Eramis Cruz
A veces a uno le llega la melancolía, por
tanta gente que conoce y nunca más le vuelve a ver, mucho más aun, cuando hace
cuarenta años que le conoció, para ese entonces era gente otoñal. Fue Panyé
quien me recomendó a Tanango. Hace poco instaló su taller, tendrá trabajo, no
deje ir a verlo –me dijo. Tanango era un hombre alto, que se transportaban en
una motocicleta, usaba espejuelos oscuros, con pelo caído, un buen reloj y un anillo
con piedra brillante. Con su figura delgada Tanango era hombre poseedor de un
porte impresionante. Me dijo que se crió en la sierra, en un lugar llamado Los
Montones.
El día que hablé con él sobre nuestro
contrato de trabajo, no solo me dio empleo a mí, sino también a mi familia, el
taller era tan abierto que uno entraba y salía sin darse cuenta. Aunque, “poco
dura la alegría en casa de pobre”, esta fue una relación laboral paradójica
entre un joven y un hombre maduro y con la apariencia de posesionado. Uno
agradece para siempre cuando alguien deposita la confianza sin exigir difíciles
credenciales.
Ahora tenemos mucho que contar, era al año
de 1972. Ese año, también llegó la navidad, y es que todos los años llega una.
Me extraña sobremanera, que no se celebre cada seis meses ahora en vez de doce,
para hacer posible mayores ventas en tiendas, supertiendas y supermercados.
Pero ese 24 de diciembre, mi hermano, que después también fue mi compadre, nos
levantamos para ser parte del drama de un maravilloso día, de un verde ecológico en la cosmografía
y un azul cielo en el firmamento.
Recién mudado de Macorís para Santiago, éramos
jovencitos, casi adolecentes, que teníamos un grupo de muchachos qué mantener,
no solo a ellos, sino también a nuestros padres, mejor dicho, junto a ellos
para buscarnos la vida mientras la vivíamos.
Aquella miseria estaba marcada solamente
por la carencia de plata, pero no porque nos faltara el calor humano, nuestra casa
era tan grande como el barrio mismo, y la familia tan extensa que ocupaba la
provincia, incluyendo comarcas, aldeas lejanas, y caseríos sin nombres de
residenciales.
Detrás de la bodega de aquella calle de
Bella Vista, que forma dos ángulos de 90 grados con el puente Hermanos Patiño,
estaba el taller de ebanistería de Tanango, justo al lado de un almacén de
tabaco que era considerado centenario y que expedía un aroma que hacía
agradable el aire. Fue en principio el taller de nuestras esperanzas, aunque
luego resultó ser un referente a nuestras frustraciones. Pero lo más importante
es entender que la experiencia siempre le deja a uno algún beneficio, que luego
se sabe aprovechar de una manera y agradecer de otra.
Nos fuimos al trabajo ese día, y echamos
manos a los muebles diseñados por el entorno de la memoria, ambientados por la
alegre música, con botellas de vino y ron, pasamos una navidad tan feliz como
otras tantas de esos míseros años. La navidad para nosotros no era el 25 de
diciembre, sino el 24. El 25 era reservado para pasar la llamada “resaca”. Ese día
de Noche Buena, fue un día bienvenido para el trabajo alegre, con martillos, limas,
serruchos, lijas de papel, y planchas de formica, y un margen reducido para los
errores, hacíamos milagros en cuestión de horas. Un gavetero para la mujer del
Coronel, o un seibó para el compadre Julián, o una cama con puertecitas de manubrios
dorados para la vecina Margot.
No
recuerdo a la hora que salimos de aquel trabajo, pero no lo recuerdo como un
trabajo, era como un gozo, estábamos llenos de alegría, nosotros, los hijos de
Tanango y los demás trabajadores, que no pasaban de unos cuantos. Uno canta una
canción de Sandro de América, otro vocifera bloqueado por el ruido de la sierra,
mientras Tanango entra y sale a una hora, y en un rato se desaparece de nuevo,
haciendo facturas urgentes o cubicando madera de memoria. Aunque el Jornal no
estuviera seguro, no perdíamos la fe de que al menos un adelanto se nos
recompensaría, ese día fue de suerte.
