Eramis Cruz
Durante los días soleados aquel campo de verdor intenso se convertía en un jardín florido donde la naturaleza con sutilidad mostraba los secretos de su grandilocuencia. Nosotros éramos en ese entonces elementos apenas tomados en cuenta debido a la absorbencia del trajín de la vida. En ningún lugar contamos mejor las estrellas luego que la oscuridad no aseguraba la llegada de la noche, de la misma manera que durante aquellos días, y en muchas ocasiones, nuestros ojos se complacieron mirando una gran distancia en la que los confines eran decorados por las amapolas que pintaban de rojo el panorama de aquella orografía.
El viaje desde Boca Vieja hasta los Fogones había sido una verdadera travesía. Aprendí que se puede llegar muy lejos si se sabe hacia dónde se dirigen nuestros pasos. Salimos con el comienzo del día, aun oscuro, llegamos al final del día, ya oscureciendo. Nos recibió un lugar reservado para inocencia de las vírgenes, todo allí era nuevo, nosotros aun niños, los únicos viejos eran padres rejuvenecidos, el nuestro era el descubridor implemente de toda aquella novedad.
La mañana del día siguiente fue una maravilla, canto de pájaros, aleteos de gallinas, el pío pío de los pollitos, el rocío sobre la hierba, caída de mangos maduros, el fogón caliente, el café colado, los aguacates morados, naranjas y toronjas, limones y limoncillos, piñas y melocotones, los ajíes y el cilantro, y en un mismo lugar del conuco juntos crecían los plátanos, las batatas, la juca y las habichuelas. Una vez atraía el rítmico canto de un ruiseñor, otras veces, el imperio de un silencio que parecía hablarnos de vez en cuando y de cuando en vez.
Uno no suele hablar de las cosas ordinarias ni de los actos recurrentes de la rutina, pero todo aquello adquiere carácter inverosímil cuando se abandona el escenario o cuando el tiempo se encarga de cambiarlo todo. En la memoria quedan grabadas las imágenes animadas de un pasado que se niega a abandonar la existencia. Es por eso que existen tantas fuentes originales para la inspiración de la creación ficticia en el arte, la música y la literatura, sin descartar otras disciplinas estéticas que traspasan los límites de la imaginación.
Nunca nos dijeron, porque no era tema de conversación entre los lugareños, a cuántos metros vivíamos sobre el nivel del mar, pero teníamos la percepción de que estamos por encima de muchas otras latitudes, aun fuera una sensación de la frescura del aire limpio de aquellos campos de Nagua.
Los Fogones fue para nosotros el mejor nombre para aquel lugar ubicado entre dos ríos de agua tan clara como el cristal. El río Arroyo Grande nos brindó su agua tibia cuando por curiosidad nos dábamos un baño en su cauce cuando el sol todavía no reflejaba los arboles de su rivera en la superficie de su lagos. A pesar de su mansedumbre se convertía en un gigante de fauces desafiantes cuando el sol se ocultaba por varios días bajo el manto gris del cielo. Los torrenciales lo cambiaban todo, excepto el espíritu invencible de los campesinos y el amor novedoso de los manantiales de las pasiones juveniles.
Al otro extremo y a corta distancia, estaba aquel aparente riachuelo que la gente conocía como Arroyo Puerco Gordo. Sus aguas más bien se veían obstaculizadas por las grandes piedras arrastradas por sus corrientes. Nos preguntábamos cómo era posible para aquella imitación de río desarrollara tanta fuerza que la permitiera la capacidad de mover tanto peso en una noche o un día cualquiera.
La vida es más corta para aquél que la vive menos y bien puede ser tan extensa como los ilimitados espacios de la memoria para quien se deja embargar de la pasión que pende de cada brizna. Uno simplemente no es un agente divorciado de los elementos ni de los grandes fenómenos por muy distantes que nos parezcan, es en ese relacionarse con los elementos y los procesos donde la vida no es la misma vida para todos, es cuestión de sumergirse en su intensidad y nadar en lo extenso y dimensional del espacio desconocido al prosaico.
En este orden de idea, se puede concluir que lo simple no es tan complejo ni lo complejo es tan simple, como nos hacen creer los príncipes del sofisma. Esa fue mi experiencia cuando 25 años más tarde volví a los Fogones, descubrí que el cantar de los pájaros desde lo alto de las palmeras, se había transferido de la realidad a la ficción. Y me pregunté, en mi segundo viaje, cómo fue que todo el mundo se fue de allí.
Comprendí que si el progreso no viene a la gente, la gente se va en su busca, aun sea un intento mejor definido por los fenómenos de la emigración de hombres y animales, unos hacia las urbes, otros hacia otras latitudes de la tierra. Y en ese intento se extinguen muchas especies, y evolucionan pueblos a causa de la cultura o las relaciones económicas de las nuevas diásporas.
Allá, en Los Fogones de Nagua, allá vivía Nicolasito, agricultor y carbonero, hablaba tan rápido como caminaba con sus pies descalzos. Siempre pasaba por el camino, que era el boulevard de nuestro rancho, nunca pasaba sin dar los buenos días, y la mayoría de las veces tenía sobradas razones para detenerse. Fueron muchas las veces que se echó un conversado con el viejo jefe del hogar.
Nicolasito sigue siendo mi personaje lleno de vida, sus huesos pertenecen al mundo de los mortales como la mayoría de su generación, pero no su figura. Le recuerdo retirando una brasa del fogón de la cocina con sus dedos callosos. Este hombre de piel tan oscura como el carbón que calcinaba para la venta, nunca supo de los grandes lujos de que disfrutan los privilegiados, nunca supo lo que era retirarse después de 30 años de trabajo. Nada de eso cabía en aquel entorno, porque la gente de allí trabajaba sin quejas ni tapujos hasta los días finales de sus vidas.
A Nicolasito lo vimos cruzando caminos detrás de sus caballos o burros, sin camisa durante las horas recia por el calor en tiempo de sequía. Nunca se enfermó ni siquiera de gripe. Lo vimos, igualmente, ir y venir por aquel contexto campestre durante los días lluviosos, disfrutando los aguaceros, sin temor a los relámpagos. Su rancho estaba a la orilla del camino real, no muy lejos del la mata gigante de anacahuitas, que separaba su casa de la ermita comunitaria.
La última vez que hablé con su viuda, Duba, su única mujer, me dijo con orgullo muchas cosas de los grandes dotes de su marido. Hombres como Nicolasito son la base que ha permitido, con trabajo y esfuerzo, en aquellos tiempos olvidados de nuestros jardines floridos, crear la patria que nos cobija hoy, que nos desafía a corregir los males que nos aquejan para hacer posible un mundo mejor para el porvenir que se nos viene encima.
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