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Eramis Cruz
En un folder
digital mantenemos una fotografía nuestra junto a Ramona Henríquez, en un picnic
en el parque Fort Tryon del alto Manhattan. Fue uno de esos bellos momentos que
compartimos con ella. La mayoría de las veces nos reuníamos para reírnos de
nosotros mismos con anécdotas tradicionales y chistes aprendidos. Ella siempre
vivió con un gran sentido del humor. Yo era un admirador de su belleza desde
los tiempos cuando sus curvadas piernas no estaban surcadas por las varices. Entonces
la veía cambiarse de atuendos frente al espejo, ponerse joyas de fantasía, un pintalabios
de color rosado y darse un toque de polvo Maja. Con sus espaldas al descubierto
Ramona era entonces una virgen bajada del cielo.
Vivió dedicada a
las cosas de la vida que debió tener garantizadas, especialmente pan y
medicina, un lugar digno para vivir y el derecho a un empleo. Pero ella se tomó
la vida con la idea de que no tenía derecho a nada, todo era parte de un
programa de esfuerzo personal. No tuvo suerte en el matrimonio porque era
intolerante de los abusos del machismo y de la resignación a la indignidad. Se
mantenía tan ocupada que no tenía tiempo para pensar en las vanidades juveniles
de su época.
Con ella aprendí
cómo se calienta la plancha sobre el fuego del carbón. Admiraba su habilidad
para sacarle filo a los pantalones almidonados de los guardias, su esmero al
doblar las camisas y los interiores por unos cuantos pesos al mes. No era
suficiente, pero en ese tiempo nadie tenía suficiente.
Nunca la vi
llorar al menos que fuera en un velorio. En esa época las mujeres iban a los
velorios a llorar por los vivos, según los lamentos de las viudas, y los
hombres reprimían como niños engreídos los sentimientos. Cada día era nuevo para ella, y en cada uno
veía un mejor mañana atado a las últimas horas del amanecer. Ya era nuestra
madre cuando aprendió a leer y escribir palabras con lápiz de punta gruesa.
Su libro
favorito fue la Biblia que siempre leía recostada sobre el espaldar de la cama.
Durante el tiempo que vivimos con nuestro padre, ella se convirtió en la
princesa de nuestros sueños, todo lo suyo lo extrañábamos, el timbre de su voz,
el tarareo de su cantar y el vaivén de su rutina. Vivíamos cerca el mar,
invadidos por los cocoteros, un lugar donde la serenata de los pájaros era
parte de un entorno que pasaba por alto los bostezos del aburrimiento.
Cuando regresamos
a vivir con ella descubrimos que nunca cambió lo mejor que poseía, ese reír a
carcajadas por nimiedades del humor. Así siempre fue Ramona, una mujer hábil
para hacerle el juego a los malos tiempos sin que nadie se diera cuenta.
Durante los años
que vivió en Nueva York, ella solo tuvo dos caminos, el primero por el que
llegaba a su pedazo de Quisqueya y el segundo por donde regresaba a los suyos
en la Babel de Hierro, pero un día cuando no lo sospechaba ella se fue y decidió
quedarse para siempre en la tierra que la vio nacer.