Es muy placentero poder caminar en un
entorno vestido de adornos naturales, un lago con superficie de espejo, donde se reflejan los
pájaros con su vuelo sincronizado con la indiferencia. De la misma manera, es
agradable echarle riendas sueltas a la memoria y encontrar en el pasado un
punto donde detener la vista, esa que llevan consigo los recuerdos. Y es que
aunque podría ser funesto vivir sin un futuro definido, en el mismo grado, es
confortante saber que se cuenta con un pasado que no transcurrió inadvertido.
El único ciego real es aquel que no ve los detalles, y todo lo esquiva
como corpulencia que estorba. La
escritura es parte indispensable para la reconstrucción del pasado, para que no
se obstruyan los huecos del porvenir.
Todas la navidades que recuerdo, fueron
muy alegres, una alegría que pertenecía a la gente, sin regalos, con pocos arbolitos
de navidad, algunos de bombillitos de colores y ramos de algodón, había que
usar algodón, ya que la nieve por allí nunca caía, como ahora en la pantalla de
la televisión u otros dispositivos. Pero los arbolitos estaban en los rincones
iluminados en la sala de algunos vecinos, que muchas veces era un resultado del
interés y no un esfuerzo monetario.
La gente de aquellos tiempos dice que la
navidad perdió la magia, después que todo se comenzó a vender. A pesar de reconocer
que todo cambia, existe algo de razón en ella, pero para quienes no vivieron
aquel pasado, la vida es simplemente como la conocen.
La juventud siempre se ha visto como una
etapa de la llamada “vida loca” que hiciera popular Ricky Martin. Pero luego
que se superan las etapas, la gente puede mirar hacia atrás y darse cuenta que
con todo el alboroto navideño, el fiestón y la cena, el traguito de ron, los
dulces y los pasteles, ya que de asaltos ni hablar, hay un mensaje que
trasciende las distracciones de la algarabía y los cambios tecnológicos. Hace
más de dos mil años que ese niño nace y lo crucifican, porque muchos son intransigentes
y no lo le quieren entender.
La palabra nunca pierde su brillo, siempre
encuentra a alguien que la coloca en un contexto que resalta su semántica. Pero
hay palabra que por sí sola compone una oración gramatical, y cuando se
piensa en ella se convierte en una clausula de benevolencia.
El amor es para las personas, no para sus
defectos o sus errores, no para sus imperfecciones. Lo que es común a todos no hace ninguna diferencia,
por tanto, es necesario mirar aquella valorada esencialidad del ser humano, que
de alguna manera forma parte de nuestra vida, y decirle de corazón algún aliciente
en tiempo de navidad o en cualquier otra ocasión.
El
primer día que vine a hablar con Tanango, en una casa enclavada en el Cerro de
Bella Vista, me pidió que me quedara hasta el otro día, dijo que había acomodo.
Fue una noche de celebración, un vino en la mesa, su primo tacaba la guitarra,
mientras Tanango cantaba una canción que decía: Sembré una flor… la regaba con
agua que cae del cielo… y la regaba con lágrimas de mis ojos… Descubrí que era
buen cantante el Tanango… que no desafinaba. Creo que miraba reflejado en la
copa la figura de su mujer que le sonreía mientras regaba una flor allá arriba
entre las blancas nubes... yo lo percibí en el parpadeo de sus ojos húmedos.
Al otro día Tanango salió en su moto,
inclusive antes del amanecer, se fue a invitar a nuestra madre que viniera a
vivir con nosotros y a convivir con ellos, luego también descubrí que los Tanango
tenían un hueco grande, un vacío de madre. Qué corazón más grande el de aquel
hombre, si apenas empezaba a conocerme.