Eramis
Cruz
Leí un comentario que exponía
que la vida es una caja, y comparaba todos los lugares que habitamos que tienen
formas de cajas cuadradas o rectangulares. Pero también es cierto que mientras
les damos vida a esos cajones multiformes, nos tocamos con rincones que son
difíciles de olvidar. En los rincones de los cuartos o las habitaciones
guardamos las cosas reservadas para un día o una ocasión especial. Es allí
donde se colocan los armarios y los closets.
Uno no pregunta adónde nacer, ni
tiene derecho a elegir de quien será el sucesor. Los recuerdos de mi niñez no
necesitan de fotografías, al contrario, son videos en alta dimensión. Cuando
hacía algún relato a mi madre, ella me decía que debí tener unos dos años edad.
Tuvimos un tiempo de gloria que
nos duró muy poco, pero para los adultos debió ser lleno de substancia desde la
alborada hasta el crepúsculo. Habitamos una casa sostenida por fuertes pilotes.
Debajo del piso estaba la tierra polvorienta en la que las aves protegían sus
huevos de intrusos apetitosos. Aún el sol no se había calentado cuando
comenzaba el gorgorear de las gallinas. En una enramada colgaban los
salchichones, con aquel color rojizo que el humo blancuzco logra.
Podría escribir una novela con aquellas
memorias y hay que escribir temprano porque la vida tiene sus rutinas y las
nimiedades se despojan de la importancia necesaria para ser almacenada en los
pixeles cerebrales. A pesar de los relatos, incluyendo algunos muy discretos de
los que nunca he hablado, no recuerdo cómo ni cuándo crecí hasta los seis años,
si no fuera por las narrativas recurrentes de nuestras abuelas, mientras se
contaban historias acompañadas de unas jarras medianas té de jengibre.
Al volver a vivir a la ciudad,
las cosas fueron muy distintas. Yo siempre muy cerca de la abuela que por lazos
sanguíneo no era nada mío, sino por una relación secreta de ésta con un
familiar muy preponderante. Teníamos entonces solo una abuela de verdad, las
otras tres habían muerto hacía mucho tiempo. Pero esa abuela tenía su madre
viva, que era como una leyenda. Siempre que la visitábamos de camino a la casa
de madera y zinc de la abuela, seguíamos a nuestra joven madre, y entrábamos a
una habitación oscura donde ella prácticamente yacía. Nunca escuché su voz, o
mejor dicho el susurro con el que se comunicaba con aquel montón de nietas de
piel blanca y marrón.
Cuando ella murió también
murieron otros tan viejos como ella, y durante dos décadas nuestra madre no
tenía vestidos de colores sino negros, aunque los usaba bastante ceñidos al
cuerpo.
De aquí en adelante, comencé a
darme cuenta que había un gran tormento en el país que a todos preocupaba. Era
la dictadura con sus ejecuciones horripilantes. Entonces ni siquiera los niños
podían hablar en su tono de voz normal, al menos que no fuera de juguetes y boberías.
Esto cambió muy poco hasta que un grupo de hombres lacerados por las crueldades,
decidieron vengarse del sátrapa más bien por razones personales y porque las
circunstancias favorecían un complot.
Fue después que me hice un joven
larguirucho e introvertido, admirador del buen léxico, pero tímido a los
desafíos que nos imponían las limitaciones de un medio de recursos muy
limitados. Jugaba con los niños de mi edad, pero conversaba sobre cosas
arcaicas con los viejos. Fue como si supiera que los jóvenes son fuentes
oportunas para la diversión, pero no para el aprendizaje porque carecen de
información.
Muchos nacemos con los sueños empaquetados
como regalos nuevos. Aspiraba a una mujer bonita que definía como de tez
blanca, pelo negro y piernas arqueadas. Que caminara con zapatos de tacones
dejando el eco que nacía de sus pasos contra el mármol brillantes de aceras de
las ciudades modernas. Aquella mujer era igualita a mi madre con la excepción
de los caros atuendos que no podía ofrecerse.
Nací en una calle de la ciudad
francomacorisana, no supe si había una comadrona, que no fueran Maruca y la
Vieja Julia. Asistí a la escuela llevando el uniforme color kaki. De ida y
vuelta a la escuela caminaba junto a mi primer amigo un trayecto por los rieles
del tren que me recuerda pasajes de escritores prolíferos.
Mi educación fue interrumpida
por mi padre cuando de Macorís nos llevó a vivir con él en las vecindades de
Nagua. Regresamos el mismo año en el que el hombre fue a la luna. La miseria
estaba acabando con medio mundo, con solo veinte años de edad me llevé a mi
madre con sus siete hijos para Santiago, donde sobrevivimos por medios muy
escasos.
Volvimos a la provincia Duarte,
donde no teníamos mejores opciones. Emigré para la capital. Buscaba un trabajo
para salir a comino, apenas nos ganábamos unos centavos junto a un amigo de
aquellas aventuras urbanas.
Este fue otro de mis rincones
inolvidables. Vine donde una prima llamada Gisela, dueña de un cuerpo de
guitarra. No aceptó mi estadía, sino que tuvo que tolerarla por respeto a
Ramona que nunca le había solicitado nada. En la calle Juana Saltitopa, con el
parque Enriquillo de por medio para llegar a la Avenida Duarte. Aquello era un
panal de cueros y prostitutas de caras marcadas por encuentros fortuitos en
tabernas o cabarets. Aunque no puedo negar que también había niñas hermosas
recién llagadas del interior del país que en poco tiempo se convertían en
fuente de contaminación portadoras de ladillas y gonorrea.
Gisela me refirió a una señora
con sobrepeso, con hijos mayores que ya no vivían con ella. La mujer vendía
comida y lavaba uniformes a guardias y policías. Me tomó un gran cariño y yo no
sabía la razón. De manera que no me cobraba por la comida ni la ropa que me
lavaba, dejándola blanca como la nieve. Un día me contó su secreto con lágrimas
en los ojos. Me dijo cuánto me parecía a su hijo menor que le habían asesinado
sin una razón una noche que salió para regresar temprano. Nunca ella aceptó de
mi parte una remuneración hasta que pasó el tiempo que separa a los se despiden
con rumbo incierto.
En aquel rincón de la capital,
para uno darse un baño tenía que estar al acecho para tomarlo, antes que fuera
ocupado por algunas de las damas que venían deprisa para no perder la novela
televisada. Mi prima Gisela era la amante de un Sargento del Ejército, muy
gobiernista, que no paraba su provocación para que yo definiera mi preferencia
política, que por yo ser tan joven asumía que era de la oposición. El militar
quería contrariar mis relaciones con mi prima Gisela. No lo logró, pero a mí me
toco callar o ignorar saliéndome por la tangente del circulo de provocaciones
del hombre.
Volví a mi ciudad natal, después
de vivir con mi hermano mayor que tenía una mujer ya entrada en edad a quien mi
presencia le molestaba porque asumía que yo escondía el dinero que me ganaba
para no compartir los gastos de la casa, algo completamente incierto.
Regresé a la capital un
tiempo después, cuanto acepté un mejor empleo que me permitió crear las
relaciones para conseguir un visado hacia los Estos Unidos. Aquí nunca he
creído que viva en una caja, aunque un día habite una de ellas, aunque he
vivido en varios rincones de la Babel de Hierro, siempre en busca de un mejor
mañana o una noche para reconciliar el sueño que a veces se escapa hacia
tiempos apartados.
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