Miguel Guerrero
El viernes 20 de septiembre (de 1963) estalló una huelga del comercio convocada por un Comité Cívico Anti-Comunista integrado por directivos de Acción Dominicana Independiente. El Gobierno del presidente Juan Bosch declaró ilegal el paro, que afectó casi en su totalidad las actividades comerciales de Santo Domingo y otras ciudades del país. En Santiago, la paralización cobró fuerza en horas de la mañana, aunque después del mediodía tendió a debilitarse.
La protesta provocó reacciones airadas de los partidos opuestos a una interrupción del orden constitucional, expresadas en comunicados del PRD, el Catorce de Junio e incluso del Partido Revolucionario Social Cristiano (PRSC), que tan crítico fuera de Bosch a lo largo de los últimos siete meses. Pero la paralización constituyó un éxito rotundo para sus organizadores y permitió sacar a relucir las serias divisiones que aquejaban a los grupos dispuestos a respaldar a Bosch, cuya situación parecía ir resquebrajándose. Desde su regreso de México a comienzos de esa semana, el Presidente parecía encontrarse en peor posición que al momento de emprender el viaje.
El paro comercial se hizo sin una convocatoria previa. Fue el resultado de una labor de agitación que logró ese mismo día fundir en una sola protesta toda la frustración y desencanto que la política del Gobierno había acumulado en los sectores patronales. Se decidió como fruto de un insuperable desacuerdo con respecto al lugar de celebración de la próxima manifestación pública de Reafirmación Cristiana.
Tomás Reyes Cerda, de 39 años, funcionario del Consejo de Estado en el área de la información, al cesar en sus funciones como director de Radio Caribe al ascender Bosch al poder, había quedado como comentarista del programa radial de Unión Cívica Nacional. Era un periodista muy influyente y combativo. Corresponsal de la estación newyorkina WRL, compartía esas obligaciones con un puesto de redactor en Prensa Libre, el periódico de Rafael Bonilla Aybar. La redacción del diario funcionaba en un edificio de dos plantas ubicado en la intersección de las calles Conde y Espaillat, en el corazón de la ciudad colonial. En ese inmueble estaban también las oficinas principales de la UCN. Reyes Cerda, fiero opositor a Bosch, era uno de los miembros fundadores de Acción Dominicana Independiente (ADI).
A comienzos de semana, después del éxito de una concentración de Reafirmación Cristiana en Azua, los directivos de ADI discutieron la sede y fecha de la décima y próxima manifestación. Enrique Alfau propuso Barahona, que era un baluarte del PRD. La ciudad sureña, con un importante puerto, poseía un ingenio azucarero y minas de sal y yeso. Por su condición de centro laboral, la oposición conservadora al Gobierno carecía allí de muchos adeptos.
La objeción que Reyes Cerda puso a esa ciudad como sede de la décima manifestación cristiana no tenía que ver solamente con ello. Barahona distaba a unos 204 kilómetros al sur de Santo Domingo. Esta distancia considerable dificultaba los arreglos técnicos para la transmisión radial del acto. Onda Musical, con su frecuencia de 49 metros de onda corta, se había comprometido a transmitirlo. Pero su dueño Ramón Pacheco y Reyes Cerda, abrigaban dudas sobra la efectividad del alcance de la emisora para conseguir una buena y nítida transmisión. Finalmente se acordó que la difusión se haría por La Voz del Trópico, por donde se transmitían muchos de los programas contrarios al Gobierno, uniéndosele Onda Musical en cadena.
Quedaba todavía, sin embargo, la cuestión de si convenía hacerlo en Barahona. La opinión de los que se oponían a realizarlo en aquella remota ciudad consistía en el poco impacto que tendría. Surgió la idea, en oposición, de efectuar un paro de actividades en Santo Domingo, para crear una situación de crisis al Gobierno. La alternativa le pareció buena a Enrique Alfau quien dio su consentimiento.
Bonilla Aybar no estuvo en principio de acuerdo con el plan.
- Las huelgas no tumban gobiernos – dijo.
- Esta lo tumbará – le respondió Reyes Cerda.
La acción comenzó de inmediato. Alfau, que tenía excelentes contactos en las altas esferas empresariales y conocía a muchos jefes militares, se asignó el trabajo de moverse en esas áreas. En esa tarea le ayudaría Horacio Alvarez, uno de los industriales más importantes del país y un conocido opositor de Bosch. Por su parte, Reyes Cerda, Robinson Ruiz López, dirigente sindical, y Máximo A. Fiallo, antiguo empleado de la Pan American experto en radio, se encargaría de convencer al comercio árabe, chino y español, cuyos integrantes en su mayoría eran contrarios al régimen.
Fiallo, de 51 años, gozaba de gran reputación como técnico de radio, funciones que desempeñó por espacio de veintiún años en la línea aérea norteamericana. Su padre fue designado cónsul en Nueva Orleans en 1924, a raíz del ascenso de Horacio Vásquez a la Presidencia. Permaneció en ese cargo hasta que Vásquez rompió sus vínculos políticos con Federico Velásquez. Fiallo, el padre de Máximo, era un velasquista furibundo. Mientras su progenitor ejercía funciones consulares, Máximo se graduaba con honores de high school en el St. Paul’s College, uno de las más famosas instituciones por aquel entonces del estado sureño de Louisiana. Era un polifacético. Entre muchas otras habilidades, Fiallo se reputaba como un buen piloto de otros tiempos. Poseía la licencia de aviador civil número dos de la República Dominicana, que adquiriera a comienzos de los años 40. Durante el Consejo de Estado ocupó las funciones de jefe de comunicaciones del Aeropuerto. Cuando Bosch ascendió al poder se le canceló por su relación familiar con el doctor Viriato Fiallo, de quien era primo hermano. Por razones familiares disfrutaba de buenas relaciones con muchos oficiales de los distintos cuerpos armados: era sobrino del general Federico Fiallo, muchos años atrás uno de los principales oficiales de Trujillo.
A pesar de estos antecedentes, Máximo Fiallo prefería permanecer fuera de la política partidaria. Se oponía fuertemente a Bosch, pero tampoco profesaba muchas simpatías hacia la Unión Cívica, con todo y que su primo hermano, Viriato, era el líder de la organización.
La ADI consultó a varios jefes militares sobre esta decisión y algunos sugirieron extender el paro por cinco o seis días. La entidad estaba decidida a llevar a cabo la protesta por una sola jornada. El hecho de que se hiciera un viernes ayudaba a sus propósitos. Seguía la pausa del fin de semana y el martes siguiente, 24 de septiembre Día de las Mercedes, era feriado oficial. La paralización debía ser, pues, de un sólo día. Esto resultaba imprescindible a los fines de acreditar la acción como una protesta contra “el avance del comunismo”, no contra el Gobierno. Finalmente se adoptó la decisión y Alfau distribuyó las responsabilidades. En su residencia de la calle Estrella Sadhalá casi esquina Benito Monción, tenían lugar muchas de estas reuniones. Allí, para los fines prácticos, funcionaba el cuartel general de ADI.
El paro se organizó tan herméticamente, que ninguno de los servicios de seguridad fieles al Gobierno tuvo información anticipada del mismo. Tampoco se hizo mención siquiera de tal posibilidad en ninguno de los muchos programas de radio afectos al PRD y al Presidente de la República. Salvador Pittaluga Nivar, el comentarista de televisión que Bosch había utilizado para elaborar el protocolo de los actos de juramentación y que hiciera de moderador en el debate pre-electoral entre Bosch y el sacerdote Láutico García, menospreció la posibilidad de una paralización de las actividades comerciales. Se habla en algunos círculos de una huelga, dijo en su programa de televisión el jueves 19 en la noche. “Son rumores. No hay motivos de alarma”.
Los directivos de la ADI que esa noche veían el programa de Pittaluga para enterarse de las novedades oficiales, saltaron de gozo.
- ¡Se fastidiaron, porque la huelga irá mañana! – dijo Alfau.
Reyes Cerda tenía hecho los contactos para dar inicio a las primeras horas del día siguiente al paro de actividades del comercio. Con el propietario de La Voz del Trópico, Joaquín Custals, hizo arreglos para utilizar esa emisora como un canal de expresión para dirigir la protesta.
- Conmigo no cuenten… - les había dicho Custals - , pero si ustedes toman la emisora, no me opondré.
Aún quedaba un detalle por superar. Custals tenía como director de la estación a Pedro Justiniano Polanco, simpatizante de Bosch. Si él le avisaba acerca de la transmisión, con toda seguridad Justiniano se opondría y tal vez incluso avisaría a las autoridades. La única posibilidad abierta era la fuerza. Custals dio la solución:
- Si ustedes toman la emisora, yo no tengo que ver con eso.
Cuando en horas de la madrugada del viernes 20 de septiembre, Máximo Fiallo y Reyes Cerda fueron en busca del técnico que se encargaría de hacer las conexiones para posibilitar la transmisión y la entrada en cadena de otras emisoras, no lo encontraron en el sitio acordado en el barrio de Ciudad Nueva. Decidieron entonces ir solos a La Voz del Trópico, situada a poca distancia de la entrada posterior del Palacio Nacional, en el sector de San Carlos, en pleno centro de la ciudad. Allí se les unió Robinson Ruiz López.
Penetraron a la estación alrededor de las cinco de la mañana, hora justa en que empezaba la transmisión del día. Hubo otro inconveniente. En lugar del joven locutor y técnico con el que se habían puesto de acuerdo, estaba Ercilio Veloz Burgos, con el cual aquel había cambiado de turno. Cuando le dijeron qué se proponían, Veloz Burgos le respondió con una negativa:
- Yo no tengo instrucciones para eso.
Fiallo extrajo una pistola de su maletín y le apuntó con resolución:
- ¡Estas son las instrucciones. Tú te quedas ahí, y no jodas!
Reyes Cerda trató de calmarlo en beneficio de su plan:
- Tu sólo tienes que abrir y cerrar el micrófono cuando yo te diga.
No te pasará nada Ercilio.
Permanecieron allí por espacio de dos horas difundiendo consignas contra el comunismo y llamando a huelga del comercio. Como estaba planificado, no difundieron una sola consigna contra el Gobierno. Cuando tenían más de una hora en esa tarea, Reyes Cerda comenzó a sentirse afectado de ronquera. En el momento en que ya no podía seguir hablando, se presentó al estudio Pablo Garrido, un joven locutor desafecto a Bosch, quien tomó el micrófono en su lugar.
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La policía no se presentó en la emisora hasta aproximadamente las ocho de la mañana, más de dos horas después de que Fiallo y Reyes Cerda la tomaran por la fuerza. Pero antes de que los agentes llegaran, les llamó Poncio Pou Saleta para informarles que las autoridades habían silenciado la emisora, cortando el suministro de energía eléctrica en la torre de transmisión. Si querían continuar en su labor, podían ir a la emisora de su propiedad, Radio Pueblo.
Pou era un sobreviviente de la expedición que en 1959 trató de derrocar a Trujillo. Gozaba de mucho prestigio en los medios opositores al Gobierno. Su emisora de radio funcionaba en la zona intramuros, en el barrio San Miguel, de la ciudad colonial, hacia donde de inmediato se dirigieron Fiallo y Reyes Cerda, ahora acompañados del joven Pablo Garrido. Allí les detuvo la policía poco después, poniendo fin a la transmisión. Un aviso previo les puso en alerta sobre la llegada de los agentes. Pero sólo Fiallo consiguió escapar, bajando del segundo piso por el patio de una casa contigua.
Sin embargo, para todos los efectos, la labor de estos tres hombres estaba hecha. Al día siguiente la prensa matutina resaltaría el éxito del paro contra “el comunismo”. El Listín Diario, un antiguo periódico que había reaparecido el primero de agosto después de varias décadas de ausencia por problemas con el régimen de Trujillo, informó que la paralización tuvo éxito en un 95 por ciento del comercio de Santo Domingo.
Reyes Cerda y Garrido fueron conducidos ante la presencia del jefe de la Policía. El general Belisario Peguero Guerrero, les dijo:
- Ustedes están presos por órdenes de Bosch - , pero los despachó esa misma noche.
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En momentos en que Reyes Cerda, Garrido y Fiallo llamaban a la huelga, Enrique Alfau, de 66 años, se detuvo frente a la casa de su hijo, Enrique Miguel Alfau (Cuqui), ingeniero de 37 años, y le silbó una contraseña. Cuqui estaba bañándose. Se cambió rápidamente de ropas y acudió al encuentro de su padre. Alfau quería que le acompañara a una misión.
Cuqui compartía los sentimientos anti-boschista de su padre. Era un hombre de principios que actuaba conforma a su creencias. Como no compartía la política de Bosch, renunció, sin otros motivos, a un cargo importante en el Ministerio de Obras Públicas. Ahora se ocupaba de una ampliación del departamento de Ingeniería del Central Romana, la empresa azucarera norteamericana a la que Bosch había acusado antes de querer derrocar al Gobierno, en represalia por la promulgación de una ley de precio tope del azúcar.
Alfau le pidió a su hijo que tomara la precaución de ir armado. Cuqui tomó entonces una escopeta calibre 16 de cinco tiros y un revólver 38 con dos cajas de balas. Sólo disponía de permiso legal para el porte de la escopeta. Alfau lo condujo a su casa, donde ya había mucha gente esperándole con impaciencia. Encima de un sofá Cuqui puso observar varias armas y cajas de tiros sobre una mesa. En la excitación, puso reconocer a varios dirigentes y simpatizantes de ADI, entre ellos a Julio Sauri, Papito Dalmau, Horacio Alvarez Saviñón y su hijo Horacio.
Poco después de las diez de la mañana, se presentó Máximo Fiallo a la casa. Venía de acabar la transmisión en La Voz del Trópico primero y Radio Pueblo después. Fiallo instaló un pequeño transmisor portátil y todo quedó preparado para una nueva transmisión, esta vez en frecuencia de radio aficionado. Fiallo hizo la primera alocución de prueba y le siguió Alfau, a quien se le ocurrió la idea de lanzar consignas falsas: “Atención grupo uno, esperen instrucciones”.
