Eramis Cruz
Con melancolía el ser
humano se la pasa deseando los tiempos pasados, a pesar de que no hay tiempo
completamente malo ni tiempo totalmente bueno, además, el mejor tiempo de uno,
no necesariamente, es el mejor tiempo del otro. El tiempo es solo notable por
su efecto imperativo e irreversible o por la virtualidad de la memoria.
Fuimos participes de un
mundo que se habría a nueva invenciones. Luego de la Primera y la Segunda
Guerra Mundial los países más poderosos y predestinados a dominar el mercado sobre
el perímetro del globo, competían por el florecimiento de la riqueza, mientras
una gran parte de la humanidad no era más que simple observador de los procesos
y del usufructo de los beneficios de la plusvalía. Se pusieron de moda las
dictaduras, tomó realza la guerra de guerrilla como método de lucha contra el
más fuerte. Las organizaciones obreras se veían en perspectiva hacia una
dinámica determinante de los cambios económicos
sociales.
En países como la República
Dominicana nos moríamos de frío, era un frío que llegaba al hueco de la
conciencia de las personas moralmente dispuestas a no sucumbir ante las
invasiones militares y el dominio de los monopolios. Era el frío de la guerra
fría, una guerra de la ideología, el antídoto que se aplicaba contra el miedo
al despertar de los pueblos, era un miedo a muerte al comunismo. Cuba era el
terror en carne viva. ¿Cómo había sido
posible que un país tan pequeño doblegara un imperio?
La guerra fría se calentó
en la República Dominicana en la década de los 60's. Cuando la gente pierde el
miedo siente derretido los coágulos de
la conciencia, en consecuencia se vieron por las calles los cañones encendidos
de los fusiles de los marines.
El problema de aquella gente nadie lo podía entender,
conspiraron para terminar la dictadura, sorpresivamente se confabularon con sus
asociados cavernarios para terminar con la democracia. El imperio del norte
blandió sus cuernos, entendía que la democracia era buena pero solamente si eran
ellos quienes la controlan, que no lo hicieran los comunistas, ni reales ni
fantásticos. Ese era el fantasmagórico para asustar a los obreros y a los campesinos, el espantapájaros para
asustar a los estudiantes y a los catedráticos. Están seguros de que el
comunismo no funciona, pero tienen miedo que se les demuestre que están
equivocados.
En la barriada la parte trasera
de las casas colindaban con los patios de los vecinos y por delante se oía el
bullicio de los niños, los únicos navegantes de los mares de la felicidad. La
gente mayor tenía aquella costumbre de subir y bajar la voz, a veces era como
el susurro de los viejos haciendo advertencias a los jóvenes, pero ellos
dejaban ver aquella expresión en la cara indicando que les daba un bledo si
eran escuchados o no.
A pesar de la discreción
observada para no romper los parámetros de la privacidad, era más conveniente
que prohibido lo que sucedía en las jurisdicciones urbanas de entonces donde
todo el mundo sabía los pecados de los demás, de manera que no había necesidad
de confesarse al menos que se quisiera cumplir con uno de los sagrados
sacramentos. Ni el padre de la iglesia estaba libre de las malas lenguas, a
quien los más renuentes calificaban de metiche comunitario, decían que no
perdía la oportunidad para echarle el ojo a la hija de doña Rosa, que ignoraba
que Rosalinda se hacía la desentendida mientras desempolvaba los altares del
templo. El cura se autoimponía la penitencia para que Dios le ayudara a
librarse de las tentaciones por la delicia de la carne.
Ese señor de sotana negra
era alguien difícil de evadir, no tanto por su carisma sino por su habilidad y
sofisticada malicia, aparte de su buena memoria para recordar los nombres de
los pecadores. Era el único, aparte de los delatores del gobierno, que no cedía
en su percusión, el cura perseguía a los pecadores que se negaban a cargar su
cruz y los espías perseguían a los hombres de vergüenza que desafiaban la
dictadura.
