Eramis Cruz
Cuando la vida no se parecía a lo de estos tiempos, solíamos seguir a Ramona el campo de Hatillo. Recuerdo el caudal del río Jaya, bajando por la calle Billini, allá más abajo de la tenería. Caminábamos entre fincas rasgadas por las alambradas, sin temor a un asalto, ni a las fatalidades de las balas perdidas. Cuando Ramona dejaba de hablar, comenzaba a pensar, nosotros le escuchábamos el pensamiento, era poseedora de un rostro muy expresivo. Así era cuando caminábamos rumbo al campo de Hatillo.
Entonces uno vivía tan cerca de la naturaleza, era el tema del que más se hablaba, nadie era indiferente al jardín de la casa, uno sabía donde vivía fulano de tal, sus apremios y sus desgracias. Todas las cosas estaban llenas de vida, todos los sonidos tenían ecos para los recuerdos.
Era mi modo de ver las cosas, entendía que los campesinos venían al pueblo a algo más que diversión, algo así como a vender sus productos, en cambios nosotros íbamos al campo a divertirnos. Por un extremo de la ciudad íbamos a Mata Larga cruzando un puente que saltaba una especie de quebrada de agua contaminada. Por el otro extremo íbamos a Hatillo, un viaje para cruzar aquel río cuando su caudal era tan hermoso y exuberante. Nuestra familia procedía de uno y otro extremo, una familia se inicia cuando se atan los cabos sueltos de las casualidades por culpa de una mirada o la picardía de una sonrisa mágica.
Luego de un leve descenso, se llagaba a la casa de Matilde, un casón al estilo campestre. Era para nosotros el lugar ideal por el entorno dinámico definido por sonidos y movimientos. Alrededor del rancho la tierra estaba pelada por el vaivén de los becerros, la manada de gallinas, los marranos inquietos y siempre hambrientos. Aquí no había flores como en la casa de Luisa en Mata Larga, ni el hedor de las pocilgas tenía aquella intensidad que desafiaba el olfato. En Hatillo la casa de Matilde y su marido, apopado Nene, el espacio exterior de la casa, y el piso de tierra de la cocina era espacio libre para gente y animales.
Matilde estaba siempre allí, rodeada de sus muchachos y protegida por su marido, casi no le recuerdo sin una barriga de ocho meses, ni tampoco le recuerdo en medio de la sala de la casa, siempre estaba atizando los fogones en la tibieza de la cocina. No era mujer grande, pero muy fuerte y firme para llevar a cabo su faena, y ocuparse del papel de madre de una numerosa familia.
Llegábamos a esa hora de medio mañana, cuando el desayuno ha sido servido, y comienzan los preparativos para la próxima jornada. Muchos detalles nos eran desapercibidos, como el caldero de agua hirviente, el ave había sido atada en un rincón de la cocina, más exactamente debajo de la barbacoa, nos fascinaba la habilidad de aquella mujer de movimiento rápido. Nos llamaba la atención el pataleo del ave levantando el polvo de la tierra, en poco tiempo era desplumada con la asistencia del agua hirviente.
Pasando la casa, luego del amplio patio, comenzaba aquel terreno de cacao y café, decorado por los naranjos. De camino al río, o de regreso, uno se podía detener a disfrutar de aquellos cítricos deliciosos. Entonces éramos un grupo de muchachos dispuestos a devorar los informales manjares del menú familiar. Comer era entonces tan divertido para nosotros, a pesar de las advertencias de algunos para que los adolescentes no consumieran frutas, eran mitos y cábalas de aquellos abuelos centauros.
Nada podía compararse a la hora de la comida, regresamos hambrientos después de horas nadando en el riachuelo que corría en los márgenes de los cacahuales. Allí comparábamos las piedras, buscando las más apreciadas, llamadas piedras de rayo porque, según decían, eran los reductos destructivos de las palmeras cuando las tormentas partían el espacio. Y es que el rayo era el tormento de mucha gente, no había peor noticia que aquella de alguien calcinado por un rayo en medio de la sabana. El relámpago iluminaba los ranchos en la oscuridad de la noche, seguido por el estruendo desafiante, tan aterrador como divertido.
De alguna manera, éramos exactos cuando llegaba la hora de la comida, no solo nosotros, sino también los gatos y los perros, seguidos por los puercos, los patos y las gallinas. Cada cual tenía que defender lo suyo por su cuenta, especialmente los niños, aquellos animales eran socialistas, que gustaban de compartirlo todo, sin dejar remanente para el futuro.
Nunca supimos que hacía Nene cuando se desaparecía por el amplio cacahual, era como un fantasma que sabía mejor que un brujo cuando estamos maltratando sus floridos naranjales, pero él no decía nada, y feliz a veces nos ayudaba en la recolección civilizada de aquellas jugosas y dulces frutas. Cuando no lo hacía seguían indiferente su camino, y se perdía hasta la campanada de su instinto que le avisaba la hora familiar del almuerzo exactamente al medio día.
Ramona y Matilde no se callarían hasta después de la despedida cuando el día rallaba la noche. Las dos mujeres contaban con el coro de las señoritas de la familia, con las cinco hablando al mismo tiempo era difícil que algunos de nosotros pudiera ser escuchado, al menos que surgiera la imperiosa necesidad de un reproche o un “búscame una ramita de yerbabuena”.
Nene no era muy conversador que digamos, pero tenía la gracia de hacer reír a la gente con sus comentarios, nos daba la impresión de que a pesar de ser tan discreto en un medio tan limitado, donde todo el mundo conocía a medio mundo, tenía cosas muy particulares que contar. Cualquier reclamo de Matilde a su marido, era motivo de risas para Ramona. Ya dijimos que nunca vimos molesto a Nene que sabía encontrar vida en la soledad del campo y en la magia de su sombrero preferido.
A distancia de un gran perímetro, Matilde no tenía vecinos y tal vez por eso nos sentíamos en medio del paraíso cuando veníamos a su fundo. La magia comenzó a desaparecer con la llegada del hombre a la luna, algo que tuvimos que aceptar porque era mejor creerlo que averiguarlo, perdimos la inocencia para comenzar la guerra de las ideas de la parte final del siglo.
De regreso a la ciudad, que para ese tiempo era más parecida al campo, excepto por sus luces, las calles pavimentadas y la comodidad del acueducto, llegábamos cansados por el afán del día con un dulce sueño garantizado hasta despertar de madrugada con el cantar de los pájaros desde los patios aledaños.
Matilde nos resultó una mujer de hierro, vivió para ver la era digital y nos ha convencido de que uno se muere cuando le da la gana, si es que aprende los secretos de la vida sin temor a la muerte.
Aquella era la felicidad de nuestras vidas, con muchas limitaciones materiales, pero vivíamos más acorde con lo que la naturaleza nos ofrecía, aunque para muchos la pobreza era un destino, la esperanza por un mundo mejor trascendía los disparos de las injusticias humanas. Pero como oíamos decir a los viejos, “unas son de cal y otras son de arena”, ellos a pesar de sus penas, sabían ocultar lo intolerable para dejarnos crecer y descubrir casos y cosas a su debido tiempo. Es que éramos niños sin conciencia real de la falta de libertad de nuestros padres, eso hacía cambiar con el tiempo la manera de interpretar nuestros más anhelados sueños. Ese tiempo nos llena de melancolía y nos enseñó el valor de la vida sencilla, la hermosura de compartir la vida, sin la vanidad de lo que no perdura.