas muy naturales hasta para un niño de hoy. Mi madre repetía mis aspiraciones con una cara de alegría, como era ella. Yo le decía que me casaría con una mujer de pelo negro, muy largo, de cintura muy fina, con piernas gordas y que usara zapatos de tacones que sonaran al caminar, como se oían en las novelas radiales.
Que quería tener un automóvil convertible de eso que miraba en los “paquitos” y revistas. También le decía que cuando creciera quería ser un doctor, lo que a esa edad quería decir un médico. Pero lo que más a mi madre le divertía era el consejo que yo le daba: que cuando yo llegara al frente de la casa conduciendo el auto se quitara de el medio porque no quería estropearla.
Que quería tener un automóvil convertible de eso que miraba en los “paquitos” y revistas. También le decía que cuando creciera quería ser un doctor, lo que a esa edad quería decir un médico. Pero lo que más a mi madre le divertía era el consejo que yo le daba: que cuando yo llegara al frente de la casa conduciendo el auto se quitara de el medio porque no quería estropearla.
No sé como lo hice, pero luego que me miré en el espejo aquella tarde algo me dijo que me parecía a mucha gente nuestra, pero no a tanta de la triunfadora o exitosa de las revistas y los canales de televisión.
Seguí adelante con mi vida como todos los demás niños pero tomó tiempo sobreponerme a mis equivocadas percepciones.
Creo que prácticamente muchos seres humanos pasan por esta experiencia, pero no todo el mundo la cuestiona ni la trata como un problema que puede afectar las posibilidades de desarrollo de los niños, que se puede ver coaccionado por trabas que se imponen mediante los prejuicios de manera indirecta en el campo laboral y hasta académico; especialmente porque lo niños no saben como lidiar con su culpabilidad y generalmente nunca la discuten con los adultos aún cuando pueda tener un efecto tóxico al forjar la personalidad.
El problema no es sólo llegar a las metas personales sino cómo llegar sin tener que pasarle un filtro a la arena de las escasas oportunidades. Una idea equivocada es percibir que si el niño reúne las características de raza dominante éste está libre del efecto de los prejuicios y la exclusión, olvidando que en cualquier lugar puede haber un Donald Trump al acecho para construir un muro que impida la vista hacia el otro lado.
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