Eramis Cruz
Me sentí inspirado al ver una foto
de unas cuantas vecinas anunciando con orgullo que eran de la membrecía del
coro de la iglesia. Hay cosas de nuestra gente que no cambian sino que pintan
de colores los recuerdos melancólicos que avivan los ápices de la memoria. No
hay nada tan poderoso como lo convivencia de la gente, y es la falta de
convivencia la que está estropeando la interacción humana en los centros
empresariales. El trabajador deja de ser persona para convertirse en elemento
robótico del sistema productivo en la telaraña de los servicios.
Entre mis mejores amigos había un joven
llamado Gustavo. Vivía con su padre en un barrio de Macorís por allá a mediado
de los años 70’s. Este joven cantaba con una voz maravillosa. El líder
espontaneo del grupo era un joven inquieto que más tarde sería conocido como el
profesor Luis Bautista. Luis también podía cantar aunque no también como lo
hacía Gustavo. Sus inquietudes políticas lo llevarían a senador por la
provincia Duarte.
Por alguna razón, recuerdo aquella
mañana que nos juntamos un grupo de jóvenes en la humilde casa de Gustavo para
luego dirigirnos al Liceo de la ciudad, teníamos un ensayo de poesía. Aunque
parezca insólito en esta sociedad sobrealimentada de los Estado Unidos, todos
estábamos sin desayunar y ya rayaba las diez de la mañana, y en quien más se
notaba el hambre era en el futuro senador que por ser de piel más oscura sus
labios se notaban cenizos. Éramos jóvenes cultos a fuerza de leer las
apasionadas narrativas de Gabriel García Márquez y las estampas revolucionarias
del Che Guevara, mientras el doctor Balaguer nos hacía crecer el odio a la
miseria y la opresión. Terminamos convencidos de que Balaguer era un “asesino
en el poder”.
El roce humano de esos años es algo
difícil de olvidar, creo que por eso teníamos aquella fuerza que nos motivaba
hacer algo bueno, impulsados por un ideal. Nadie ponía en dudas que la
revolución era posible, que el único impedimento era el opresor, pero que
inmediatamente este fuera derrotado por la acción conjunta de la clase
trabajadora, los estudiantes y la pequeña burguesía revolucionaria, pues era un
objetivo logrado. Llegamos a creer que todo estaba “al cruzar la esquina”, no
sabíamos que la esquina era una metáfora diabólica.
La idea de venir por la iglesia
aquella tarde de verano, para incursionar en el coro de la parroquia Santa Ana,
fue una iniciativa de Gustavo que ya era un miembro reconocido y admirado por
las chicas hijas de las Hijas de María.
Fue de esa manera que terminé
participando en aquel coro, cuando Santa Ana, no era todavía una basílica.
Venir a cantar o tratar de hacerlo fue como mi libro inédito "El Otro
Intento". Los únicos que sabían de música eran doña Lurdes Sturla y el
sacristán que nunca falta a la misa con aquel golpeo suave sobre el teclado del
órgano.
El sacristán decía que aquellas
notas sobre el pentagrama tomaban esta o aquella manera, pero doña Lurdes
Sturla, con aquella autoridad innata, insistía que no era así porque no eran
blancas sino negras. Y nosotros que lo que sabíamos era de cosas muy menuzas,
no mirábamos unos a los otros como preguntándonos qué diablo querían decir.
Previamente nos habían dicho en la clase de la escuela que la música era
combinar los sonidos en el tiempo, y eso nos parecía armónico. Los sabíamos desde
la niñez, por las serenatas de los chicos enamorados que irrumpían en la
madrugada bajo el manto iluminado de la luna.
Al final aquél no era más que otro intento por
formar una nueva extensión del coro oficial que por mucho tiempo había. Nuestra
única presentación estelar de aplausos apenas audibles, fue en una capilla que
el único lujo que tenía era las cuatro paredes, allá, no muy lejos, en el campo
de Matalarga.
Tengo como una buena remembranza que
en aquel ensayo fue la única vez que me indicaron cantar el “do re mi fa sol”.
Pocos llegamos al “la si do” sin requerir un tanque de oxigeno. Más de ahí no
pasábamos la mayoría. Pero un coro es un grupo en el que se aprende mucho “de
compartir algo común” a todos. Por lo menos a todo el mundo le ubican una nota
que puede hacer, aunque sea un susurro. Pero como algunos de nosotros éramos
más políticos que músicos, nuestra permanencia en el coro fue como una flor de
amapola, con mucho colorido pero de corta vida.
Uno se pregunta cómo las
dificultades resultan motivadoras para la superación, uno sabe que no tiene
otro camino si quiere salir del hoyo. Recuerdo que los jóvenes decían poesías
en los clubes juveniles, practicaban oratoria solo para lograr el dominio de la
técnica del discurso público. También era signo de buena reputación y dominio
de la excelencia la capacidad de buen léxico sosteniendo una conversación. Lo
mismo se podría decir de las organizaciones empeñadas en la técnica del
reglamento de debates o debate parlamentario, todo esto era posible sin
Internet, a la “do re mi fa sol”.
Me resisto a creer la frase de que
“los tiempos que se van no vuelven” indicando que se llevan en sus alas todo lo
bueno de una época, pero no es así, no hay una regla que indique dónde termina
un tiempo y dónde inicia otro, sino que la vida es continua y en ascenso.
Aunque por lo pronto uno puede reflexionar sobre todo lo que ha dejado atrás la
llamada tecnología, algo más que “do re mi fa sol la si do”. No hay dudas de
que es una maravilla y una linda experiencia la que viven esos grupos tan
genuinos de una comunidad como la de Santa Ana.