Eran consistentes y hasta
desmedidos en perseguir a la gente, como si esta naciera marcada por un destino
determinado, como si de alguna manera, viniera a este mundo sujeta a un esquema
que otros idiotas se inventaron, con un cielo inalcanzable por arriba y un
infierno asequible por de debajo. El mensaje era claro, los hijos de Dios nacen
marcado por el pecado y determinado por el fatalismo del que no se libran el
manos que sometan al imperio de la santa inquisición.
Pero no había mensaje más
claro que el aire que se respiraba cada mañana, y allá a la distancia, entre
nubes tímidas, entre luces y sombras contrapuestas, estaba el alba, entonces
toda aquella armonía extendía sus salas, mientras en la cercanía un gallo
cantaba como respondiendo preguntas a sus iguales, un perro ladraba sin otra
razón que la de revelar su existencia, o una vaca bramaba celebrando la tibieza
de la mañana, o una flor nueva en el vergel había recibido la visita del rocío.
Y para completar el
cuadro, no se dejaba esperar el aroma del café típico de la inventiva de doña
Mariana. Ella era la mejor haciendo milagros con el café, envuelta en un
proceso perfeccionado entre un pilón rústicos, un caldero de aluminio, un
colador casero, el ímpetu ardiente del los fogones, una porción de agua de una
tinaja arrinconada, una cucharada de azúcar crema y una pica de nuez moscada,
producía el elixir preferido de la mañana. Lo servía con gracia diciendo
"Menéelo que tiene el azúcar abajo".
Es después que uno se da
cuenta, el mundo no pudo ser posible sin un sustituto de la ciencia que bien
pudo haber sido la superstición popular o la brujería de las hechiceras,
cultivo en tierra fértil si se le adhiere la ingenuidad de quienes viven sin
hacerse las preguntas y sin preocupaciones por las repuestas. Se contacta un
mundo de gente que solo quiere vivir la vida, sin complicaciones políticas ni
conjeturas filosóficas. De esa manera vivió Romina la dueña del ventorrillo de
la esquina, poco tiempo después murió Pascual el fino carpintero que arreglaba
todas las casas menos la suya, confirmando lo que dice la gente que “unos van
a'lante y otros van atrás”.
Fue unos años después que
algunos nos dimos cuenta que Anastasio no era tan excéntrico como la gente
creía, era cierto que le gustaba beber ron y cerveza en compañía de cualquiera
y sin importar la hora, pero lo hacía para olvidar sus penas, no para huirle a
la alegría, después de todo, él no era el único a quien le aplicaba el dicho de
que “el corazón de la auyama no más lo sabe el cuchillo”. Al final, algunos
escucharon su consejo que solía dar a voces y a más de uno, cuando pasaba
tambaleándose por la acera, “no se tomen la vida tan en serio, que es
corta”. Luego todo el mundo cambió de
parecer, el día que se lo llevó arrestado una patrulla de la Guardia Nacional y
lo metieron en la cárcel de la Cuarenta acusado de conspiración para derrotar
el gobierno constitucional. “De cualquier yagua sale tremendo grillo” ̶-decía la gente con incredulidad.
El error de los sabios es
ignorar a los tontos, hay sabiduría en todas las cosas y en todas las personas.
es misión del ignorante intelectual descubrirla según su teoría y los
accesorios de su laboratorio. Uno se da cuenta de ello cuando recuerda el
conversar de los viejos. Se da cuenta cuando se hace un autoanálisis y descubre
que el origen de la sapiencia de la vida se encuentra sobre fuentes
académicamente informales.
Se desboronó la Unión Soviética, cayó impotente la Torre de
Berlín, descalificaron la llamada teología de la liberación, se impuso en el
globo el neoliberalismo, fueron descontinuados los viajes a la Luna para
financiar invasiones militares, no se ha levantado el embargo contra cuba, ni
se ha logrado una asistencia efectiva contra la miseria del pueblo haitiano,
solamente se ha logrado aumentar el número de pobres en el mundo a costa de hacer
más prósperos a los ricos. Así terminan los recuerdos de una época que poco
tiene que envidiarle a la contemporánea, a acepción de los teléfonos celulares
y las fantasías virtuales de la ingenuidad.