Eramis Cruz
El olor a café recién colado impregnaba el
aire de la madrugada, luego el sol se levantaba con sus rayos luminosos
decorando el inicio del día. Con apresuro llegaban los hombres a caballo con
las cargas de plátano y víveres para el ventorrillo. Pero aquel ventorrillo era
distinto a los demás, tenía forma y tiempo según pareceres de su dueña. De
manera que por tiempo se reducía a una batea que la marchante coloca sobre su
cabeza, mientras mudaba sus pasos hacia el centro de la ciudad. No pregonaba
sus verduras, ella tiene un estilo diferente, llega en silencio y no le faltan
los clientes.
A Maruca todo el mundo la adoraba, fue
viuda la mayor parte de su vida debido a que su esposo murió muy joven y tan
temprano en su relación que apenas finalizaban la luna de miel. Ella no volvió
a casarse, una decisión poco extraña para esa época. Los linderos de la
relación de ella con nuestra familia era una tipología de secretos a voces,
pero a nadie le importaba si era considerada una tía, una abuela o una madre, al
final ella era simplemente un manantial de amor.
Maruca, como muchas mujeres de su tiempo,
no aprendió a leer ni a escribir, pero hacía todas sus cálculos de modo
práctico, restaba, sumaba y multiplicaba emitiendo un murmullo extraño.
Yo nací en una calle de San Francisco de
Macorís y a pesar de que vivíamos en la ciudad, rodeados de campesinos, en
realidad no era igual a cuando se vivía embardunado con el quehacer rural. “Si
nace varón, será mío” –le dijo a la mujer preñada”. En este sentido, el
ventorrillo de Maruca fue mi primera escuela en asuntos de horticultura. La
vieja me descubrió sembrando un plátano verde en vez de la cepa que se forma del
tronco de la mata.
Todavía me parece sentir el olor a cilantro,
mirar las figuraras multiformes del jengibre, observar el cuidado con el carburo
que se utilizaba para acelerar la maduración del banano y del zapote, esperando
a ser vendido. Nadie sabía a ciencia cierta qué era el Carburo ni el efecto que
podría tener en la salud. Para Maruca el carburo era un elemento necesario para
apresurar el proceso que facilitaba lo centavos. Era el tiempo en que con unos centavos
se compraba cualquier cosa. Especialmente ella para quien los ricos eran seres
de otra especie.
Maruca
Nació con el siglo pasado y conocía la historia política del país porque la
había vivido en carne propia, especialmente esos poderes ilimitados de gobernantes
como Horacio Vázquez y Rafael Leónidas Trujillo Molina. Era una mujer morena
que siempre lució una melena de pelo negro, pero de eso que la gente en
Quisquella llama “pelo bueno”, que no es lo mismo que el “pelo de pimienta” de
los haitianos o de los cocolos, como para no decir el de muchos dominicanos.
Toda su vida probó su suerte jugando la
lotería, a veces acertaba alguna apuesta y recobraba un cinco por ciento de lo
que había perdido. Ni remotamente puso nunca duda la existencia del
Todopoderoso, ni del cielo ni del infierno. Nunca en su vida visitó un brujo,
ni era mujer llamada a lugares de fiestas ni de diversiones, ella no tenía
tiempo para esas jolgorios. Le dolía la cabeza si no tomaba café, entre más
negro y fuerte mucho mejor. Sin tiempo para aburrirse se le veía de prisa,
orinaba parada en el callejón lateral de la casa, echándose a un lado rebajo y
falda.
Eran muchos los santos de su devoción y a ningunos
marginaba ni dejaba de usar su servicio que dependía de la ocasión. Con los años,
el más efectivo fue el Niño Perdido porque con el pasar del tiempo era más
frecuente que olvidara donde guardaba los objetos de su preferencia.