Al rato de haber iniciado la transmisión, fueron advertidos mediante una llamada telefónica de que la residencia sería allanada. Los directivos de ADI habían podido observar momentos antes a un vehículo celular de la policía, matrícula 1215, dando vueltas por los alrededores. El llamado de aviso, dispersó al grupo. Cuqui Alfau logró huir dejando la escopeta que tenía permiso legal en la casa. Dentro de su maletín portaba el revólver calibre 38, que llevó a la residencia de Dalmau.
Entre tanto, la policía detenía a Enrique Alfau. Cuando los directivos de ADI llegaron a la jefatura del cuerpo para reclamar su libertad, se estaban allí preparando para llevarle ante el Fiscal Manuel Ramón Morel Cerda, quien más tarde ese día lo acusó de portar una escopeta ilegalmente. Cuqui extrajo de sus bolsillos el permiso legal del arma y el fiscal no tuvo más remedio que ordenar su puesta en libertad. Enrique Alfau sería nuevamente detenido al día siguiente, sábado 21 de septiembre, por sospechas de actividades conspirativas. Una fianza esa misma tarde logró ponerle otra vez en libertad, por segunda ocasión en dos días.
Después que allanaron la residencia de Alfau, el viernes 20, Fiallo instaló el transmisor portátil en su automóvil, utilizando otra banda de aficionados. Lo puso a funcionar cambiando cada cinco o diez minutos de lugar, moviéndose por toda la ciudad, colocando una antena y cambiando de posición y de frecuencia, para evitar una localización de las coordenadas. En la calle Pasteur, en el sector residencial de Gazcue, subió al techo de una casa deshabitada, para continuar desde allí la transmisión. De pronto resbaló cayendo encima de un gallinero.
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Ese día Bosch no fue temprano, como de costumbre, a su despacho del Palacio Nacional. Se quedó en la casa analizando la situación con algunos de sus ministros y colaboradores más cercanos.
Cuando la paralización comenzó a tener éxito y las exhortaciones radiales se hallaban en su punto más alto, Washington de Peña fue en busca de José Francisco Peña Gómez, secretario general del PRD, para dirigirse juntos a casa de Bosch. De Peña, de 27 años, había ocupado la secretaría general del partido hasta marzo, cuando serios desacuerdos con Bosch provocaron su renuncia. El Presidente le había comunicado su decisión de convertir los locales del PRD en escuelas y bibliotecas. El le dijo entonces que lo declararía en actividad permanente para reclamarle al Gobierno cargos para sus dirigentes y militantes. Bosch le retó a hacerlo y del conflicto Peña Gómez pasó a reemplazarle en la secretaría general. Sus relaciones con Bosch empeoraron, a pesar de los estrechos vínculos que unían a su madre, Esperanza de Peña, con el mandatario. Debido a la intervención de la dama, Bosch aceptó reunirse de nuevo con De Peña a quien ofreció enviarle como embajador viajero en misión por Africa. Informado por Peña Gómez de los problemas políticos del Gobierno, regresó a comienzos de septiembre, sin haber cumplido la misión que se le había encomendado por países africanos, ninguno de los cuales llegó a visitar. De Peña era médico de profesión y estaba considerando seriamente en esos días echar a un lado la política y dedicarse de nuevo al ejercicio de la medicina.
Washington de Peña y Peña Gómez encontraron a Bosch reunido con los secretarios Abraham Jaar, de la Presidencia, y Jacobo Majluta, de Finanzas, cuando llegaron a su residencia. Fabio Herrera, viceministro de la Presidencia, esperaba en la sala por instrucciones del Presidente. El coronel Julio Amado Calderón Fernández, jefe de los ayudante militares del mandatario, estaba ocupado en otros asuntos de la seguridad.
La ausencia en este momento crucial de Angel Miolán, quien poseía el verdadero control de la maquinaria partidaria, era una muestra elocuente del distanciamiento. Miolán había dejado de visitar hacía tiempo la casa de Bosch y tampoco iba al Palacio Nacional. El ambiente en la casa presidencial era tenso. Reinaba una atmósfera agobiante, acentuada por el creciente nerviosismo que parecía dominar a los que allí discutían la suerte del Gobierno.
Washington de Peña casi le gritó a Bosch que debía tomar una decisión de inmediato y permitir que él y Peña Gómez acudieran a la radiotelevisora oficial a combatir, con los mismos medios, la subversión contra el Gobierno. Majluta estuvo de acuerdo y dijo que debían poner en su sitio a la gente que conspira.
- ¡Esto (el paro del comercio y la agitación radial) es un crimen contra la República! – dijo Washington de Peña sin poder casi controlarse.
Después de una acalorada y larga discusión, parecieron llegar a un acuerdo. Majluta tomó un pedazo de papel en blanco y escribió una extensa lista de nombres en él y lo pasó a sus compañeros De Peña y Peña Gómez. Bosch llamó a Julio César Martínez, director de la radiotelevisora estatal, y lo instruyó para que se habilitara una cabina de transmisión a los dos dirigentes del PRD.
- ¡Hay que defender al Gobierno constitucional! – le dijo.
Con una lista de unos 60 comerciantes extranjeros, en su mayoría árabes y españoles que Majluta, ministro de Finanzas, había escrito de memoria, Washington de Peña y el secretario general del PRD salieron rápidamente en el automóvil del primero en dirección a la emisora con la idea “de ponerse cada uno al frente de un micrófono y empezar a defender al Gobierno y a atacar a sus enemigos”.
Martínez les vio entrar, fue a su encuentro y sin un previo saludo, les dijo a ambos:
- ¡Que pendejos son ustedes! ¿Cómo pudieron llegar a pensar que Juan Bosch iba a entrar en una cosa como esa? – y agregó que el Presidente lo había llamado de nuevo para echar hacia atrás la orden.
Desilusionados, los dos dirigentes del PRD regresaron a casa de Bosch a toda prisa. Pero esta vez no pudieron verlo. Se les diría que el Presidente estaba muy ocupado atendiendo otros asuntos.
Cotejando todas las entrevistas realizadas a personas que fueron ese día testigos de este incidente, se pudo determinar que mientras los dos dirigentes se trasladaban a toda velocidad a la estación de radio y televisión, el viceministro Herrera convenció a Bosch de que el plan era “una locura” y que resultaría “contraproducente” para el Gobierno. Majluta había elaborado la lista sentado a la mesa del comedor, teniendo a Bosch a su lado. El plan era denunciar la participación de esos comerciantes extranjeros en la “conspiración que estaba en marcha” para justificar su inmediata deportación. El grupo sería sacado del país en un avión militar.
Herrera dijo al autor que días después de consumado el golpe del 25 de septiembre, un alto jefe militar le comentó que él, con su actitud, había alargado varios días la vida del Gobierno. La deportación, quiso decirle, hubiera precipitado el derrocamiento del presidente.
Los matutinos del domingo 22 de septiembre, se hicieron eco de versiones de que existía la posibilidad de una deportación masiva de comerciantes extranjeros. “Los rumores de una posible deportación de comerciantes extranjeros que se solidarizaron con el cierre, no pudieron ser confirmados”, conjeturó El Caribe. “Se señaló que esa medida fue solicitada al Gobierno por las organizaciones de izquierda contra quienes, aparentemente, se había originado la protesta huelguística”.
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De todas maneras, el Gobierno reaccionó con energía al paro del comercio. Utilizando varios recursos obtuvo el cierre de emisoras que habían estado formulando exhortaciones al paro de actividades comerciales. A varias de ellas se les cortó el suministro de energía eléctrica. La compañía estatal de electricidad aprovechó el hecho de que algunas afectadas estaban atrasadas en el pago del servicio.
Los periódicos y las estaciones de radio se llenaron pronto de comunicados y declaraciones de apoyo al paro, por un lado, y de repudio al cierre, por el otro. El PRD, el Partido Revolucionario Social Cristiano (PRSC) y el Catorce de Junio denunciaron la paralización como un intento de derrocar al régimen constitucional. Las Fuerzas Armadas emitieron una declaración enérgica de respaldo irrestricto al Presidente y al orden constitucional. En una nota de primera página de la edición del domingo 22, El Caribe resaltaba que este apoyo militar, a juicio de “observadores”, constituía una clara señal de que el movimiento no estaba “vinculado con un golpe de estado”.
Organizaciones de izquierda salieron en defensa del régimen, calificando, sin embargo, el cierre de actividades del viernes 20 como parte de un plan subversivo, pidiendo sanciones severas contra los responsables. El Catorce de Junio aseguraba que los comerciantes que cerraron sus negocios atendiendo a las incitaciones radiales habían violado la Constitución, por lo cual se hacían pasibles de acciones legales. Por su parte, el denominado Comité Cívico Anti-comunista, responsable de la huelga, explicó que su objetivo no era derrocar al Gobierno, sino llevar a cabo una protesta contra la creciente infiltración comunista. “El Gobierno ha dado en esta ocasión pruebas manifiestas de que sólo es activo para acallar la voz de la fe y de las tradicionales espirituales del pueblo dominicano”, alegaba en un comunicado de prensa.
El Gobierno se resintió por los efectos de un artículo del ex-presidente Balaguer, publicado en los periódicos de ese día, titulado “Las tres comidas calientes”. Tratábase de una crítica a la política económica que tocaba uno de los nervios más sensibles de la crisis. Balaguer consideraba la situación del país más difícil cada día y decía que la ayuda recibida en el país en los dos últimos años no guardaba proporción con las calamidades existentes. Censuraba los proyectos de leyes de confiscación y de plusvalía y afirmaba que el Gobierno debía cambiar de orientación. El imperativo consistía en “no hacer justicia social para repartir rencor, sino hacer justicia social para difundir y para propagar riquezas”.
Este artículo había sido escrito por Balaguer, desde su exilio en Nueva York, días antes del paro de actividades del comercio y sin contar, probablemente, con informaciones previas del mismo. Su propósito podía ser otro, pero la coincidencia de su publicación con el cierre de negocios encolerizó al Gobierno que denunció, por distintas vías, una presunta vinculación entre las fuerzas trujillistas que aquel representaba y los grupos de la extrema derecha que habían incitado a la subversión del orden. Bosch haría luego mención de este artículo de Balaguer en su libro (Crisis de la Democracia).
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Parecía que todo se le venía encima al Gobierno, puesto que los trabajadores de la Azucarera Haina, el ingenio más grande del país, se proponían realizar una huelga el lunes siguiente, 23 de septiembre. Si esta huelga se daba, la posibilidad de que el comercio cerrara nuevamente sus puertas casi resultaba un hecho. En el fin de semana, todos los esfuerzos se concentraron en evitar que esta protesta laboral se diera.
El sábado, sin embargo, un comunicado, de los muchos publicados ese día en apoyo y repudio al paro del comercio, preocupó grandemente a las altas esferas palaciegas. La Asociación de Industrias, si bien negaba en el documento haber tenido participación en la preparación del paro patronal – así lo llamaba -, anunciaba que la cooperación de los industriales al éxito del mismo se debía a su exclusiva voluntad “como un desesperado repudio a la creciente infiltración comunista en el país”. Esa infiltración, decía, que “el Gobierno se obstina en ignorar”.
La asociación de industriales no hacía mención alguna de la toma violenta de emisoras de radio para difundir proclamas en favor del paro. En cambio, señalaba: “Al repudiar y condenar, en forma responsable, los insultantes, soeces y difamatorios pronunciamientos realizados por Radio Santo Domingo (la emisora estatal), contra los industriales y comerciantes que intervinieron en el paro, esta Asociación ha visto además con profunda indignación que dicha radio oficial, haya también transmitido la alocución de un conocido líder comunista, el cual, con notoria indiferencia gubernamental, ha venido pronunciando una serie de conferencias de adoctrinamiento marxista-leninista, dictadas, la mayor parte de ellas, en los locales de las gobernaciones y ayuntamientos”. Ese líder comunista era Manolo Tavárez, del Catorce de Junio.
El comunicado más que un respaldo al cierre del comercio del día anterior, constituía una abierta declaración de rompimiento de todo vínculo con el Gobierno. Bosch debía saber que no podría esperar en lo adelante apoyo de este importante sector en la eventualidad de otra crisis política. Sin duda, el país marchaba directo hacia una definición. Pero el Gobierno no tenía razones para pensar que un desenlace estuviera próximo. De todas formas, aún en medio de la situación crítica por la que atravesaba, el apoyo firme de los mandos militares era un fuerte sostén en donde apoyarse. Eso creía Bosch.
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La nación parecía muy dividida. Mientras el Catorce de Junio llamaba a una defensa de la constitucionalidad e instaba al Gobierno a adoptar “medidas enérgicas contra los que están violando nuestras leyes y atentando contra la seguridad y la paz pública” y de paso le pedía abandonar su política de “tolerancia con los enemigos del pueblo”, los diarios publicaban editoriales condenando el cierre de estaciones de radio y televisión.
Un comunicado de la Asociación Nacional de Periodistas Profesionales uniéndose a esas protestas, consternó las esferas oficiales. El documento demandaba la rectificación de la medida contra la prensa, advirtiendo que de prolongarse la situación, el Gobierno se pondría “al margen de la democracia y la constitucionalidad”. En particular este documento resaltaba la profundidad de los problemas que encaraba el Gobierno porque entre los firmantes figuraba gente que en lo habitual simpatizaba con Bosch y estaba de acuerdo con la política de éste.
Bosch, que apenas finalizaba su séptimo mes en el poder, se hallaba virtualmente arrinconado. Una crisis político-militar con Haití sellaría su suerte.
La situación dio un giro brusco el lunes 23 de septiembre; tan grave que pondría al país al borde de una confrontación bélica con Haití. Era la segunda crisis diplomático-militar con el vecino país en cinco meses y sería la última.
La población, intranquila por la agitación incesante y la amenaza de nuevas huelgas, fue estremecida por el anuncio de una agresión haitiana al territorio dominicano. Parecía la culminación de un largo período de tensas relaciones, que a finales de abril y comienzos de mayo culminara en un virtual estado de guerra entre los dos países. Desde las primeras horas de la mañana, corrió el rumor sobre un grave conflicto fronterizo. Las estaciones de radio interrumpían sus programaciones regulares para propalar “versiones extraoficiales” acerca de nuevas escaramuzas que afectaban poblaciones a uno y otro lado de la frontera. Eran noticias escalofríantes, que planteaban la posibilidad de un choque armado. Una alarma general cundió en la población.
