Mientras la delincuencia callejera, el crimen organizado, los sicarios
remunerados, sean una de las opciones sociales de los que quieren participar de
la economía y al igual que los políticos y funcionarios corruptos, disfrutar de
lo que se malgasta, los aportes del pueblo trabajador al Estado. ¿Quién no se
ha preguntado cómo se llegó a tal calamidad, y por que el Estado no parece
interesarse en buscar una solución al problema de la delincuencia?
No está en la agenda oficial, no molesta a los senadores y congresistas,
no se ven las acciones concretas de las organizaciones de la comunidad. No se
logra una acción conjunta, no se hace una declaración de guerra contra los
delincuentes. La manera más efectiva para combatir la delincuencia es cortando
la cabeza a los más fuertes, bloqueando las líneas de abastecimiento.
La delincuencia social, las actividades delincuenciales callejeras, son
parte de los eslabones que nacen, crecen y se reproducen dentro de la sociedad
como resultado del Estado fallido, de la falta de institucionalidad. Luego que
se cae en una situación caótica, a un estado de disfunción, de sectarismo
social, lo que llega es una generalidad que abarca a los sectores más vulnerables,
y se hace realidad la expresión ya hecha popular de “sálvese quien pueda”.
Luego los más sofisticados encumbrados y protegidos por los estamentos del
Estado pescan en ríos revueltos. Cuentan con una plataforma de la vergüenza y
la charlatanería para aplicar en ella sus fracasos políticos, y la ineficacia
de sus funciones.
Desde esta óptica se encuentra razón de ser al auge de la violencia
doméstica contra la mujer, acelerada por la presión que resulta de la ausencia
de recursos indispensables para la vida humana. A donde puede parar un
adolescente que mira hacia el futuro oscuro que le espera, aquel que no puede
tener en casa lo que le muestran los videos musicales en la televisión o en el
Internet.
Los medios pintan la vida como una fantasía, pintan los dramas sociales
y familiares como vuelos de pájaros sobre jardines floridos, pero luego la
juventud se golpea contra una realidad que le impacta como estruendo de olas
contra desgarrados arrecifes. Hay que volver y situarse en el lugar de aquel
joven que a nadie grita su desespero ni a nadie narra su frustración.
Para el gobierno que sale, y al parecer también para el gobierno que
entra, no existe tal urgencia. No se han anunciado los planes concretos, las
ejecutorias efectivas para acabar con la situación de una vez por todas. No
importan los recursos que sean necesarios, la vida de niños, hombres, y mujeres
caídos en las cuadras de la ciudades o en los puntos invisibles por la ausencia
de la luz eléctrica no tiene precio.
El pueblo cree que cuenta con el Estado, espera que los impuestos que
paga en compra en los supermercados pudieran ser utilizados para garantizar un
mínimo de seguridad.
Algunos términos pierden resonancia de tanto decirlo, entre ellos se
encuentra la palabra “diafanidad” en referencia a la honestidad en el manejo de
los recursos del Estado. Creo que no ha pasado lo mismo con la palabra
“institucionalidad”. Este es un concepto indispensable para poner en práctica
en el país programas efectivos del gobierno en término de la seguridad
ciudadana.
Si por un lado los delincuentes asesinan por una bagatela, un celular o
cualquier nimiedad, también es cierto que la policía mata a los delincuentes en
cualquier esquina en los cacareados intercambios de disparos. Como podemos ver,
al Estado no se le ha permitido el privilegio de violar la ley a través sus
representantes del orden público. La diferencia consiste en que al policía se le
brinda impunidad, mientras que al
delincuente se le niega el derecho a la reivindicación.
En un Estado disfuncional como el de nuestro país, es claro que para dar
un salto cualitativo a la institucionalidad, hay que comenzar aplicando la
separación de poderes. En el argot popular esto se traduce como la
independencia del poder ejecutivo, el poder judicial y el poder legislativo. La
simplicidad de este concepto no le resta importancia a la imperativa necesidad
de su aplicación como condición para el funcionamiento del sistema democrático.
El Estado no puede continuar siendo una escalera para el ascenso al
prestigio de entes inescrupulosos y muchos menos un medio para el
enriquecimiento de delincuentes libres de sacos y corbatas, trátese de quien se
trate, la ley aplica al delincuente de abajo como al de arriba.
Un país dirigido por un estado delincuente no puede aspirar a vivir
libre de delincuentes. Tampoco es posible acabar con el problema delincuencial
sin una operación conjunta y participativa a todos los niveles de la sociedad.
No es necesario un análisis tan profundo para obtener respuesta lógica y descubrir
las fallas institucionales que han permitido el caos que facilita la
delincuencia.
Primero la aplicación de la ley,
el sistema penal, y siguen los agentes policiales en función de prevención de
la delincuencia y el mantenimiento del orden público, la educación y sus
estructuras funcionales, y otra lista de elementos propios de la composición de
una sociedad avanzada.
Es necesario enderezar el camino, aplicar
programas efectivos de empleo, salud, educación, pero principalmente con una
acción conjunta de la sociedad comprometida será posible hacer de la
delincuencia callejera un fantasma del pasado, que ahora es el presente que a tanta
gente mantiene en la zozobra.