Cuando caí en la cuenta solo quedaba la
historia, la de un hombre que fue muy rico, decían, que tenía mucha tierra que
heredó de sus padres, luego agregaban que todo lo había perdido, en diferentes tiempos
y causas. Pero quien era rico era él, los demás estaban sujeto su voluntad. Fue
de esta manera como la familia hizo del fracaso la razón de una ruina
recurrente, moral más que económica.
Recuerdo con claridad cómo la gente solía
discutir los asuntos familiares por muy íntimos que fueran delante de los
niños, asumiendo que estos no sabían de qué se hablaba. Puedo darme el crédito
de haber sido un muchacho muy discreto, que nunca dijo lo que podía complicar
la vida de los demás. Por mi parte, entendía mucho más de lo que los demás
podían suponer. Que el cura de la iglesia portaba una pistola para defenderse
de su falta de fe. Que la señora de la casa, al otro lado de la calle, era una querida
de un diputado de la dictadura trujillista.
También sabía que el tipo de la esquina
era considerado un desgraciado que luego de llegar intoxicado a hora tarde de
la noche le entraba a golpes despiadados a su mujer, a ella que durante todo el
día había cuidado de la casa y de los niños, y se había visto compelida a
mentir a los acreedores de su marido. La “violencia de género” no era un
término usado entonces, pero su efecto psicológico era el mismo.
Algo que no se podía comentar donde los
viejos lo oyeran, aunque todo el mundo lo sabía, era que el maestro que vivía
en la soledad de la casa de alquiler de doña Virgen era un homosexual, algo no
tolerado en aquellos años. El hombre venía en chancleta a disfrutar el frescor
de la noche haciendo ademanes que los demás pretendían ignorar. Se trataba de
estereotipo generalizado.
Lo que no se quiere que se sepa es mejor
que no se diga, pero está demostrado que
la gente no puede ser discreta con lo que tiene carácter de curiosidad o
contiene algo que interesa por razones humanas o sociales. La memoria larga es
la que más perdura, y es ella la que nos permite establecer relaciones entre
los elementos que determinan nuestro mundo personal. Por esta razón cambiamos
con el tiempo la manera cómo nos tratamos con las personas. Los niños recuerdan
mejor que nadie el comportamiento de los adultos.
No hace mucho tiempo que la gente solía
ser muy cruel con los niños, estos sufrían en carne viva las consecuencias de
los conflictos familiares y de los encuentros de intereses de los mayores. Esto
era más impactante en el aspecto emocional porque a los niños se les obligaba a
callar y no se protegía su integridad ni su inocencia. Las peores crueldades no
eran los llamados castigos impuestos como disciplina o como amedrentamiento al
mal comportamiento, sino que más que eso eran las huellas dejadas en el alma
producto de la ignorancia de esos tiempos.
A estos se agregan las conjeturas
políticas, los atropellos de la dictadura contra los elementos de la oposición,
era un peligro decir algo sobre un implicado aún no se le conociera personalmente.
Recuerdo que cuando nos reuníamos los muchachos del barrio, tomábamos receso
entre los juegos y en más de una ocasión nos preguntamos quién era más grande o
poderoso de Dios o Trujillo.
De lo que sí puedo dar fe es que a pesar
de las limitaciones y la miseria que se vivía entonces en una gran parte de la
población dominicana, una situación que no era única de nuestro país, ya que
otros tantos de América Latina tenían la misma situación, el rose humano entre
familiares establecía un lazo poderoso difícil de romper, no importa cuán fuera
la fuerza del infortunio.
Especialmente las abuelas, con aquella
manera tan piadosa y condescendiente de verlo todo. El trato con los mayores
era de un gran respeto, no solo de los jóvenes hacia ellos, sino que los mayores
también se hacían respetar por la manera amorosa de tratar a sus nietos, y de
la misma manera a los demás niños de pueblos y comarcas.
Es verdad que la manera de divertirse de
aquellos tiempos también era más humana, no había la distracción que hoy causan
los teléfonos celulares, las tabletas electrónicas y las mismas computadoras,
algo que se complementan con los videos juegos. ¿Quién no recuerda lo que era
sentarse alrededor de una abuela y oír sus cuentos e historias de terror? Para
ese tiempo en la familia teníamos unas cuantas viejas centauras, todas
conocidas por apodos, por ejemplo la abuela Yoyo, Mambó que para nosotros era
algo más distante, Maruca que era como la madre todo el mundo, afanosa e
incansable y la vieja Julia que se robaba el show. Mambó era imponente y
carecía de tolerancia, Maruca era rígida y energética y le gustaba jugar la
lotería. Yoyo era la más elegante de todas, pelo largo y ojos que perdieron su
verdor para hacerse grises, pero la vieja Julia era la santidad resumida en el
rostro de una virgen que estuvo en la tierra hasta sus años seniles.
Cuando nosotros éramos unos niños todavía
tiernos, se fijó en nuestra memoria la figura de la vieja Julia. Nuestra
familia, por ser tan grande, tenía una conexión bastante retorcida con estos
viejos, en realidad eran nuestros abuelos pero no necesariamente por lazos sanguíneos.
Cuando conocimos a la vieja Julia hacía tiempo que era una vieja, que no vestía
de ningún color que no fuera el blando, que nunca se bajaba un rosario del
cuello, ni dejaba de lado unos escapularios que compraba en la vitrina de la
iglesia o los vendían frente a la iglesia después de la misa los domingos en la
mañana. Ella tenía un lote de hijos que para nosotros eran también mayores que
la llamaban mamá Julia. No conocí a nadie de edad tan avanzada y gozando de
excelente salud, creo que se murió se dejar de ser como era.
Cuando nuestra madre tenía que salir por
una urgencia, la vieja Julia se prestaba a venir a nuestro cuidado. Para
nosotros era una gran noticia que la abuela viniera a compartir un día y una
noche con nosotros. La verdad que no puedo descifrar la razón por la que le
teníamos tanto cariño a esta señora. Ella era algo encorvada por el peso de los
años, pero su mente era diáfana y clara como el cristal, hablaba lento pero
nunca rebuscaba palabras como los viejos de ahora, que son olvidadizos y con
poca historia para contar aun sea por no tener a nadie que les escuche.
Nada era más patético para nosotros que la
muerte. La muerte no era el acto de morir e irse de este mundo, la muerte era
un personaje muy particular, tenía forma de mujer o de hombre, podía
presentarse anunciando la muerte de alguien, un conocido o un familiar, o
simplemente podía ser un bulto al lado del cajón de la letrina en el fondo del
patio. El silencio de la muerte era el cómplice de su grima.
Pero la vieja Julia no solo era un
personaje por sus cualidades tan particulares, sino que luego que ella se
marchaba y los mayores hablaban de ella, decían que era la mejor con respecto a
los muertos, que no solo los veía sino que hablaba con ellos.
Nuestra bisabuela, la vieja mita era la
más vieja de todas las viejas de la familia, debí conocerla en su cama cuando
yo tenía unos cinco años. Eran buenos tiempos aquellos, a pesar del tabaco que
masticaban estos señoras su vida era larga y tal vez sufrían de dolor de muela
por carecer de conocimiento sobre al arte de curar las caries.
El miedo a los muertos se nos curó con la
llegada a los hogares y barriadas de la luz eléctrica, pero no así nuestros
gratos recuerdos de los tiempos de esas abuelas centauras. Dicen que los
tiempos que se van no vuelve, pero aquellos a veces nos parece que se quedaron
para siempre por lo menos en la sutilidad de los recuerdos.