Eramis Cruz
Dedicamos un momento para
pensar en las madres. Por ellas nacimos y por ellas estamos aquí. Contamos con
ellas mucho más allá del tiempo necesario, hasta aprender quiénes éramos en
realidad. Entre las madres del mundo cada una es la mejor, todas se parecen a
mamá. Madre son ellas, las que nos dieron su ceno, como la tierra que pare cada
día el sustento para la humanidad y para todo cuanto en ella vive y crece. La
maternidad no es solo un acto evolutivo, es, sobre todo, el todo necesario para
nacer, crecer y garantizar una adultez plenamente capaz.
Con el reconocimiento que
se le hace a una mujer por ser madre se le eleva al más alto pedestal, nadie
merece más honores que una madre, fue con ella que tomó forma la vida de su
prole. Ella es quien hace posible la más grande de las maravillas, esa conexión
umbilical por la que compartió el alma, la vida. La madre que ha dado a luz con
dolor, da al mismo tiempo inicio a una jornada tesonera, la de levantar los
hijos, que implica el crecimiento físicamente sano y el desarrollo espiritual
con la capacidad moral para entender y discernir los valores y principios que
rigen la sociedad que a la vez torna la personalidad colectiva.
La misión de una madre no
termina con sus hijos, continua con sus nietos. Es una responsabilidad de una
gran magnitud que se acrecienta cuando la madre es soltera, y cuando la madre
trabaja para hacer su aporte indispensable en el hogar. Especialmente cuando a
los hijos se les complica la vida, son ellas las que responden con la
protección de sus nietos. Los hijos de aquellos que caen en una cárcel, los que
terminan en un hospital, o cuando suceden las tragedias inesperadas por la que
se pierda el ingreso, la libertad y hasta la propia vida. Es la madre la llora
y es ella la que hace de tripa corazón para mediar o remediar en cada nueva
situación.
A las madres trabajadoras
deberíamos darle un reconocimiento más acorde con su realidad, no solo un día
al año, sino todos los días de nuestra vida para que la suya le permita vivir
más afín con su propia integridad de mujer, que tanto ofrece sin esperar nada a
cambio. La sociedad debería permitirle a la madre que trabaja flexibilidad en
el empleo, que aunque es cierto que hay países que lo permiten, todavía hay muchos
donde el sector formal e informal, no permite esa conquista.
Nuestras leyes laborales
y de seguridad social deberían reconocer a las madres trabajadoras el derecho a
un retiro más temprano, por los menos cinco años antes que los hombres, para
compensarlas por los sacrificios en el cumplimiento de sus deberes hogareños.
La sociedad, hoy más que
nunca, necesita crear conciencia sobre el respeto y la dignidad de las mujeres
para que en ellas queden incluidas las madres, las que trabajan, las que van y
vienen con sus hijos hacia la escuela, al dentista, al parque recreativo. Ellas
que no solo ofrecieron un cordón umbilical por nueve meses, sino que ofrecen su
mano protectora por los años necesarios, y vigilan con atención en cada cruce
de calle, y en cada momento de peligro, no solo para evitarlo sino para
prevenirlo.
Las madres son más de la
mitad del mundo y sin ellas es imposible mantener la existencia, ellas
garantizan la continuación de la espiral generacional, saben cultivar las
flores, darle vida al hogar, ocultar la pena para darle espacio a la alegría,
aguatar con valentía una lagrima para no apagar la risa inocente del hijo
tierno que aún acaricia su piel. Ellas son productoras y consumidoras en la
dinámica de la economía. Ellas son sostén, el colorido y razón indiscutible en
la vida política de la democracia o del socialismo.
La madre se eleva por
esas grandes cualidades que la vida le ofrece, la madre que no fue a una
escuela para permitir que sus hijos asistieran, la que no tomó vacaciones para
cubrir los gastos de su hogar. También aquella de la profesión más vieja del
mundo, que tiene hijos que la esperan, a pesar de que trabaja denigrada por la
sociedad que la usa y hasta la abusa.
Es la madre la que
soporta y aguanta, quien esconde la vergüenza por el hijo que se le escapa,
aquel que termina haciendo lo que no debe, aquel que se negó a escucharla. Es
ella la que tolera a los
hijos prepotentes, a los ignorantes que nunca
aprendieron de su sacrificio y abnegación.
El premio de una madre es
ver a sus hijos realizar su vida, actuando con responsabilidad ante la sociedad
y la familia, algo que no siempre se presenta como una conquista, sino como un
pendiente de la búsqueda de cada ser humano por superarse, y aún en esta
circunstancia la madre entiende las complicaciones de sus hijos e hijas
mientras se afanan para progresar en la vida.
¡Felicidades a todas las
madres!