Ernesto era mi mejor amigo, éramos
entonces adolescentes, muchas veces pensé que tal vez era el único, por lo
menos, en el más alto sentido de la palabra. Definitivamente hay una clase de
amigo muy especial, y puedo asegurarle que no siempre se encuentra una amistad
tan distinguida en cualquier esquina. Otra de mi suerte fue contar con un amigo,
algo mayor que yo entonces, llamado Eliseo Candelario, conocido como Panyé. Con
nadie me he tratado con tanta sutileza, siempre estuvimos de acuerdo con
cuantas cosas se cruzaban en nuestras muy frecuentes conversaciones.
La amistad no tiene género, no exige
espacio, ni tampoco necesita de una afiliación sanguínea. La amistad nace por
afinidades o circunstancias muy particulares. En la amistad divergen y
convergen las más intricadas e impredecibles finalidades. Hay tantas maneras de
confundir una relación cualquiera con una amistad cabal, que es imprescindible
ser cuidadoso con cualquier relación motivada por lo que conviene a una de las
partes.
Creo que este tipo de amistad se crea
comúnmente en el tiempo de la juventud, pero no es extraño que se inicie en
cualquier edad. Lo primero que hay que hacer para cultivar y mantener una
amistad tan especial, es no obedecer a una condición predeterminada. La amistad
no se condiciona, no se determina, no exige, los amigos no tienen obligaciones
ni deberes uno para con el otro. Para este tipo de amigo las cosas siempre
cuadran perfectamente. Son amigos que no se celan, no se envidian, ellos solo
saben ser amigos, sin preceptos, filosofía, lugar o tiempo.
No existe una amistad duradera basada en
un interés particular, ya que el día que ese interés desaparece también
desparece la razón de una amistad que se creía una por excelencia.
Hace unos años tuve el privilegio de
conocer a José Losada, un nuevo y buen amigo, una amistad por excelencia. Digo que era un
buen amigo porque en mi interior así lo sentía. El quería que yo leyera sus
libros, que eran muchos. Yo le tomé algunos prestados y luego de leerlos se los
devolví. Este hombre había sido una persona muy próspera, gustoso de la
política, amante de la cultura, selecto con la música y apasionado del deporte.
Una de sus pasiones era el cine, tenía predilección por el cine latino.
Un tiempo después de conocernos, ya no
quería prestarme sus libros, quería que me quedara con ellos. Como siempre me
veía bien vestido, fue idea suya que abriera su armario y tomara cualquier
traje que me gustara, yo me resistía a su oferta, pero en verdad que José tenía
muchos trajes, algunos caros por su calidad.
Una vez me dijo que le gustaría ir a la tienda
para comprar algunas camisas nuevas, y también quería comprar algunos gemelos,
que mucho les gustaban. El sábado pasé por su casa, lo llevé en mi vehículo a
la tienda. Fue allí que descubrí cuan especial era José Losada. No más llegó a
la tienda y todo el personal estuvo
nervioso poniéndole atención. Pagó lo que le pidieron por las prendas, le dejó
propinas a las chicas del negocio y al final se despidió como todo un
caballero.
Una tarde estaba pensando en este amigo,
quien había sido un hombre próspero, que levantó una familia, que tenía dos
empleos a la vez. En sus buenos tiempos los amigos a su alrededor eran muchos, venían a su casa a escuchar su buena
música, a tomarse unas copas de bien whisky, unos tragos de tequila, o de
cualquier destilado preferido, ya que a José Losada le gustaban las cosas de
primera y de alta calidad. Tenía unas hijas muy llamativas, y no dudo que ellas
también fueran uno de los atrayentes de sus amigos.
Como dice la gente, “el día bueno mételo
en casa, que el malo llega solo”, a José la vida le había sonreído desde que
era muy joven, luego que dejó su país, poco se sabía de su afiliación política
en el tiempo de la dictadura, pero él no mostraba ninguna cicatriz espiritual,
aunque a veces daba muestra de ser conservador, algo no extraño en un hombre de
su edad.