Las informaciones decían que en horas de la madrugada, la población dominicana de Dajabón había sido atacada con fuego de fusilería y morteros desde Quanaminthe (Juana Méndez), a poca distancia al otro lado del puesto que dividía a las dos naciones.
En la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Washington se recibía una grave queja del Gobierno dominicano. La agresión, sostenía Haití, provenía, por el contrario, del lado opuesto.
Poco después del mediodía, Radio Santo Domingo difundió un primer boletín oficial informando de un ultimátum de tres horas del Gobierno dominicano al Presidente haitiano Francois Duvalier para que cesara la agresión. Al cabo de ese plazo la aviación dominicana desataría un ataque contra el palacio presidencial de Puerto Príncipe. Aviones de combate habían ya sobrevolado la capital vecina para dejar caer volantes, en francés y patois, la lengua criolla usada por la mayoría de la población haitiana, previniéndola de un posible bombardeo. Los volantes informaban de la agresión a un poblado dominicano.
Exigían además un cese inmediato al fuego, castigo de los culpables, empezando con Duvalier, y acuerdos de reparación y compensación por los daños materiales y morales infligidos a la República Dominicana. Bosch estaba decidido a rescatar el honor nuevamente mancillado de la patria. Las calles empezaban a ser escenarios de espontáneas manifestaciones de apoyo al Gobierno. Por la radio comenzaban a difundirse comunicados y proclamas de apoyo a la defensa de la soberanía. En escasas horas, Bosch parecía suscitar el entusiasmo de los viejos tiempos de campaña. Las calles no se veían ya desiertas por el cierre de comercios en protesta por la actitud del Gobierno frente al avance del comunismo. Los grupos que se formaban en las esquinas esa mañana no lanzaban denuestos al Presidente.
Los hechos seguían la tónica de los sucesos de finales de abril, que enfrentaron a Bosch a su primera gran crisis internacional. Y evidentemente estaban encadenados. La isla, compartida por los dos países, con sus solos setenta y seis mil kilómetros cuadrados, resultaba demasiado pequeña para albergar a Bosch y a Duvalier. Ninguno de los dos podía existir uno al lado del otro. No podía citarse un solo caso de cordialidad entre los dos gobiernos.
Para entender el repentino estallido de esta crisis de septiembre, se precisaba conocer a fondo los antecedentes de abril y mayo. Esta era la historia. En las primeras horas de la mañana del 26 de abril, como solía suceder en días laborales, durante el período escolar, un automóvil de la Presidencia dejó a los dos hijos de Duvalier – Jean Claude y su hermana mayor Simone, de dieciséis años -, a la entrada del colegio metodista de Puerto Príncipe. En el trayecto de vuelta, los guardaespaldas fueron asesinados en una emboscada. Duvalier estalló en ira. Creyó que se trataba de un complot fallido para secuestrar a sus hijos y obligarlo a dimitir. Las sospechas de Duvalier se centraron sobre un joven oficial, el teniente Francois Benoit, contra quien se desató una feroz persecución. Benoit tenía ya dos días refugiado en la embajada dominicana cuando estos sucesos sacudieron la capital haitiana. Más tarde, las tropas penetraron violentamente en la cancillería de la embajada, situada en un edificio nuevo en la carretera de Delmas, en un punto entre Puerto Príncipe y Pétionville. Realizaron un registro y no encontraron nada. De ahí partieron hacia la residencia del embajador, donde se hallaba Benoit y otros veintiún refugiados, algunos desde hacía varias semanas. Los tonton macoutes rodearon la embajada, haciendo caso omiso de las protestas del Encargado de Negocios dominicano e instalaron nidos de ametralladoras en los alrededores, cortando el acceso a la residencia.
Esta acción colmó la paciencia del Presidente dominicano. Bosch estaba seriamente disgustado con Duvalier, porque había dado permiso de residencia a miembros de la familia Trujillo que se decía conspiraban contra él. La cancillería se había quejado enérgicamente del visado concedido a Luis Trujillo Reynoso, hijo de un hermano del dictador y a otros parientes de éste. La violación del recinto de la embajada dominicana en Puerto Príncipe añadía un nuevo elemento de fricción entre ambos gobiernos.
Entonces, para sorpresa de la mayoría de los dominicanos que carecían de informaciones previas sobre estos sucesos, Bosch le habló a la nación el domingo 28 de abril para denunciar “el ultraje” cometido por el Gobierno haitiano contra la sede diplomática dominicana en esa nación. Esa agresión, advertía, debía cesar en un plazo no mayor de veinticuatro horas, pasado el cual le pondría fin con los medios que se hallaren a su alcance. La situación esta vez era grave. Bosch decía: “Hemos sido insultados sin haber provocado nosotros el insulto; se ha invadido nuestra embajada con fuerzas armadas, lo cual equivale a una invasión a nuestro país y es una ofensa imperdonable a nuestra dignidad”.
Haití conspira contra el Gobierno dominicano, agregó ante las cámaras de televisión. Y en esa conspiración están vinculados los Trujillo. Se le había faltado “el respecto” a la nación. Las naciones pequeñas que permiten que eso ocurra, continuó, “no son digna de ser naciones, porque lo único que puede mantenernos como país soberano es la decisión de hacernos respetar de los pequeños y de los grandes, de los que pretendan abusar de su debilidad y de los que pretendan abusar de su fuerza.”
El discurso estaba destinado a promover todo el sentimiento patriótico en un gran acuerdo tácito alrededor del Gobierno. “El país que no se hace respetar no tiene derecho a llamarse una nación libre; y la República Dominicana es una nación libre, por la voluntad de sus fundadores y por la sangre de los que la mantuvieron libre y soberana; y lo es por la voluntad de su pueblo, y por la decisión del Gobierno democrático que ese pueblo eligió el 20 de diciembre de 1962”. Bosch lucía verdaderamente ofendido. El ultraje hecho por Duvalier al honor nacional era “indignante” y él no estaba dispuesto “a tolerar esa situación y no la toleraremos por ningún motivo”. Mientras hablaba, cientos de partidarios se manifestaban en las calles ofreciéndose de voluntarios para subsanar ese ultraje.
Al conocerse oficialmente del ataque a la embajada, informaba Bosch, ataque por demás “salvaje e imperdonable a nuestra soberanía”, el Gobierno se apresuró a tomar medidas para proteger la embajada haitiana en Santo Domingo de la ira popular. La cosa era, razonaba el mandatario, “que si la noticia del atropello que se nos había hecho en Puerto Príncipe salía a la calle, nuestras juventudes podían indignarse y en medio de la indignación podían atacar a la embajada haitiana en esta capital”. Bosch hacía una distinción entre la tiranía de Duvalier y el sufrido pueblo haitiano. No debía haber confusión al respecto. El pueblo de Haití era asesinado y explotado por tiranos. En cambio, la Embajada representaba al pueblo haitiano, no a un gobierno despótico como el de Duvalier.
También enumeraba un rosario de vejámenes contra ciudadanos dominicanos cometidos por las autoridades haitianas. Tales agresiones pasaron a ser ataques a la República desde el momento en que Duvalier pidió, de manera inexplicable y ofensiva, el cierre de consulados dominicanos en Cabo Haitiano y Juana Méndez, “cosa que no se hace entre países, sino cuando el que pide el cierre quiere insultar al otro o cuando se desea provocar una ruptura de relaciones”. A seguidas pasaba a detallar casos específicos de dominicanos objetos de esos vejámenes. Incluía los de algunos diplomáticos declarados personas non grata “sin explicaciones y con deseos de ofender”. Tal eran los casos de Marco A. Cabral y de los doctores Ciro Amaury Dargam Cruz y Antonio Jiménez Dájer. De 28 haitianos que se habían refugiado en la embajada dominicana en Puerto Príncipe desde junio de 1962, sólo seis habían obtenido salvoconductos de las autoridades de ese país. Según Bosch esta era otra ofensa a la República.
El problema no era sólo de índole diplomática o militar. Involucraba un serio asunto de naturaleza mucho más grave. Duvalier, según Bosch, estaba empeñado en su eliminación física. La denuncia era tan grave como la agresión misma a la misión diplomática. Los hechos se remontaban al período en que Bosch aún no había asumido la Presidencia. En enero, citaba el Presidente, el Gobierno haitiano fraguó un complot para matarlo. Para llevar a cabo el plan, se utilizó a un ciudadano haitiano antiguo miembro del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) dominicano, el clausurado organismo de represión político-policial de Trujillo. La figura clave de ese complot era Michel Bredy, a quien Duvalier pretendió designar Encargado de Negocios en Santo Domingo. El nombramiento se le había rechazado, relataba Bosch, “haciéndole saber al Gobierno de Haití, con el lenguaje que se usa en la diplomacia, que nosotros sabíamos a que venía ese señor”.
El discurso presidencial no dejaba abierta ninguna posibilidad de acercamiento. Cuando los policías haitianos registraron la cancillería de la embajada, amenazaron a la secretaria Katia Mena, la única presente allí en ese momento. Los policías la sometieron a un interrogatorio. Contar ese episodio, afirmaba Bosch, “causa indignación”. Y decía que sólo un gobierno “salvaje, de criminales, es capaz de violar una embajada extranjera y de amenazar con fusiles a una dama que además es funcionaria de esa embajada. Esa acción es una bofetada en la cara de la República Dominicana, una afrenta que nosotros no estamos dispuestos a pasar por alto”.
En Washington, la OEA se movía para evitar un conflicto armado. Invocando poderes especiales, según el Tratado de Asistencia Recíproca de Río de Janeiro, el organismo regional decidió constituirse en órgano de consulta de los ministros de Relaciones Exteriores de los veinte países miembros para buscarle una salida diplomática a la crisis. La votación fue unánime, 16 a favor, dos abstenciones y nadie en contra. Haití reaccionó ante las acusaciones dominicanas y anunció el rompimiento de relaciones.
Mientras Bosch se dirigía a la nación, el ministro de Relaciones Exteriores, Andrés Freites, remitía un ultimátum a su colega haitiano, René Chalmers, reclamando una reparación e indemnización por las “ofensas y los riesgos” a que ha estado sujeta la representación dominicana en Haití. En caso contrario, “adoptará con toda decisión, y a cualquier precio, las medidas necesarias para hacer respetar la dignidad y la soberanía de la nación dominicana”.
“Violaciones tan insólitas de normas de derecho internacional universalmente consagradas y reconocidas de manera especial por el Sistema Interamericano han dado lugar al más enérgico repudio de su gobierno,” agregaba la nota oficial de Freites. El momento era delicado. Y no parecía haber espacios para una salida amistosa. “Lamentable es reconocer que estas burdas e incalificables agresiones no son en manera alguna hechos aislados, sino por el contrario constituyen la culminación de una serie de provocaciones irresponsables con las cuales el gobierno haitiano pretende ultrajar la dignidad de la nación dominicana y afrentar su soberanía”.
Freites se quejaba de que el gobierno tenía razones “para no abrigar la menor duda de que realmente el propósito del gobierno haitiano, como lo revela su proceder, se encamina a provocar una crisis entre los dos países con miras a desviar la atención del pueblo haitiano de la conflictiva situación interna de que es solamente culpable su propio gobierno”.
Un breve anuncio pagado, aparecido en los matutinos del 30 de abril, dio a los dominicanos otra idea de cuán cerca se encontraban de un conflicto bélico. La Dirección de Registro de la Reservas de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional avisaba a los miembros que debían “estar listos para cumplir con su deber en la defensa de los sagrados intereses de la Patria, en caso de que el Poder Ejecutivo resuelva su llamamiento a filas”. Las informaciones sobre el desplazamiento de tropas a la frontera y el traslado de armamento pesado aumentó la expectación de una opinión pública que no salía de su asombro. Todo había sido tan repentino y drástico. La idea de una guerra con Haití, que parecía inminente, era realmente preocupante.
El espíritu bélico se adueñaba del ambiente. En un comunicado de respaldo a la alocución presidencial, el Partido Revolucionario Dominicano proclamaba su respaldo pleno al Gobierno “en su enérgica actitud de defensa de la dignidad nacional”, ordenaba a toda su militancia “mantenerse en estado de alerta a fin de acatar patrióticamente todas las medidas que dicte el Gobierno en este caso, de acuerdo con las circunstancias” y formulaba un llamamiento urgente “a todos los partidos políticos; organizaciones obreras y campesinas; instituciones profesionales, estudiantiles, culturales, patronales y religiosas, a fin de que se apresten a defender en un apretado bloque la ofendida dignidad patria”.
La mayoría de las organizaciones respondieron al llamamiento. Y el respaldo al Gobierno cobró fuerzas con la publicación del testimonio del ex-encargado de Negocios en Haití, Frank Bobadilla. El relato, entregado a la prensa en la residencia del Presidente Bosch, constituía una incitación al patriotismo. “Acabo de regresar a la República vivo y sano”, comenzaba Bobadilla. “Gracias a Dios y al respaldo decidido y responsable que me dieron en todo momento el Gobierno y el pueblo dominicano, circunstancia ésta que me infundía presencia de ánimo para afrontar la inaceptable actitud de vejamen del Presidente Duvalier. He despertado de la terrible pesadilla dantesca que vive, en intenso drama que rebasa todas las concepciones imaginarias, un virtuoso y humilde pueblo que se debate por supervivencia y por su convivencia en el plano de la dignidad en que aspiran vivir todos los pueblos libres del mundo”.
Toda la nación estaba unida alrededor de Bosch. Las pasiones políticas se echaban a un lado. De los comunicados de solidaridad a la posición patriótica del Presidente, resultaba difícil creer que apenas unos días antes los partidos que ahora se manifestaban dispuestos a apoyarles eran los mismos empeñados en conducirle al fracaso. Hasta Acción Dominicana Independiente, en un comunicado firmado por su presidente José Andrés Aybar Castellanos, admitía que entre sus obligaciones estaba la de defender los principios democráticos. Por tal motivo, en vista de los graves sucesos ofrecía su respaldo al Gobierno nacional “en todas las medidas que adopte para garantizar nuestra soberanía en esta hora de grave peligro para la Patria”. Las manifestaciones de apoyo incluían a la Unión Cívica, Vanguardia Revolucionaria y la Alianza Social Demócrata. Las diferencias políticas pasaban a un plano secundario ante la “ amenaza” al suelo patrio.
