Eramis Cruz
La cuneta aquí no es un referente a la
tumba, sino de una apertura sobre la superficie por donde circula una historia
de la vida.
Él era el hermano de la Agrupación
Católica, tenía un diente de oro que le distinguía cada vez reía. Recuerdo su
expresión favorita cuando, de alguna manera, no cría justo lo se le planteaba
“si eso son ustedes los cristianos que les dejan a los comunistas”. Para él era
solamente un tipo de refrán, pero distinguirse de los comunistas en los años
finales de la guerra fría era algo que mucha gente consideraba conveniente por
razones de táctica política desde una óptica personal. No ser comunista te
garantizaba la indiferencia de los aparatos represivos del Estado.
El hermano Agustín era un “todólogo”, para
usar un término no reconocido por la academia del idioma, en realidad no tiene
ningún sentido, pero en nuestro medio y para ese tiempo, la gente se graduaba
de la universidad de la vida, y ésta era una de las concentraciones académicas más
populares. En otras palabras, el que lo sabe todo, no sabe nada de manera
especial. Sin embargo Agustín tenía más afinidad con el quehacer de las aéreas
de la ebanistería, la carpintería y la pintura de muebles o paredes.
Cuando se trata de sobrevivir hay que ser
como un buscavidas, alguien que no deja escapar las oportunidades para ganarse
el jornal, especialmente cuando se es padre de familia. Parece una contradicción
de los nuevos tiempos de las relaciones económicas, pero el sector informal ha
tomado auge en los pueblos del llamado
desarrollo sostenido, lo que en vez de ayudar a la gente le complica la
vida, ya que la economía informal no tiene capacidad para ofrecer conquistas
laborales, sino que son rendijas para la sobrevivencia.
En el patio de su casa Agustín plantó
cuatro palos de una dureza desafiante a los que el tiempo se negaría a darle un
mordisco. Fue encima de los cuatro garrotes que inventó una enramada y debajo colocó
un banco rústico para el trabajo de ebanistería. En una caja juntó unas
herramientas rudimentarias y degastadas, y esto le bastó para convertirse en
empresario improvisado y sin tarjetas de negocio.
En nuestros pueblos los artistas de la
madera fina eran conocidos siguiendo las generaciones, sus finas producciones
eran como su emblema distintivo. Estos ebanistas vivían y morían pobres pero
siempre muy orgullosos de su habilidad u oficio. La industrialización es un
fenómeno económico-social que acaba con la felicidad del artista que terminaba
su propia obra para contemplarla como su producto.
En una calle cercana me encontré un día
con Agustín, venía conduciendo su único medio de transporte, una bicicleta de
canasto con una parrilla trasera donde a veces transportaba a su mujer, en la
que seguramente con ella había terminado en la cuneta, así por accidente. Me habló
de un nuevo contracto y me pidió que fuera su asistente, especialmente para lo
que tenía que ver con el cálculo de los materiales y después de eso, para lo
que fuera necesario.
Acepté el trabajo sin otra credencial que
la de ser un hermano de la Agrupación Católica, después de todo, con esto
estaba demasiado acreditado para una empresa como aquella. Yo le hacía las
calculaciones al hermano Agustín, por ejemplo que necesitaba 20 planchas de
formica y no recuerdo qué cantidad de madera, y él me ordenaba apuntarle el
doble a la señora empresaria de la tienda, decía que esa mujer tenía mucho
dinero y que al final no le estaba pagando lo que él consideraba justo. −¿Y qué
pasó con los comunistas? −le preguntaba. Y me respondió con su otra frase
favorita, −“mire hermano, si sigue pensando así, terminará en la cuneta”.
Como hermano al fin, Agustín me pagaba
unos cuantos pesos, y tuve que dejar de trabar con él para no terminar en la
cuneta.
Durante las semanas que trabajamos juntos
pasamos un tiempo muy divertido, aunque a veces me reprochaba que no fuera un “todólogo”
como él.
Agustín como buen hermano, no me permitía ir
a comer a mi casa que estaba a unas cuantas cuadras. Su mujer traía a la mesa
una pequeña porción de comida y un jarrón de agua fría. Recuerdo como si fuera
ahora, el agua diáfana y el cristal empañado por el hielo. Yo observaba a mi
amigo que por cada tres cucharadas de comida se tomaba un vaso de agua, y su
barriga comenzaba a templarse como un tambor. Yo que estaba muy delgado y en
esa edad en la que uno no se llena, al rato me excusaba para dar una vuelta por
el barrio y terminaba en mi casa a comer con los demás, como si en realidad no
hubiese ingerida nada.
Me gasté casi lo que me había ganado para
comprar de un amigo el reloj de mis sueños. Era marca Oris, con una chapa de 10
quilates de oro, tenía una esfera negra brillante por la que se deslizaban sus
agujas doradas. Adornado con una correa de cuero genuino, para mí era la mejor
joya de la bolita del mundo. Un mediodía en el que fui a la casa a rellenarme
con la otra comida de la doce del día, olvidé mi hermoso reloj colgado de uno
de los palos de la enramada. Hacía unos días que en un clavo plateado
enganchaba por la hebilla el deslumbrante artículo de mis limitaciones.
Mi otro hermano de la Agrupación, llamado
Lorenzo Germán, vino de visita al taller para echarse un “conversao”, y dándose
cuenta que yo no estaba, le llamó la atención la prenda que colgaba del palo, y
aprovechó la ocasión para darse “un plante” por el barrio con el elegante
reloj. Pero desgraciadamente parece que no se puso la correa correctamente y
mientras caminaba, el reloj se desprendió y cayó como a diez pies delante del
él.
Lorenzo regresó al taller, a sabiendas que
yo dormía mi siesta, y colocó el reloj en el mismo lugar pero con el vidrio
roto, aunque trabajando. No me di cuenta hasta la hora de la salida, de
inmediato supe que esa había sido una travesura de Lorenzo, que mirándome sin
pestañar reconoció su abuso de confianza, pero él era mi amigo y nuestra
amistad no terminó en la cuneta, como le sucedió a Agustín el día que murió
después de comer en exceso o mejor dicho beber en demasía mientras comía. Me
dio mucha lástima por su mujer, con aquella apariencia asiática, igual que las
dos niñas que estaba procreando con ese hermano de un tiempo en que los
políticos se llamaban compañeros, igual que los sindicalistas.
Por no querer graduarme de “todólogo” y para no
irme a la cuneta, tuve que salir del país. La carrera de aprendí de
ebanistería, carpintería o albañilería, terminó siendo mi eterna frustración,
porque no me certifiqué de una cosa ni de la otro, ya que nunca tuve vocación
para ese sacerdocio, de gente que tanto sacrifica, especialmente aquella que,
cuando en vez de aprender un oficio de verdad, cae en mano de “todólogos” y
maestros de la chapucería. Pero uno siempre gana el privilegio de saber cosas
que otros ignoran ya que dicen que “la experiencia no se improvisa” y de esta
manera uno termina usando un GPS para evitar caer en la cuneta del
neoliberalismo de los “todólogos” computadorizados.