Una noche se fue a dormir tan saludable
como siempre, sin sospechar que la vida le haría una jugada mientras dormía, al
despertar su sistema sensorial no le funcionaba, había sufrido un ataque al
miocardio. Nadie podía creerlo, le buscaron asistencia médica inmediata.
Fue después de este día que la vida se le complicó
a José, entonces todo cambió a su alrededor, de hombre elegante y bien vestido,
saludable y de gran donaire, pasó a ser un viejo con dificultades de locomoción, tirado en un
sillón. Vivía en compañía de su mujer, que aún mantenía su empleo, a pesar de
la condición de salud de su marido y la edad de retiro que ella misma cargaba
sobre sus hombros. "El trabajo me ayuda a vivir" –decía Ramona.
Se esfumaron los amigos, fueron
silenciados los altavoces del hogar, dejaron de sonar los cristales y
contenedores para los brindis. Todo se trasformó del color añejo de la vejez.
Su vida se limitó a las visitas de las enfermeras, el chequeo del correo todos
los días que traía cuentas recurrentes y revistas con ofertas comerciales.
Un rayo de luz llegó a su vida cuando
conoció a su nueva asistente del hogar. Ella y yo un día le ofrecimos llevarle
al parque para que disfrutara la brisa fresca. Fue un día hermoso aquel, con un
sol radiante, y una brisa que besaba la piel. Allá estábamos con él, también
trajimos a su nieto preferido, un niño tímido y consentido por sus abuelos, Ery, de siete años.
José vino en su silla de ruedas, vistiendo
una camisa amarilla mangas cortas, de pantalones también cortos, así como en el
verano andan los turistas. Nos estacionamos frente al río Hudson, desde allí se
disfrutaba la vista del puente George Washington, el panorama de downtown y la
arboleda de la ribera, al otro lado del río, en el Estado de Nueva Jersey.
Pero también trajimos una cámara de video,
queríamos que este hombre se sintiera que se le dispensaba la atención que se merecía.
En la película aparece él, con su escaso pelo encanecido, con señales de
juventud en su rostro, murmurando algunas palabras con su voz sincronizada con
una especie de ronquido.
En lo adelante él siempre estaba gustoso
de que lo visitáramos, y hasta nos reclamaba cuando tardábamos en ir a verle. José
tenía una buena memoria, algo que a veces torna la vida en una triada para el
sufrimiento, cuando se puede tener un sano juicio sobre un pasado que no se aleja y un futuro que se acorta. Pero él nunca daba muestra de ansiedad, al
contrario, había siempre matices de alegría en su cara.
Me dijo más de una vez: toma los libros
que guste, que después que yo me vaya no sé a dónde irán a parar mis cosas. Lo
mismo me decía con respecto a sus trajes, que tomara el que me gustara porque
sus días estaban contados. A Mercedes, su asistente, le llamaba Nena y a mi me refería a veces como Nene, también.
Un
día de elecciones generales lo llevamos en su silla de ruedas a la mesa
electoral, tuvimos que respetar su libertad de elección, ya que José estaba
viejo pero nada tenía de tonto, sabíamos que votaría por los republicanos.
A veces una buena amistad llega tarde, en
el caso de José Losada no fue solamente por su edad, sino por el percance de
salud que lo afectó antes de que lo conociéramos. Tenía el privilegio de
contar con una asistente graduada de comunicación social, que también lo
admiraba. Ella logró que un amigo incluyera en su libro a publicarse una foto de José
sentado en su cómodo sillón, como lo hacía todos los días mientras escuchaba música
clásica de su viejo televisor de pantalla grande, un artefacto de su tiempo,
como muchas cosas que le rodeaban, igual que su memoria que trascendía la
contemporaneidad.
El último día que lo vimos miró a su
asistente del hogar, lo hizo con los ojos aguados. Días después pasó lo que
él siempre supo. Allá en su apartamento se quedaron sus libros arrinconados y
los trajes que elegantemente vistiera por las calles de Manhattan en su tiempo de gloria.
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