El periódico La Nación alabaría la previsión de Bosch de proteger de la ira popular a la embajada haitiana en Santo Domingo. En un editorial de su edición del 30 de abril, concluía: “Afortunadamente la previsión del Presidente Bosch al ordenar al protección de la embajada haitiana impidió que se cometieran hechos que no hubieran conducido más que a agravar el diferendo dominico-haitiano, y de ellos debemos sentirnos todos plenamente satisfechos”. El apoyo a la postura oficial provenía de todas partes, de la Asociación de Industrias, usualmente desafecta a la política gubernamental; del Senado, que en sesión extraordinaria del día 29 de abril, aprobaba una resolución de respaldo “ de manera decidida y definitiva” a la conducta del Gobierno frente al “régimen despótico y autocrático” de Haití. El Senado pedía a los organismos internacionales “una rápida y justa decisión que satisfaga las aspiraciones del pueblo dominicano”.
La posición enérgica de Bosch conseguía apoyo internacional. El influyente diario norteamericano The Washington Post, al analizar su discurso, sostenía que el Presidente Duvalier “ha convertido su patria en un infierno para su propio pueblo; un delincuente en la familia de las naciones y una fuente peligrosa de inseguridad en el área del Caribe”. Bosch parecía ganándole la batalla de opinión pública a Duvalier. La apreciación se fortalecía con un amplio despacho de The New York Times fechado en Washington el 29 que decía: “ Los Estados Unidos han estado deseando por algún tiempo la caída de la dictadura de Duvalier en Haití y quizás hayan encontrado un aliento con la crisis del Caribe de fin de semana”.
Hubo un agrio intercambio de notas entre las cancillerías de los dos países que acentuó el ambiente de tensión y agresividad entre las partes. El ministro Chalmers remitió al canciller Freites una exposición redactada en términos inusualmente fuertes, en respuesta a la nota de éste. En ella el Gobierno haitiano rechazaba los cargos de violación a la embajada dominicana en Puerto Príncipe y acusaba al Gobierno de Bosch de provocar un enfrentamiento entre las dos naciones. La comunicación anunciaba la decisión haitiana de romper relaciones diplomáticas con su vecino dominicano.
Freites respondió al día siguiente la comunicación, haciendo responsable al Gobierno haitiano de la seguridad del personal de la misión dominicana en Puerto Príncipe y de los ciudadanos haitianos que allí habían buscado refugio. “Ante la negativa del Gobierno de Vuestra Excelencia a admitir las inauditas violaciones de que se ha hecho víctima a la representación diplomática dominicana en Haití, cúmpleme reiterar, por medio de la presente, la veracidad de las citadas transgresiones, las cuales han sido ya atestiguadas por terceros idóneos”. La Cancillería insistía en que el Gobierno “no tiene dudas de que las imputaciones que Vuestra Excelencia formula en su comunicación cablegráfica contra los representantes diplomáticos dominicanos responden al propósito de encontrar una disculpa a las transgresiones insólitas y que por tanto no merecen ser tomadas en cuenta”.
Bosch, entre tanto, dirigía una carta personal al presidente del Consejo de Seguridad de la OEA, Gonzalo Facio, en la cual advertía que la República Dominicana “no podía obtemperar a la solicitud de retiro de nuestra misión diplomática formulada por el Gobierno haitiano…”. Ese retiro, según Bosch, sólo podría ser posible cuando el régimen de Duvalier entregara los salvoconductos solicitados “para el traslado de los asilados al exterior o las seguridades que le permitan permanecer bajo la protección de cualquier nación amiga”.
Estas garantías no habían sido hasta el momento ofrecidas por Duvalier “al romper relaciones con la República Dominicana”. Las amenazas derivadas de esta situación, agregaba Bosch en su carta a Facio, “se agudizan en los actuales instantes por el hecho de que la Comisión designada por el Consejo de la OEA no se ha podido trasladar aún al territorio haitiano para cumplir su cometido”.
Dentro del clima de “irresponsabilidad oficial” que Bosch atribuía a Duvalier, esa situación y los excesos que la caracterizaban “hacen temer que se produzcan nuevas violaciones de carácter irreparable contras las personas de los funcionarios que integran nuestra misión, contra los ciudadanos haitianos que se acogieron a nuestro asilo diplomático, y contra los ciudadanos dominicanos residentes en Haití, violencias que mi Gobierno se siente en la imperiosa necesidad de conjurar en cuanto esté a su alcance”.
La crisis dominico-haitiana se prolongó hasta mediados de mayo aún cuando la intervención de la OEA alejó desde mucho antes la amenaza de un conflicto armado. En agosto un fracasado intento de invasión de Haití revivió la rivalidad entre los dos gobiernos, sin alcanzar las dimensiones de una crisis internacional. Lo del 23 de septiembre fue otra cosa.
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Las primeras informaciones sobre el nuevo incidente fronterizo fueron difundidas por Radio Santo Domingo en su boletín de las 6:30 de la mañana. Poco después, a las ocho, Bosch convocó a los jefes de las Fuerzas Armadas a una reunión.
Bosch y las Fuerzas Armadas ofrecerían con el tiempo versiones diferentes a lo acontecido ese día. En su libro Crisis de la Democracia, Bosch dice: “ Pocos días antes del golpe de Estado, quizá tres días antes, me hallaba en mi despacho del Palacio Presidencial cuando a eso de las seis de la mañana me dijo el jefe de los ayudantes militares que los haitianos estaban atacando Dajabón, villa dominicana en la frontera del norte. Efectivamente, en las calles de Dajabón caían balas que procedían del otro lado haitiano, de la villa de Juana Méndez –Quanaminthe en el patois de Haití--, que queda frente a Dajabón, a menos, tal vez, de dos kilómetros. Cuando la situación se aclaró, unas horas después, se supo la verdad: el general (León) Cantave había entrado en Haití de nuevo y había atacado la guarnición de Juana Méndez. El combate fue bastante largo, con abundante fuego de fusilería y de ametralladoras”.
En el Libro Blanco publicado meses después por las Fuerzas Armadas para justificar el golpe contra Bosch, se da una versión distinta. “A las ocho de la mañana de ese día (23 de septiembre), el Presidente Bosch citó para una reunión a los jefes de las Fuerzas Armadas. En el curso de la misma ordenó al general Miguel Atila Luna, jefe de la Fuerza Aérea, que dispusiera de un avión militar para arrojar millares de volantes sobre Haití, cuyo texto había redactado de su puño y letra. Le ordenó además, que prepara aviones para bombardear Puerto Príncipe a las once de la mañana. El comodoro Rib Santamaría, jefe de la Marina de Guerra, propuso que se enviara una comisión a la frontera para conocer la verdad en el terreno de los hechos”.
Esta comisión realmente fue designada. Estaba integrada por el mayor de Leyes Pedro César Augusto Juliao González, de la Fuerza Aérea; coronel piloto Ismael Emilio Román Carbucia, subjefe de Estado Mayor de la Fuerza Aérea; coronel Rubén Tapia Cessé, del Ejército; teniente coronel Pedro Medrano Ubiera, de la Fuerza Aérea, comandante del Grupo de Artillería; teniente coronel piloto José Joaquín Nadal Lluberes, de la Fuerza Aérea; capitán de navío Sergio de Jesús Díaz y Díaz, Díaz Toribio subjefe de Estado Mayor de la Marina y Andrés Sanz Torres, inspector de ese cuerpo. En otro avión volaría un grupo de periodistas de El Caribe y el Listín Diario. Estaría también Rafael Bonilla Aybar, director de Prensa Libre.
El Libro Blanco relata que la comisión de militares y periodistas “regresó de la frontera alrededor de las 12:30 e informó que no había tal bombardeo, que no era cierto el informe del Señor Presidente de la República. En el avión militar trajeron al general haitiano León Cantave, que venía vestido con traje de casimir gris claro y portaba tres maletas. Estaba limpio y se podía ver que no había sudado su camisa. Inmediatamente después de su regreso, los militares informaron al Presidente Bosch que en la frontera no había ocurrido nada y que habían traído al general León Cantave vestido de civil y en perfectas condiciones. El Presidente Bosch, visiblemente contrariado, se limitó a responder: Está bien, y se retiró de la reunión”.
Esa mañana Bosch envió un cable al representante dominicano ante la OEA a fin de que presentara una enérgica protesta por esa nueva agresión haitiana. El canciller Héctor García Godoy, quien había sustituido a Freites, reunió al cuerpo diplomático para comunicarle la intención del Gobierno de dar un ultimátum a Duvalier para que cesara de inmediato el fuego contra una población dominicana. El país, les dijo Canciller, se reserva el derecho de responder con los medios que considerara a su alcance.
Probablemente no se conozcan nunca todos los detalles de lo sucedido ese día. Pedro Bartolomé Benoit, entonces jefe del Comando de Mantenimiento de la Base de San Isidro, a cuyo cargo estaban el cuidado de los aviones y los blindados, relató al autor que a muy temprana hora de esa mañana del 23 de septiembre fue enviado a buscar por el jefe de Estado Mayor, general Miguel Atila Luna, a quien encontró casi al borde de los montes que rodeaban la pista, esperando dentro de un automóvil junto al Presidente. Las escoltas de ambos vigilaban unos metros más atrás. Después de la breve presentación de rigor, el Presidente se dirigió a Benoit:
- ¡Prepárese, coronel. Quiero que nuestros aviones comiencen a dejar caer sus bombas sobre Puerto Príncipe a más tardar a las once de la mañana
Atila guardaba silencio. Benoit se retiró y comenzó a hacer los arreglos para tener listos los aviones. En cada una de nuestras entrevistas insistí con Benoit, hoy general retirado, con respecto a esta versión y siempre me contó la misma historia.
Luna, por su parte, tiene otra versión, aunque muy parecida y que encaja en el relato de los hechos que la prensa dominicana del día siguiente, 24 de septiembre, publicó de los incidentes en la frontera. Según Luna, mientras se preparaban los aviones logró comunicarse por radio con el puesto militar de Dajabón y preguntó qué había sucedido. El sargento encargado de las comunicaciones le dijo que no había acontecido nada grave. Con excepción de unos cuantos disparos del otro lado, sin consecuencias, todo estaba normal. Bosch le había convocado a su casa. Cuando llegó allí encontró a varios ministros. El de Obras Públicas, Del Rosario Ceballos, le saludó preguntándole que él necesitaría de su ministerio en caso de una guerra con Haití. El general Luna le respondió.
- ¡Todo, señor Ministro. Todo, incluyendo patanas para trasladar los tanques
Después de una breve espera, la esposa del Presidente le dijo que éste prefería verlo en el Palacio Nacional, para donde se proponía salir de inmediato. En el despacho presidencial aguardarían ya los jefes de Estado Mayor de la Marina, Rib Santamaría, y el Ejército, Hungría Morel. Al llegar Bosch con Viñas Román,(secretario de las Fuerzas Armadas)el Presidente le preguntó a Luna:
- General, ¿pueden los aviones dominicanos bombardear el palacio presidencial de Haití sin tocar el hospital que está cerca?
- ¿A qué distancia queda el hospital, señor Presidente? Podemos meter las bombas por las ventanas que usted desee.
- Pues comience el bombardeo a las once de la mañana (Eran alrededor de las 8:30 a.m.)
- Bien, pues deme la orden por escrito, señor.
- ¡ Yo soy el Presidente y le estoy dando una orden
- Sí, señor. Pero debo dar esa orden más abajo por escrito.
Bosch alegó que los haitianos estaban atacando Dajabón. Luna entonces le replicó que eso no era cierto, a lo que el Presidente preguntó si Luna creía que él estaba hablando mentiras.
--No, señor Presidente, pero es posible que los que le informaron sí estuvieran diciendo mentiras.
Fue en ese momento en que el comodoro Rib Santamaría intervino para proponer el envío de una comisión a Dajabón.
Cualesquiera hayan sido los incidentes, lo cierto es que no hubo ataque alguno a Dajabón y que ese mismo día la Cancillería dominicana debió retractarse de las nuevas acusaciones contra Duvalier. Bosch había quedado muy mal parado de esta segunda confrontación con su vecino hostil. No cabían dudas de que su imagen ante los jefes militares había descendido con esta nueva crisis.
En su edición del día siguiente, feriado de la Virgen de las Mercedes, El Caribe expondría, en un editorial titulado “Alarma y confusión”, el sentir de una parte importante de la opinión nacional:
“El pueblo dominicano vivió ayer largas horas de alarma y confusión, provocadas principalmente por contradictorios boletines que intermitentemente estuvo transmitiendo la radio oficial sobre una supuesta invasión de territorio dominicano por tropas haitianas. Finalmente quedó esclarecido que los sucesos de la frontera se limitaron a un choque, en territorio haitiano, de fuerzas rebeldes contra fuerzas leales al dictador Duvalier. Algunos fragmentos de bombas y ráfagas de ametralladoras disparados en esa refriega cayeron, aparentemente, en territorio dominicano. Es natural y hasta patriótico estar siempre alerta ante cualquier movimiento que pueda poner en peligro la soberanía de la nación. Pero es innecesario, por decir lo menos, provocar el pánico en la población mediante la exageración desmedida de los acontecimiento, antes de tener pleno conocimiento de ellos”.
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Los acontecimientos del día alarmaron al círculo íntimo del Presidente de la República. Mientras Bosch libraba su lucha inútil contra Duvalier y se reunía con los mandos militares, a escasa distancia del Palacio se desarrollaba otra reunión entre dirigentes del PRD y funcionarios del Gobierno. Esta tenía lugar en la residencia de Quico Pichirilo, en la calle Doctor Delgado, frente a la parte oeste de la sede del Ejecutivo. Había sido convocada a instancia de Diego Bordas y entre los asistentes se encontraba Bienvenido Fenelón Contreras Mejía, de 43 años, dirigente del Catorce de Junio. Manolo Tavárez había visitado personalmente esa tarde a Fenelón en su residencia del otro lado de la ciudad, en el ensanche Ozama, para encargarle la “delicada e importante” misión de representarle en esa cita. De mediana estatura, ancho de hombros y tupido bigote, Fenelón era un enlace del líder del Catorce de Junio con estamentos militares. Esto se debía a que estaba casado con una pariente del coronel Neit Nivar Seijas, un oficial partidario del ex-presidente Balaguer.