Provenía de un tiempo en el que todo era
natural, inclusive la nicotina que perfumaba aquel ambiente y no hacía daño a
la ecología. Ella creció y vivió su vida adulta perseguida por los muertos,
y no era la única que los detectaba. En
ese tiempo la gente no más se moría y en poco tiempo andaba por campos y
ciudades haciendo grimosa la noche y buscando mil maneras para recordarles a
los vivos que en realidad de la vida a la muerte solo había un corto tiempo y
un restringido espacio.
Pero a Maruca los muertos no le
preocupaban, por los menos no tanto como los vivos. En aquellos tiempos de las
dictaduras el país vivía arropado por una miseria espantosa y la gente trataba
de prever no los tiempos malos sino el impacto de los peores. “Guarda pan pa’
mayo y harina pa’ abril”, se solía decir con frecuencia, al final para muchos
ni el pan ni la harina era fácil de conseguir por allá por el centenario del
trujillismo.
Ella nunca criticó a los potentados, ni a
los ministros gubernamentales, ni a los altos jerarcas eclesiásticos, no por
falta de razón sino para no malgastar el mínimo de moral que impulsaba la vida.
Pero no pasaba por alto el peligro de los “calieses” de la dictadura. Ella consideraba
innecesario los argumentos pero aseguraba que nada dura para siempre y que todo
lo que sube baja.
Fue después que nos dimos cuenta que
Maruca no era tan pobre como creíamos, y que tenía más meritos de los que le
reconocimos, a excepción del respeto dispensado o mejor dicho ganado con una
actitud de tolerancia y una reserva de paciencia reservada para los momentos
desesperados, no suyos sino los de los suyos cuando se sentían desafiados por
la incertidumbre de un país sin espacio para el progreso de generaciones en
crecimiento.
Ella era la dueña de la casa de amplio
patio, establecida en aquel solar que ella misma consiguió por su propia
gestión cuando se cedieron terrenos para la fundación y ampliación de la ciudad
macorisana. Tenía cualidades humanas digna de imitar, como era aquella
disciplina férrea para el trabajo, el placer de levantarse de madrugada por su
propia cuenta. Estaba convencida de que el que “madruga Dios lo ayuda”, y
parecía estar más persuadida que nadie de que a ella nada le faltaba, claro que
no aspiraba más allá de lo que le permitía su peculio personal. Yo perplejo la
miraba comiendo plátano salcochado con arroz blanco y le decía que eso era
“comer vacio”.
Fue después de su muerte que me di cuenta que
su vida era una lección de moralidad ya que había ofrecido más de lo que
materialmente recibió, especialmente de quienes heredaran sus limitadas
pertenencias. Recuerdo el día que le sugerí poner en nombre de algún familiar
su casa de madera. “Ese rancho es para que me entierren” –dijo de modo rotundo
y sin un solo argumento.
Así era su manera de explicar las cosas,
fueran del cuerpo o del alma. Aún recuerdo la hora de aquella misa en la
iglesia San Martin de Porres. La gente con reverencia recibía la santa comunión
de la mano del sacerdote. Le pregunté qué era aquello que a la gente le daban
en la boca, “es comida del alma” –dijo como si hablara a un adulto.
En medio de la miseria Maruca era la que el
día más difícil resolvía las limitaciones, sin que para ella significara alguna
diferencia o le sirviera de algún mérito. En su ventorrillo siempre había
algunas viandas para los calderos y en la bolsa que escondía entre sus senos caídos
algunos centavos para ir la pulpería. Ella a veces decía que no tenía ni un
“clavao”, pero la carencia era hasta su regreso del centro de la ciudad.
Hoy, cuando existen más comodidades para
mucha gente, nos damos cuenta de los grandes valores que sostenían nuestros
pueblos en tiempo tan difíciles como eran aquellas décadas. Es posible que el
porvenir regrese en busca de la integridad perdida en medio de los arrabales
digitales de una generación que degenera la integridad interior necesaria para
sobreponerse a los estados depresivos de los pueblos.