El propósito de esta reunión era discutir una estrategia conjunta para enfrentar la eventualidad de un golpe de estado que todos los reunidos allí daban casi como un hecho. Al cabo de varias horas de discusión, acordaron que Bordas cruzara al Palacio y advirtiera a Bosch de la necesidad de hacerle frente a la conspiración. Bordas regresó una hora después con la información de que el Presidente descartaba la posibilidad de un golpe militar. Bosch le contó de un almuerzo reciente con oficiales y alistados de las Fuerzas Armadas. A pesar del desarrollo de los acontecimientos de ese día y sus claras desavenencias con el mando castrense, sus relaciones con los militares eran, según explicó a Bordas, “de las mejores”. El Presidente rechazó tajantemente una sugerencia del grupo de convocar al mando militar a una fiesta donde serían todos emborrachados y detenidos.
Fenelón Contreras fue de inmediato a informar a Manolo Tavárez Dándose un par de palmadas en la frente, éste dijo:
- Bosch ha perdido su última oportunidad. Mañana será tarde para él.
La población, intranquila por la agitación incesante y la amenaza de nuevas huelgas, fue estremecida por el anuncio de una agresión haitiana al territorio dominicano. Parecía la culminación de un largo período de tensas relaciones, que a finales de abril y comienzos de mayo culminara en un virtual estado de guerra entre los dos países. Desde las primeras horas de la mañana, corrió el rumor sobre un grave conflicto fronterizo. Las estaciones de radio interrumpían sus programaciones regulares para propalar “versiones extraoficiales” acerca de nuevas escaramuzas que afectaban poblaciones a uno y otro lado de la frontera. Eran noticias escalofríantes, que planteaban la posibilidad de un choque armado. Una alarma general cundió en la población.
Las informaciones decían que en horas de la madrugada, la población dominicana de Dajabón había sido atacada con fuego de fusilería y morteros desde Quanaminthe (Juana Méndez), a poca distancia al otro lado del puesto que dividía a las dos naciones.
En la sede de la Organización de Estados Americanos (OEA) en Washington se recibía una grave queja del Gobierno dominicano. La agresión, sostenía Haití, provenía, por el contrario, del lado opuesto.
Poco después del mediodía, Radio Santo Domingo difundió un primer boletín oficial informando de un ultimátum de tres horas del Gobierno dominicano al Presidente haitiano Francois Duvalier para que cesara la agresión. Al cabo de ese plazo la aviación dominicana desataría un ataque contra el palacio presidencial de Puerto Príncipe. Aviones de combate habían ya sobrevolado la capital vecina para dejar caer volantes, en francés y patois, la lengua criolla usada por la mayoría de la población haitiana, previniéndola de un posible bombardeo. Los volantes informaban de la agresión a un poblado dominicano.
Exigían además un cese inmediato al fuego, castigo de los culpables, empezando con Duvalier, y acuerdos de reparación y compensación por los daños materiales y morales infligidos a la República Dominicana. Bosch estaba decidido a rescatar el honor nuevamente mancillado de la patria. Las calles empezaban a ser escenarios de espontáneas manifestaciones de apoyo al Gobierno. Por la radio comenzaban a difundirse comunicados y proclamas de apoyo a la defensa de la soberanía. En escasas horas, Bosch parecía suscitar el entusiasmo de los viejos tiempos de campaña. Las calles no se veían ya desiertas por el cierre de comercios en protesta por la actitud del Gobierno frente al avance del comunismo. Los grupos que se formaban en las esquinas esa mañana no lanzaban denuestos al Presidente.
Los hechos seguían la tónica de los sucesos de finales de abril, que enfrentaron a Bosch a su primera gran crisis internacional. Y evidentemente estaban encadenados. La isla, compartida por los dos países, con sus solos setenta y seis mil kilómetros cuadrados, resultaba demasiado pequeña para albergar a Bosch y a Duvalier. Ninguno de los dos podía existir uno al lado del otro. No podía citarse un solo caso de cordialidad entre los dos gobiernos.
Para entender el repentino estallido de esta crisis de septiembre, se precisaba conocer a fondo los antecedentes de abril y mayo. Esta era la historia. En las primeras horas de la mañana del 26 de abril, como solía suceder en días laborales, durante el período escolar, un automóvil de la Presidencia dejó a los dos hijos de Duvalier – Jean Claude y su hermana mayor Simone, de dieciséis años -, a la entrada del colegio metodista de Puerto Príncipe. En el trayecto de vuelta, los guardaespaldas fueron asesinados en una emboscada. Duvalier estalló en ira. Creyó que se trataba de un complot fallido para secuestrar a sus hijos y obligarlo a dimitir. Las sospechas de Duvalier se centraron sobre un joven oficial, el teniente Francois Benoit, contra quien se desató una feroz persecución. Benoit tenía ya dos días refugiado en la embajada dominicana cuando estos sucesos sacudieron la capital haitiana. Más tarde, las tropas penetraron violentamente en la cancillería de la embajada, situada en un edificio nuevo en la carretera de Delmas, en un punto entre Puerto Príncipe y Pétionville. Realizaron un registro y no encontraron nada. De ahí partieron hacia la residencia del embajador, donde se hallaba Benoit y otros veintiún refugiados, algunos desde hacía varias semanas. Los tonton macoutes rodearon la embajada, haciendo caso omiso de las protestas del Encargado de Negocios dominicano e instalaron nidos de ametralladoras en los alrededores, cortando el acceso a la residencia.
Esta acción colmó la paciencia del Presidente dominicano. Bosch estaba seriamente disgustado con Duvalier, porque había dado permiso de residencia a miembros de la familia Trujillo que se decía conspiraban contra él. La cancillería se había quejado enérgicamente del visado concedido a Luis Trujillo Reynoso, hijo de un hermano del dictador y a otros parientes de éste. La violación del recinto de la embajada dominicana en Puerto Príncipe añadía un nuevo elemento de fricción entre ambos gobiernos.
Entonces, para sorpresa de la mayoría de los dominicanos que carecían de informaciones previas sobre estos sucesos, Bosch le habló a la nación el domingo 28 de abril para denunciar “el ultraje” cometido por el Gobierno haitiano contra la sede diplomática dominicana en esa nación. Esa agresión, advertía, debía cesar en un plazo no mayor de veinticuatro horas, pasado el cual le pondría fin con los medios que se hallaren a su alcance. La situación esta vez era grave. Bosch decía: “Hemos sido insultados sin haber provocado nosotros el insulto; se ha invadido nuestra embajada con fuerzas armadas, lo cual equivale a una invasión a nuestro país y es una ofensa imperdonable a nuestra dignidad”.
Haití conspira contra el Gobierno dominicano, agregó ante las cámaras de televisión. Y en esa conspiración están vinculados los Trujillo. Se le había faltado “el respecto” a la nación. Las naciones pequeñas que permiten que eso ocurra, continuó, “no son digna de ser naciones, porque lo único que puede mantenernos como país soberano es la decisión de hacernos respetar de los pequeños y de los grandes, de los que pretendan abusar de su debilidad y de los que pretendan abusar de su fuerza.”
El discurso estaba destinado a promover todo el sentimiento patriótico en un gran acuerdo tácito alrededor del Gobierno. “El país que no se hace respetar no tiene derecho a llamarse una nación libre; y la República Dominicana es una nación libre, por la voluntad de sus fundadores y por la sangre de los que la mantuvieron libre y soberana; y lo es por la voluntad de su pueblo, y por la decisión del Gobierno democrático que ese pueblo eligió el 20 de diciembre de 1962”. Bosch lucía verdaderamente ofendido. El ultraje hecho por Duvalier al honor nacional era “indignante” y él no estaba dispuesto “a tolerar esa situación y no la toleraremos por ningún motivo”. Mientras hablaba, cientos de partidarios se manifestaban en las calles ofreciéndose de voluntarios para subsanar ese ultraje.
Al conocerse oficialmente del ataque a la embajada, informaba Bosch, ataque por demás “salvaje e imperdonable a nuestra soberanía”, el Gobierno se apresuró a tomar medidas para proteger la embajada haitiana en Santo Domingo de la ira popular. La cosa era, razonaba el mandatario, “que si la noticia del atropello que se nos había hecho en Puerto Príncipe salía a la calle, nuestras juventudes podían indignarse y en medio de la indignación podían atacar a la embajada haitiana en esta capital”. Bosch hacía una distinción entre la tiranía de Duvalier y el sufrido pueblo haitiano. No debía haber confusión al respecto. El pueblo de Haití era asesinado y explotado por tiranos. En cambio, la Embajada representaba al pueblo haitiano, no a un gobierno despótico como el de Duvalier.
También enumeraba un rosario de vejámenes contra ciudadanos dominicanos cometidos por las autoridades haitianas. Tales agresiones pasaron a ser ataques a la República desde el momento en que Duvalier pidió, de manera inexplicable y ofensiva, el cierre de consulados dominicanos en Cabo Haitiano y Juana Méndez, “cosa que no se hace entre países, sino cuando el que pide el cierre quiere insultar al otro o cuando se desea provocar una ruptura de relaciones”. A seguidas pasaba a detallar casos específicos de dominicanos objetos de esos vejámenes. Incluía los de algunos diplomáticos declarados personas non grata “sin explicaciones y con deseos de ofender”. Tal eran los casos de Marco A. Cabral y de los doctores Ciro Amaury Dargam Cruz y Antonio Jiménez Dájer. De 28 haitianos que se habían refugiado en la embajada dominicana en Puerto Príncipe desde junio de 1962, sólo seis habían obtenido salvoconductos de las autoridades de ese país. Según Bosch esta era otra ofensa a la República.
El problema no era sólo de índole diplomática o militar. Involucraba un serio asunto de naturaleza mucho más grave. Duvalier, según Bosch, estaba empeñado en su eliminación física. La denuncia era tan grave como la agresión misma a la misión diplomática. Los hechos se remontaban al período en que Bosch aún no había asumido la Presidencia. En enero, citaba el Presidente, el Gobierno haitiano fraguó un complot para matarlo. Para llevar a cabo el plan, se utilizó a un ciudadano haitiano antiguo miembro del Servicio de Inteligencia Militar (SIM) dominicano, el clausurado organismo de represión político-policial de Trujillo. La figura clave de ese complot era Michel Bredy, a quien Duvalier pretendió designar Encargado de Negocios en Santo Domingo. El nombramiento se le había rechazado, relataba Bosch, “haciéndole saber al Gobierno de Haití, con el lenguaje que se usa en la diplomacia, que nosotros sabíamos a que venía ese señor”.
El discurso presidencial no dejaba abierta ninguna posibilidad de acercamiento. Cuando los policías haitianos registraron la cancillería de la embajada, amenazaron a la secretaria Katia Mena, la única presente allí en ese momento. Los policías la sometieron a un interrogatorio. Contar ese episodio, afirmaba Bosch, “causa indignación”. Y decía que sólo un gobierno “salvaje, de criminales, es capaz de violar una embajada extranjera y de amenazar con fusiles a una dama que además es funcionaria de esa embajada. Esa acción es una bofetada en la cara de la República Dominicana, una afrenta que nosotros no estamos dispuestos a pasar por alto”.
En Washington, la OEA se movía para evitar un conflicto armado. Invocando poderes especiales, según el Tratado de Asistencia Recíproca de Río de Janeiro, el organismo regional decidió constituirse en órgano de consulta de los ministros de Relaciones Exteriores de los veinte países miembros para buscarle una salida diplomática a la crisis. La votación fue unánime, 16 a favor, dos abstenciones y nadie en contra. Haití reaccionó ante las acusaciones dominicanas y anunció el rompimiento de relaciones.
Mientras Bosch se dirigía a la nación, el ministro de Relaciones Exteriores, Andrés Freites, remitía un ultimátum a su colega haitiano, René Chalmers, reclamando una reparación e indemnización por las “ofensas y los riesgos” a que ha estado sujeta la representación dominicana en Haití. En caso contrario, “adoptará con toda decisión, y a cualquier precio, las medidas necesarias para hacer respetar la dignidad y la soberanía de la nación dominicana”.
“Violaciones tan insólitas de normas de derecho internacional universalmente consagradas y reconocidas de manera especial por el Sistema Interamericano han dado lugar al más enérgico repudio de su gobierno,” agregaba la nota oficial de Freites. El momento era delicado. Y no parecía haber espacios para una salida amistosa. “Lamentable es reconocer que estas burdas e incalificables agresiones no son en manera alguna hechos aislados, sino por el contrario constituyen la culminación de una serie de provocaciones irresponsables con las cuales el gobierno haitiano pretende ultrajar la dignidad de la nación dominicana y afrentar su soberanía”.
Freites se quejaba de que el gobierno tenía razones “para no abrigar la menor duda de que realmente el propósito del gobierno haitiano, como lo revela su proceder, se encamina a provocar una crisis entre los dos países con miras a desviar la atención del pueblo haitiano de la conflictiva situación interna de que es solamente culpable su propio gobierno”.
Un breve anuncio pagado, aparecido en los matutinos del 30 de abril, dio a los dominicanos otra idea de cuán cerca se encontraban de un conflicto bélico. La Dirección de Registro de la Reservas de las Fuerzas Armadas y de la Policía Nacional avisaba a los miembros que debían “estar listos para cumplir con su deber en la defensa de los sagrados intereses de la Patria, en caso de que el Poder Ejecutivo resuelva su llamamiento a filas”. Las informaciones sobre el desplazamiento de tropas a la frontera y el traslado de armamento pesado aumentó la expectación de una opinión pública que no salía de su asombro. Todo había sido tan repentino y drástico. La idea de una guerra con Haití, que parecía inminente, era realmente preocupante.
El espíritu bélico se adueñaba del ambiente. En un comunicado de respaldo a la alocución presidencial, el Partido Revolucionario Dominicano proclamaba su respaldo pleno al Gobierno “en su enérgica actitud de defensa de la dignidad nacional”, ordenaba a toda su militancia “mantenerse en estado de alerta a fin de acatar patrióticamente todas las medidas que dicte el Gobierno en este caso, de acuerdo con las circunstancias” y formulaba un llamamiento urgente “a todos los partidos políticos; organizaciones obreras y campesinas; instituciones profesionales, estudiantiles, culturales, patronales y religiosas, a fin de que se apresten a defender en un apretado bloque la ofendida dignidad patria”.
La mayoría de las organizaciones respondieron al llamamiento. Y el respaldo al Gobierno cobró fuerzas con la publicación del testimonio del ex-encargado de Negocios en Haití, Frank Bobadilla. El relato, entregado a la prensa en la residencia del Presidente Bosch, constituía una incitación al patriotismo. “Acabo de regresar a la República vivo y sano”, comenzaba Bobadilla. “Gracias a Dios y al respaldo decidido y responsable que me dieron en todo momento el Gobierno y el pueblo dominicano, circunstancia ésta que me infundía presencia de ánimo para afrontar la inaceptable actitud de vejamen del Presidente Duvalier. He despertado de la terrible pesadilla dantesca que vive, en intenso drama que rebasa todas las concepciones imaginarias, un virtuoso y humilde pueblo que se debate por supervivencia y por su convivencia en el plano de la dignidad en que aspiran vivir todos los pueblos libres del mundo”.
Toda la nación estaba unida alrededor de Bosch. Las pasiones políticas se echaban a un lado. De los comunicados de solidaridad a la posición patriótica del Presidente, resultaba difícil creer que apenas unos días antes los partidos que ahora se manifestaban dispuestos a apoyarles eran los mismos empeñados en conducirle al fracaso. Hasta Acción Dominicana Independiente, en un comunicado firmado por su presidente José Andrés Aybar Castellanos, admitía que entre sus obligaciones estaba la de defender los principios democráticos. Por tal motivo, en vista de los graves sucesos ofrecía su respaldo al Gobierno nacional “en todas las medidas que adopte para garantizar nuestra soberanía en esta hora de grave peligro para la Patria”. Las manifestaciones de apoyo incluían a la Unión Cívica, Vanguardia Revolucionaria y la Alianza Social Demócrata. Las diferencias políticas pasaban a un plano secundario ante la “ amenaza” al suelo patrio.
El periódico La Nación alabaría la previsión de Bosch de proteger de la ira popular a la embajada haitiana en Santo Domingo. En un editorial de su edición del 30 de abril, concluía: “Afortunadamente la previsión del Presidente Bosch al ordenar al protección de la embajada haitiana impidió que se cometieran hechos que no hubieran conducido más que a agravar el diferendo dominico-haitiano, y de ellos debemos sentirnos todos plenamente satisfechos”. El apoyo a la postura oficial provenía de todas partes, de la Asociación de Industrias, usualmente desafecta a la política gubernamental; del Senado, que en sesión extraordinaria del día 29 de abril, aprobaba una resolución de respaldo “ de manera decidida y definitiva” a la conducta del Gobierno frente al “régimen despótico y autocrático” de Haití. El Senado pedía a los organismos internacionales “una rápida y justa decisión que satisfaga las aspiraciones del pueblo dominicano”.
La posición enérgica de Bosch conseguía apoyo internacional. El influyente diario norteamericano The Washington Post, al analizar su discurso, sostenía que el Presidente Duvalier “ha convertido su patria en un infierno para su propio pueblo; un delincuente en la familia de las naciones y una fuente peligrosa de inseguridad en el área del Caribe”. Bosch parecía ganándole la batalla de opinión pública a Duvalier. La apreciación se fortalecía con un amplio despacho de The New York Times fechado en Washington el 29 que decía: “ Los Estados Unidos han estado deseando por algún tiempo la caída de la dictadura de Duvalier en Haití y quizás hayan encontrado un aliento con la crisis del Caribe de fin de semana”.
Hubo un agrio intercambio de notas entre las cancillerías de los dos países que acentuó el ambiente de tensión y agresividad entre las partes. El ministro Chalmers remitió al canciller Freites una exposición redactada en términos inusualmente fuertes, en respuesta a la nota de éste. En ella el Gobierno haitiano rechazaba los cargos de violación a la embajada dominicana en Puerto Príncipe y acusaba al Gobierno de Bosch de provocar un enfrentamiento entre las dos naciones. La comunicación anunciaba la decisión haitiana de romper relaciones diplomáticas con su vecino dominicano.
Freites respondió al día siguiente la comunicación, haciendo responsable al Gobierno haitiano de la seguridad del personal de la misión dominicana en Puerto Príncipe y de los ciudadanos haitianos que allí habían buscado refugio. “Ante la negativa del Gobierno de Vuestra Excelencia a admitir las inauditas violaciones de que se ha hecho víctima a la representación diplomática dominicana en Haití, cúmpleme reiterar, por medio de la presente, la veracidad de las citadas transgresiones, las cuales han sido ya atestiguadas por terceros idóneos”. La Cancillería insistía en que el Gobierno “no tiene dudas de que las imputaciones que Vuestra Excelencia formula en su comunicación cablegráfica contra los representantes diplomáticos dominicanos responden al propósito de encontrar una disculpa a las transgresiones insólitas y que por tanto no merecen ser tomadas en cuenta”.
Bosch, entre tanto, dirigía una carta personal al presidente del Consejo de Seguridad de la OEA, Gonzalo Facio, en la cual advertía que la República Dominicana “no podía obtemperar a la solicitud de retiro de nuestra misión diplomática formulada por el Gobierno haitiano…”. Ese retiro, según Bosch, sólo podría ser posible cuando el régimen de Duvalier entregara los salvoconductos solicitados “para el traslado de los asilados al exterior o las seguridades que le permitan permanecer bajo la protección de cualquier nación amiga”.
Estas garantías no habían sido hasta el momento ofrecidas por Duvalier “al romper relaciones con la República Dominicana”. Las amenazas derivadas de esta situación, agregaba Bosch en su carta a Facio, “se agudizan en los actuales instantes por el hecho de que la Comisión designada por el Consejo de la OEA no se ha podido trasladar aún al territorio haitiano para cumplir su cometido”.
Dentro del clima de “irresponsabilidad oficial” que Bosch atribuía a Duvalier, esa situación y los excesos que la caracterizaban “hacen temer que se produzcan nuevas violaciones de carácter irreparable contras las personas de los funcionarios que integran nuestra misión, contra los ciudadanos haitianos que se acogieron a nuestro asilo diplomático, y contra los ciudadanos dominicanos residentes en Haití, violencias que mi Gobierno se siente en la imperiosa necesidad de conjurar en cuanto esté a su alcance”.
La crisis dominico-haitiana se prolongó hasta mediados de mayo aún cuando la intervención de la OEA alejó desde mucho antes la amenaza de un conflicto armado. En agosto un fracasado intento de invasión de Haití revivió la rivalidad entre los dos gobiernos, sin alcanzar las dimensiones de una crisis internacional. Lo del 23 de septiembre fue otra cosa.
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Las primeras informaciones sobre el nuevo incidente fronterizo fueron difundidas por Radio Santo Domingo en su boletín de las 6:30 de la mañana. Poco después, a las ocho, Bosch convocó a los jefes de las Fuerzas Armadas a una reunión.
Bosch y las Fuerzas Armadas ofrecerían con el tiempo versiones diferentes a lo acontecido ese día. En su libro Crisis de la Democracia, Bosch dice: “ Pocos días antes del golpe de Estado, quizá tres días antes, me hallaba en mi despacho del Palacio Presidencial cuando a eso de las seis de la mañana me dijo el jefe de los ayudantes militares que los haitianos estaban atacando Dajabón, villa dominicana en la frontera del norte. Efectivamente, en las calles de Dajabón caían balas que procedían del otro lado haitiano, de la villa de Juana Méndez –Quanaminthe en el patois de Haití--, que queda frente a Dajabón, a menos, tal vez, de dos kilómetros. Cuando la situación se aclaró, unas horas después, se supo la verdad: el general (León) Cantave había entrado en Haití de nuevo y había atacado la guarnición de Juana Méndez. El combate fue bastante largo, con abundante fuego de fusilería y de ametralladoras”.
En el Libro Blanco publicado meses después por las Fuerzas Armadas para justificar el golpe contra Bosch, se da una versión distinta. “A las ocho de la mañana de ese día (23 de septiembre), el Presidente Bosch citó para una reunión a los jefes de las Fuerzas Armadas. En el curso de la misma ordenó al general Miguel Atila Luna, jefe de la Fuerza Aérea, que dispusiera de un avión militar para arrojar millares de volantes sobre Haití, cuyo texto había redactado de su puño y letra. Le ordenó además, que prepara aviones para bombardear Puerto Príncipe a las once de la mañana. El comodoro Rib Santamaría, jefe de la Marina de Guerra, propuso que se enviara una comisión a la frontera para conocer la verdad en el terreno de los hechos”.
Esta comisión realmente fue designada. Estaba integrada por el mayor de Leyes Pedro César Augusto Juliao González, de la Fuerza Aérea; coronel piloto Ismael Emilio Román Carbucia, subjefe de Estado Mayor de la Fuerza Aérea; coronel Rubén Tapia Cessé, del Ejército; teniente coronel Pedro Medrano Ubiera, de la Fuerza Aérea, comandante del Grupo de Artillería; teniente coronel piloto José Joaquín Nadal Lluberes, de la Fuerza Aérea; capitán de navío Sergio de Jesús Díaz y Díaz, Díaz Toribio subjefe de Estado Mayor de la Marina y Andrés Sanz Torres, inspector de ese cuerpo. En otro avión volaría un grupo de periodistas de El Caribe y el Listín Diario. Estaría también Rafael Bonilla Aybar, director de Prensa Libre.
El Libro Blanco relata que la comisión de militares y periodistas “regresó de la frontera alrededor de las 12:30 e informó que no había tal bombardeo, que no era cierto el informe del Señor Presidente de la República. En el avión militar trajeron al general haitiano León Cantave, que venía vestido con traje de casimir gris claro y portaba tres maletas. Estaba limpio y se podía ver que no había sudado su camisa. Inmediatamente después de su regreso, los militares informaron al Presidente Bosch que en la frontera no había ocurrido nada y que habían traído al general León Cantave vestido de civil y en perfectas condiciones. El Presidente Bosch, visiblemente contrariado, se limitó a responder: Está bien, y se retiró de la reunión”.
Esa mañana Bosch envió un cable al representante dominicano ante la OEA a fin de que presentara una enérgica protesta por esa nueva agresión haitiana. El canciller Héctor García Godoy, quien había sustituido a Freites, reunió al cuerpo diplomático para comunicarle la intención del Gobierno de dar un ultimátum a Duvalier para que cesara de inmediato el fuego contra una población dominicana. El país, les dijo Canciller, se reserva el derecho de responder con los medios que considerara a su alcance.
Probablemente no se conozcan nunca todos los detalles de lo sucedido ese día. Pedro Bartolomé Benoit, entonces jefe del Comando de Mantenimiento de la Base de San Isidro, a cuyo cargo estaban el cuidado de los aviones y los blindados, relató al autor que a muy temprana hora de esa mañana del 23 de septiembre fue enviado a buscar por el jefe de Estado Mayor, general Miguel Atila Luna, a quien encontró casi al borde de los montes que rodeaban la pista, esperando dentro de un automóvil junto al Presidente. Las escoltas de ambos vigilaban unos metros más atrás. Después de la breve presentación de rigor, el Presidente se dirigió a Benoit:
- ¡Prepárese, coronel. Quiero que nuestros aviones comiencen a dejar caer sus bombas sobre Puerto Príncipe a más tardar a las once de la mañana
Atila guardaba silencio. Benoit se retiró y comenzó a hacer los arreglos para tener listos los aviones. En cada una de nuestras entrevistas insistí con Benoit, hoy general retirado, con respecto a esta versión y siempre me contó la misma historia.
Luna, por su parte, tiene otra versión, aunque muy parecida y que encaja en el relato de los hechos que la prensa dominicana del día siguiente, 24 de septiembre, publicó de los incidentes en la frontera. Según Luna, mientras se preparaban los aviones logró comunicarse por radio con el puesto militar de Dajabón y preguntó qué había sucedido. El sargento encargado de las comunicaciones le dijo que no había acontecido nada grave. Con excepción de unos cuantos disparos del otro lado, sin consecuencias, todo estaba normal. Bosch le había convocado a su casa. Cuando llegó allí encontró a varios ministros. El de Obras Públicas, Del Rosario Ceballos, le saludó preguntándole que él necesitaría de su ministerio en caso de una guerra con Haití. El general Luna le respondió.
- ¡Todo, señor Ministro. Todo, incluyendo patanas para trasladar los tanques
Después de una breve espera, la esposa del Presidente le dijo que éste prefería verlo en el Palacio Nacional, para donde se proponía salir de inmediato. En el despacho presidencial aguardarían ya los jefes de Estado Mayor de la Marina, Rib Santamaría, y el Ejército, Hungría Morel. Al llegar Bosch con Viñas Román,(secretario de las Fuerzas Armadas)el Presidente le preguntó a Luna:
- General, ¿pueden los aviones dominicanos bombardear el palacio presidencial de Haití sin tocar el hospital que está cerca?
- ¿A qué distancia queda el hospital, señor Presidente? Podemos meter las bombas por las ventanas que usted desee.
- Pues comience el bombardeo a las once de la mañana (Eran alrededor de las 8:30 a.m.)
- Bien, pues deme la orden por escrito, señor.
- ¡ Yo soy el Presidente y le estoy dando una orden
- Sí, señor. Pero debo dar esa orden más abajo por escrito.
Bosch alegó que los haitianos estaban atacando Dajabón. Luna entonces le replicó que eso no era cierto, a lo que el Presidente preguntó si Luna creía que él estaba hablando mentiras.
--No, señor Presidente, pero es posible que los que le informaron sí estuvieran diciendo mentiras.
Fue en ese momento en que el comodoro Rib Santamaría intervino para proponer el envío de una comisión a Dajabón.
Cualesquiera hayan sido los incidentes, lo cierto es que no hubo ataque alguno a Dajabón y que ese mismo día la Cancillería dominicana debió retractarse de las nuevas acusaciones contra Duvalier. Bosch había quedado muy mal parado de esta segunda confrontación con su vecino hostil. No cabían dudas de que su imagen ante los jefes militares había descendido con esta nueva crisis.
En su edición del día siguiente, feriado de la Virgen de las Mercedes, El Caribe expondría, en un editorial titulado “Alarma y confusión”, el sentir de una parte importante de la opinión nacional:
“El pueblo dominicano vivió ayer largas horas de alarma y confusión, provocadas principalmente por contradictorios boletines que intermitentemente estuvo transmitiendo la radio oficial sobre una supuesta invasión de territorio dominicano por tropas haitianas. Finalmente quedó esclarecido que los sucesos de la frontera se limitaron a un choque, en territorio haitiano, de fuerzas rebeldes contra fuerzas leales al dictador Duvalier. Algunos fragmentos de bombas y ráfagas de ametralladoras disparados en esa refriega cayeron, aparentemente, en territorio dominicano. Es natural y hasta patriótico estar siempre alerta ante cualquier movimiento que pueda poner en peligro la soberanía de la nación. Pero es innecesario, por decir lo menos, provocar el pánico en la población mediante la exageración desmedida de los acontecimiento, antes de tener pleno conocimiento de ellos”.
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Los acontecimientos del día alarmaron al círculo íntimo del Presidente de la República. Mientras Bosch libraba su lucha inútil contra Duvalier y se reunía con los mandos militares, a escasa distancia del Palacio se desarrollaba otra reunión entre dirigentes del PRD y funcionarios del Gobierno. Esta tenía lugar en la residencia de Quico Pichirilo, en la calle Doctor Delgado, frente a la parte oeste de la sede del Ejecutivo. Había sido convocada a instancia de Diego Bordas y entre los asistentes se encontraba Bienvenido Fenelón Contreras Mejía, de 43 años, dirigente del Catorce de Junio. Manolo Tavárez había visitado personalmente esa tarde a Fenelón en su residencia del otro lado de la ciudad, en el ensanche Ozama, para encargarle la “delicada e importante” misión de representarle en esa cita. De mediana estatura, ancho de hombros y tupido bigote, Fenelón era un enlace del líder del Catorce de Junio con estamentos militares. Esto se debía a que estaba casado con una pariente del coronel Neit Nivar Seijas, un oficial partidario del ex-presidente Balaguer.
El propósito de esta reunión era discutir una estrategia conjunta para enfrentar la eventualidad de un golpe de estado que todos los reunidos allí daban casi como un hecho. Al cabo de varias horas de discusión, acordaron que Bordas cruzara al Palacio y advirtiera a Bosch de la necesidad de hacerle frente a la conspiración. Bordas regresó una hora después con la información de que el Presidente descartaba la posibilidad de un golpe militar. Bosch le contó de un almuerzo reciente con oficiales y alistados de las Fuerzas Armadas. A pesar del desarrollo de los acontecimientos de ese día y sus claras desavenencias con el mando castrense, sus relaciones con los militares eran, según explicó a Bordas, “de las mejores”. El Presidente rechazó tajantemente una sugerencia del grupo de convocar al mando militar a una fiesta donde serían todos emborrachados y detenidos.
Fenelón Contreras fue de inmediato a informar a Manolo Tavárez Dándose un par de palmadas en la frente, éste dijo:
- Bosch ha perdido su última oportunidad. Mañana será tarde para él.
El segundo conflicto con Haití, la huelga de comerciantes del viernes 20 y las protestas originadas por el cierre de varias estaciones de radio, llevaron la crisis política a su punto más álgido. Los rumores de un golpe inminente, que eran parte de la cotidianidad nacional, se acrecentaban con el paso inexorable de las horas. El gobierno parecía indefenso ante el avance de sus adversarios y aún los más optimistas no pensaban posible un respiro con motivo del feriado del Día de las Mercedes. Aquel 24 de septiembre de 1963, los jefes del Estado Mayor de las tres ramas castrenses—Fuerza Aérea, Ejército y Marina—y la Policía, estaban reunidos desde temprano con el mayor general Elbys Viñas Román, en su despacho del Palacio Nacional. El propósito de esta reunión inusual consistía en pedirle al presidente, con carácter definitivo, un pronunciamiento público y enérgico contra el comunismo. A este debían seguir, de inmediato, medidas concretas contra figuras del gobierno tildadas de marxistas. A esta reunión de jefes de cuerpo sólo asistieron Viñas Román y los generales de brigada Miguel Atila Luna Pérez, de la Fuerza Aérea; Renato Hungría Morel, del Ejército; Julio Alberto Rib Santamaría, de la Marina y Belisario Peguero Guerrero, de la Policía. La reunión llegó a oídos de Bosch, quien equivocadamente creyó que el promotor de la misma había sido el coronel de tanques Elías Wessin y Wessin. Este error le resultaría muy costoso y precipitaría los acontecimientos a un ritmo impredecible, que estuvieron lejos de calcular siquiera los generales reunidos esa mañana en el Palacio. Esta vez sí Bosch dio crédito a la posibilidad de una asonada militar. Pero las noticias de la reunión no llegaron a él hasta algunas horas después, en la tarde. Procedió entonces a instruir a su ayudante militar, el coronel Calderón, que localizara inmediatamente al coronel Rafael Fernández Domínguez, el único oficial en que creía a esa hora capaz de detener los designios de los jefes militares. Calderón informó hora y media después al presidente que Fernández Domínguez se encontraba lejos de la ciudad, en Cenoví, un campo cercano a San Francisco de Macorís, ciudad distante a unos 150 kilómetros al noreste. Bosch dispuso que se hicieran todos los arreglos para traer al oficial a su presencia. Fernández Domínguez se presentó en casa del presidente alrededor de las diez de la noche, y en presencia de Calderón, Bosch le explicó cuánto estaba sucediendo. Le dijo que creía que estaba en marcha una conspiración. Temía que pudiera estallar esa misma noche o en las primeras horas del día siguiente. Bosch pidió encarecidamente a Fernández Domínguez que movilizara a los oficiales en los que él tenía confianza, mientras él se iría al Palacio Nacional, para esperar “vivo o muerto” que el oficial actuara. El presidente había asistido esa noche a una recepción en el Club de Oficiales de las Fuerzas Armadas, en honor al vicealmirante de los Estados Unidos, William Ferrall, que iniciaba una visita oficial al país. La presencia de ese alto oficial norteamericano no favorecía una acción golpista, creían personas allegadas a las esferas más elevadas del gobierno. Pero los informes de descontento en la cúpula castrense seguían creciendo. Cualquier cosa podía suceder. En la recepción, Bosch le aconsejó a Viñas Román, a Hungría Morel y a Rib Santamaría que se les unieran en su residencia más tarde, pero les pidió que antes asistieran a un agasajo que en honor del Ballet Folklórico de México, en gira por el país, se ofrecía en el club del campamento de Sans Souci. A la fiesta dedicada al vicealmirante Ferrall no asistió el general Luna Pérez de la Fuerza Aérea. Viñas y los jefes del Ejército y la Marina estaban intrigados por la actitud del Presidente. La versión de Bosch que aparece en este capítulo fue ofrecida por él mismo al rendir un testimonio en relación con el coronel Fernández Domínguez, en un acto organizado el 19 de mayo de 1979, al conmemorarse el catorce aniversario de la muerte del oficial, ocurrida durante un asalto al Palacio Nacional, durante la revuelta de 1965 que trató de reponer vanamente a Bosch en el poder y que degeneró pronto en una guerra civil. Los testimonios ofrecidos en ese acto por numerosas personas fueron recogidos en un libro por su viuda, Arlette de Fernández, titulado Coronel Fernández Domínguez: Fundador del Movimiento Constitucionalista (Editora Alfa y Omega,1980). --000-- Mientras tenía lugar la reunión de altos jefe militares en el Palacio, a las nueve de la mañana del 24 de septiembre, ante el primer teniente de la Fuerza Aérea, Freddy Piantini Colón, de 22 años, comandante de la dotación de tanques asignada a la protección de la casa del gobierno, se presentaron dos oficiales de su mismo rango con instrucciones de relevarlo del puesto. Los tenientes Marino Almánzar, comandante de Mantenimiento de los Blindados con asiento en la base de San Isidro, y Juan Mejía de Dios, tenían órdenes de relevar de inmediato a Piantini. Los tres oficiales eran amigos y Piantini asumió las instrucciones como una medida rutinaria. Como se trataba de un relevo de mando dentro de la ciudad, no requería de una orden escrita, que no traían sus dos compañeros de academia. Era una orden del coronel Wessin, director del Centro de Enseñanza de las Fuerzas armadas, la más poderosa dotación militar del país, le dijo Almánzar, quien había hecho el viaje conduciendo su propio auto. Piantini procedió a mostrarles a los dos oficiales el recinto, lo que le tomó unos quince minutos. Luego sugirió conveniente dar participación al general Viñas Román de su relevo y su marcha enseguida a San Isidro, donde esperaba se le asignara un nuevo servicio. Las instrucciones que él tenía eran de que los tanques asignados a la protección del Palacio, estaban directamente bajo el mando del ministro Viñas Román. El teniente Mejía se mostró en principio renuente a informar al jefe militar, pero Piantini insistió y lo convenció de subir al despacho del ministro. Apenas unas semanas antes, un domingo, cuando llegaba de misa a su casa, en la calle Puerto Rico, del ensanche Ozama, en el sector oriental de la ciudad, Wessin pasó a recogerle para dar un paseo en automóvil. Wessin estaba acompañado de su chofer y del coronel Elio Osiris Perdomo, quién ocupó asiento delante. Piantini se acomodó detrás, al lado del director del CEFA. Sus relaciones con Wessin siempre habían sido buenas, desde los días en que éste dirigía la Academia Militar Batalla de las Carreras. Esta amistad de superior a subalterno se acrecentó en los días en que ambos prestaban servicios en la base aérea de Santiago, bajo las órdenes del general piloto Pedro Rafael Ramón Rodríguez Echavarría, en los meses finales de 1961. El auto tomó la carretera hacia Bayaguana, de donde era oriundo Wessin, quien comenzó una conversación trivial que no parecía tener propósito definido. De pronto le dijo: - Piantini, me han dicho que el Palacio está lleno de comunistas, que entran libremente allí. - Yo apenas entro una o dos veces a la semana, señor. Siempre estoy en el comando. No puedo precisarle. - No hay duda de que se está formando una milicia para sustituir a las Fuerzas Armadas, insistió Wessin. - Tampoco puedo confirmarlo, señor. Wessin derivó la conversación hacia otros temas relacionados con la crítica que se formulaban a la política del gobierno. Mencionó la controvertida Ley de Plusvalía, que tanto combatían los empresarios, y la educación laica, que la Iglesia reprobaba, citándolas como pruebas de que Bosch llevaba al país hacia el comunismo. Finalmente soltó la pregunta: - Piantini , ¿Qué tu piensas de un golpe de estado? - Este es un gobierno elegido por el pueblo. Debe respetarse. Bruscamente, Wessin ordenó a su chofer detener el vehículo que había estado dando ya, de regreso, vueltas por el barrio donde Piantini vivía, y le ordenó bajarse, a una cuadra de su casa. Lidia Noesí, con la que recién había contraído matrimonio, puso cara de asombro cuando le vio llegar caminando. Unos días después, el capitán Héctor Lachapelle Díaz, instructor de la academia y asistente del coronel Fernández Domínguez, le informó que éste quería verle. La reunión debía efectuarse en la misma academia, a fin de que pareciera natural y no despertara sospechas. El primer teniente Sención Silverio, ayudante de Fernández Domínguez, le condujo directamente hacia donde éste. - Piantini, ¿Cuál es su posición?, le inquirió el coronel. - Comandante de los tanques en el Palacio Nacional, señor. Sención intervino mientras Fernández Domínguez sonreía complacido por la respuesta: - Piantini, no es eso lo que el coronel quiere saber. Se habla de un golpe de estado y el coronel está ubicando a los oficiales leales al gobierno, que somos mayoría, para evitar el golpe. - Lo mío es sencillo, señor. Me pagan para eso: defender el gobierno y por eso estoy en el Palacio. Fernández Domínguez quiso saber, sin embargo, algo más sobre sus sentimientos. El teniente le repitió lo mismo que había dicho a Wessin, omitiendo toda mención a ese encuentro. Entonces, el coronel le dijo: - Tu misión es sencilla, teniente. El general Viñas Román es de los oficiales que está en desacuerdo con el golpe. ¡Cumple órdenes de Viñas! También le dijo que en caso de un golpe y un contra golpe, a él, Piantini, se le daría la orden de evitar la entrada o salida de militares al Palacio, rodeándolo con los tanques bajo su mando. El coronel insistió en que esas órdenes debía recibirlas de Viñas. Piantini no fue el único oficial entrevistado por el autor que habló acerca de la confianza del coronel Fernández Domínguez en la lealtad de Viñas al gobierno. El teniente Almánzar también estaba convencido de ello, como muchos otros. Tan confiado estaba Fernández Domínguez del ministro de las Fuerzas Armadas, dijo Piantini, que incurrió en el error de no establecer una línea de comunicación a través suya. Fernández Domínguez también había consultado al teniente Almánzar sobre su parecer sobre el gobierno. Como responsable del mantenimiento de las unidades blindadas, Almánzar era un oficial clave “y hay que estar preparado para cuando llegue el momento”, le dijo el coronel. También le confió que el general Viñas se oponía al golpe y que actuaría “en consecuencia”. --000-- El recuerdo de estas dos entrevistas, asociadas con su inesperado relevo, indujeron a Piantini a poner en conocimiento de la novedad al general Viñas. Cuando subió en compañía del teniente Mejía al despacho del ministro aún proseguía la reunión con los jefes del Estado Mayor. Piantini insistió ante el ayudante, el teniente Fermín, que se trataba de una cuestión urgente. Eran poco más de las diez de la mañana, cuando Viñas le mandó a decir que “no se podía trasladar a nadie sin su conocimiento y aprobación, ya que él era el jefe de las Fuerzas Armadas”. - Esa es la orden del general, Piantini, a usted que conserve su mando-, le informó el ayudante del ministro. Al escuchar esto, Piantini y Mejía se saludaron militarmente y se retiraron a la unidad de tanques donde les esperaba el teniente Almánzar. Cuando el primero le explicó a éste la decisión de Viñas, Almánzar, que era su amigo, le dijo: - Freddy, a ti no te mandaron ir donde el general. Te mandaron a relevar. Almánzar guardaba excelentes relaciones con el coronel Fernández Domínguez, quien había sugerido a sus oficiales de confianza que mantuvieran la apariencia de lealtad al mando, hasta que él diera la orden de actuar, en la eventualidad de una crisis o un golpe de estado. Al hablarle de ese modo a su amigo el teniente Piantini, Almánzar actuaba bajo las premisas del coronel Fernández Domínguez. Tan pronto como los dos tenientes se retiraron dejándole en su puesto, Piantini entendió que había llegado el momento de tomar decisiones. Buscó sus armas y pidió al segundo teniente Aproniano Peña Díaz, uno de los tres oficiales bajo su mando, que le acompañara, armados de sus ametralladoras Thompson, a la oficina del general Viñas, con quien trataría de hablar esta vez. La reunión de jefes de Estado Mayor había terminado y el ministro estaba detrás de su escritorio, en compañía de varios oficiales. Piantini dejó a su ayudante afuera y entró sólo al despacho. - ¿Qué te pasa, Piantini? ¿Qué quieres?-, le preguntó. - Quiero hablar a solas con usted, a lo cual Viñas se levantó invitándole a pasar al balcón de su oficina que daba a la calle Dr. Delgado. Poniéndole una mano sobre el hombro, inquirió: - ¿Cuál es tu problema? - Respetuosamente, señor, vine a recibir las órdenes. - ¿Cuáles órdenes?, quiso saber Viñas, sorprendido. - Usted sabe, señor, que al dejarme en mi puesto, usted acaba de separarme de mi comando en San Isidro. - Pero eso no tiene importancia, teniente. - Si la tiene, mi general. Yo creo que usted sabe que se habla de un golpe de estado. En San Isidro están acuartelados. ¿Qué vamos a hacer nosotros? - Mire Piantini—dijo molestó el ministro de las Fuerzas Armadas—Aquí no habrá ningún golpe de estado. Ni el jefe de Estado Mayor del Ejército, ni el de la Marina, ni yo, estamos de acuerdo con que haya un golpe de estado. - General, ¿podemos colocar tropas en las puertas como una medida de previsión? - ¿Qué es lo que le pasa a usted?-, le recriminó duramente Viñas— ¿Quieren matarse? Así fue Rafael (Fernández Domínguez), que me pidió un batallón. Tranquilícense, que aquí no va a pasar nada. - General, entonces el personal que está en asueto, ¿se le concede el permiso? - ¡Déselo! —dispuso el alto oficial—y tome las medidas para localizarlos en caso de necesidad. Todavía quedaba algo por aclarar. Piantini hizo una última pregunta a su jefe: - ¿Y en cuanto a mi, general? Yo estoy en mi día de asueto y vivo en el ensanche Ozama… - No vayas a tu casa. Vete a otro lugar y mantente en comunicación con el capitán (Manuel) Lachapelle Suero. Una vez en su oficina, el teniente Piantini, que tenía automóvil, tomó dos ametralladoras y llamó a su hermano Raúl, civil, con quien se trasladó a casa de unos parientes de la esposa de éste en el barrio María Auxiliadora, a bastante distancia del Palacio Nacional. Enseñó rápidamente a su hermano cómo usar la ametralladora y le aconsejó no dejarse tomar preso. --000--- Nadie que hubiera asistido esa noche a la recepción que las Fuerzas Armadas ofrecieran al vicealmirante Ferrall, podía imaginarse que estuviera precipitándose una nueva crisis. Bosch compartió animadamente en ella con los jefes militares y el alto oficial visitante e incluso hizo galas de buen humor con otros invitados, incluyendo al embajador John Bartlow Martin, de los Estados Unidos. Uno de los que resultaría más sorprendido con lo que ocurriría después, sería el coronel Rubén Antonio Tapia Cessé, de 37 años, subjefe de Estado Mayor del Ejército. Su superior inmediato, el general Hungría Morel, le pidió que le acompañara a casa del presidente, donde él, Viñas y Rib Santamaría debían acudir a pedido de aquel. Cuando llegaron a la residencia presidencial, Bosch estaba en la galería conversando con el embajador Martin, quien al notar la llegada de los jefes militares se despidió. De inmediato, Bosch los invitó a pasar a su estudio, donde Tapia Cessé pudo notar no menos de 15 lápices gastados, muy pequeños, sobre el escritorio. Luego de un momento tenso de silencio, el Presidente les dijo: - Tengo informes que me merecen entero crédito de que el coronel Wessin ha dicho que al ovejo (mote con que se hacía burla de Bosch) le van a hacer idéntico a lo que le hicieron al chivo( mote con el que los opositores solían burlarse del dictador Trujillo, muerto en una emboscada dos años antes) y no voy a gobernar con presiones de ese tipo. Las palabras del Presidente produjeron un largo silencio y al ver que nadie hablaba, el coronel Tapia Cessé intervino: - Señor Presidente, si usted tiene esos informes ¿por qué no dispone que el coronel Wessin sea arrestado o cancelado? En eso Viñas Román dijo, en tono conciliador: - Yo tengo más de dos días tratando de localizar al coronel Wessin. Lo he mandado a buscar a mi oficina y no se ha presentado. Esta vez el silencio fue más prolongado. Finalmente, Bosch rompió el hielo: - Váyanse a la función (que había en el campamento de Sans Souci con el ballet folklórico de México) y véanme más tarde en el Palacio. Unos minutos después, Bosch se reuniría con el coronel Fernández Domínguez. --000-- Dos oficiales en capacidad de evitar la ocurrencia de un golpe militar, no pudieron ver esa noche al presidente en su residencia, a pesar de que éste los había citado. Alrededor de las 8:00 a.m., el capitán Lachapelle Suero se puso en contacto telefónico con el teniente Piantini, tal y como había previsto el general Viñas en la reunión con éste último en horas de la mañana. Lachapelle Suero le dijo que Bosch quería hablar con ambos de inmediato. Para evitar ser interceptados, los dos jóvenes oficiales decidieron encontrarse en un punto próximo a la casa presidencial, por lo que Piantini parqueó su automóvil en las cercanías del viejo aeropuerto General Andrews, a una cuadra de la avenida San Martín, donde lo creía resguardado, y abordó el vehículo de Lachapelle Suero en dirección a la casa de Bosch. Una vez allí dejaron el carro en la calle y tras identificarse con los soldados de guardia, que pertenecían a la dotación del Palacio Nacional, lograron entrar. Piantini comprobó que aún estaba allí el carro de asalto Linx, que él mismo había enviado días antes para reforzar la seguridad. Fue el coronel Calderón quien salió a recibirles y entre los tres se entabló una conversación de varios minutos, que a ratos parecía ponerse agria. El jefe de la escolta presidencial les dijo que Bosch no podía recibirles por el momento porque estaba atareado en una reunión con sus ministros, pero que tenía para ellos las órdenes siguientes: Era muy probable que esa noche se intentara un golpe de estado. El presidente quería que se mantuviera una posición de “no golpe, pero sin violencia”, porque no quería muertos por su culpa. Piantini bajó la cabeza y la sacudió fuertemente. Calderón le dijo enérgicamente: - ¿Qué le disgusta, teniente? - ¡Que no entiendo, señor! - ¿Qué es lo que no entiende? - Nosotros somos los encargados de la defensa del Palacio Nacional. Si alguien viene a atacar el Palacio y hay lucha y muertos, nosotros no seremos los culpables. - ¡Esa es la orden, teniente!--, le respondió subiendo la voz el coronel Calderón. Los dos oficiales se cuadraron militarmente, hicieron el saludo y se retiraron sin poder ver a Bosch. El teniente Carvajal Morales, de 20 años, de puesto en la residencia y quien bajo el mando de Piantini estaba al frente del blindado enviado allí días antes, fue a saludarlo cuando lo vio retirarse. - Comandante, ¿cuáles son mis órdenes? - No tengo ninguna orden. Y tú tienes dos opciones: te pegas un tiro o te asilas, le dijo para subrayarle la gravedad de la situación. De regreso a su puesto en el comando del Palacio, Piantini guardó sus armas y se vistió con el traje verde olivo de faena. Un sargento de su confianza se le acercó sigilosamente para decirle: - Comandante, tenga mucho cuidado, porque usted ya no manda aquí. Se están recibiendo órdenes directas de San Isidro. Todos los oficiales de asueto habían vuelto. Piantini salió a la puerta trasera, que da a la avenida México, y encontró a Lachapelle Suero sentado en una silla debajo de un almendro. Allí permanecieron un buen tiempo viendo llegar a altos oficiales, acompañados de sus escoltas. Años después, luego de la guerra civil que trató de reimponer a Bosch en la presidencia, Piantini, ya puesto en retiro, le relató al ex-presidente estos sucesos. Bosch le dijo que él estuvo esperándolos esa noche. --000-- Mientras la situación evolucionaba en el Palacio Nacional, un grupo de oficiales del Ejército fue a visitar al coronel Wessin a su fortín del Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas, en la base aérea de San Isidro. Wessin vivía en el barrio de oficiales del recinto y se había virtualmente encerrado en su comando desde hacía varios días. Wessin tuvo pronto noticias de que Bosch trataba esa noche de destituirlo. - ¡Bueno, esto hay que solucionarlo!--, y envió sus tanques al Palacio. --000-- Fabio Herrera Cabral, de 55 años, viceministro de la Presidencia, aprovechaba el feriado de Las Mercedes para compartir en su casa con unos amigos periodistas, cuando recibió una llamada de Bosch, que a esa hora, las cuatro de la tarde, se encontraba en su despacho, trabajando como un día normal. El mandatario quería que Herrera enviara en su nombre un telegrama al presidente de México, solicitando el envío de técnicos petroleros al país. Este era uno de los acuerdos alcanzados durante el reciente viaje del Presidente dominicano a la nación azteca. Herrera redactó los telegramas y los dictó por teléfono a un empleado de la RCA. El viceministro no volvió a tener contacto con Bosch hasta las 10:30 de la noche, cuando recibió otra llamada, ésta del coronel Calderón, reclamando su presencia inmediata en el Palacio. Herrera residía en la intersección de las calles México y Rosa Duarte, a dos cuadras de la Presidencia, por lo que acudió al pedido del mandatario en pocos minutos. Bosch estaba rompiendo unos papeles y tenía algo escrito de puño y letra sobre su escritorio, cuando Herrera hizo entrada en su despacho. Bosch le preguntó si podía ayudarle haciendo un decreto. El viceministro le respondió que si era necesario podía hacer llamar al Consultor Jurídico. - ¡No, hazlo tú!--, le ordenó. Se trataba de una disposición destituyendo a un oficial de la Fuerza Aérea, cuyo espacio para el nombre debía quedar vacío. Herrera fue a la Consultoría Jurídica, tomó papel de cabecilla del Presidente y en su oficina, él mismo, mecanografió la medida. Cuando llevó el papel ante Bosch éste le dio el nombre del coronel Elías Wessin y Wessin para que llenara el espacio en blanco en el decreto. Habían transcurrido sólo unos veinte minutos desde su llegada. Bosch inició una conversación para saber si él había asistido esa noche a la recepción en honor al vicealmirante Ferrall, a lo que respondió negativamente. En esa fiesta, dijo Bosch, se había estado conspirando. Herrera quiso aprovechar la oportunidad para analizar con el Presidente los efectos del decreto. A su juicio era un error. Bosch quería saber ¿por qué lo era? Herrera sugirió entonces un traslado, porque la destitución de esa manera de un oficial de carrera podía malquistarle con los mandos de las Fuerzas Armadas. - De modo que el poder presidencial tiene sus limitaciones. - Sí, señor Presidente, especialmente si es alguien como usted, respetuoso de las leyes. - Entonces, no debo seguir siendo Presidente si tengo esas limitaciones que usted señala. Acto seguido, se inclinó sobre el papel que estaba escrito de su puño y letra y estampó su firma. Era su renuncia, que comenzó a leer a Herrera, en momentos en que entraba el coronel Calderón, quien se quedó de una pieza, de pie, escuchando, después de lo cual salió para regresar al instante acompañado del general Viñas Román. Bosch volvió a leer el escrito de una sola página y Herrera musitó a Viñas que “esto no puede permitirse”. El ministro le susurró: “Tú sabes que este hombre es muy terco”. Los momentos siguientes fueron decisivos para la suerte del régimen inaugurado hacía apenas siete meses, el 27 de Febrero de 1963. Al despacho del Presidente fueron llegando ministros y colaboradores. Cerca de la medianoche estaban ya los jefes militares que él había citado. Los civiles fueron invitados a abandonar el salón y Bosch se encerró con Viñas y los jefes de Estado Mayor del Ejército y la Marina. Otros altos oficiales esperaban ansiosos en el otro extremo del edificio, donde Viñas tenía sus oficinas como jefe de las Fuerzas Armadas. El general Miguel Atila Luna Pérez, jefe de la Fuerza Aérea, estuvo gran parte del día en una pequeña finca de su propiedad en Manoguayabo, donde, a través de una llamada por radio, fue enterado de que tenía lugar una importante conferencia del mandatario con los demás jefes militares. Luna dio inicial credibilidad a las versiones de que estaba teniendo lugar una confabulación contra su cuerpo, con el apoyo de las otras ramas, para destituirle. Fue inmediatamente a la base aérea y estableció comunicación con Viñas Román, quien le confirmó que tenía lugar, en esos momentos, una reunión de jefes de Estado Mayor con el Presidente. - ¿Entonces yo no soy más el jefe de Estado Mayor de la Fuerza Aérea? - Sí lo eres-, se apresuró a contestarle Viñas. - ¿Y entonces? - ¡Ven de inmediato a la reunión! Luna le dijo que en esas condiciones no iría y el ministro insistió diciéndole que Bosch estaba decidido a sacar a Wessin de las Fuerzas Armadas. El jefe de la Fuerza Aérea, que estaba molesto por la cancelación en julio del mayor Rolando Haché y del capellán Marcial Silva, respondió que no aceptaba esa imposición. El problema era delicado, comentó Viñas, ya que el Presidente estaba dispuesto a renunciar si no lograba destituir al comandante del CEFA. Luna le dijo: - Renunciar no, ¡preso! Y entonces decidió enviar, en su lugar, a dos altos oficiales, los coroneles Antonio Alvarez Albizu y Guarién Cabrera, para mantenerse al tanto de la marcha de los acontecimientos. Entretanto, los jefes militares continuaban tratando de disuadir a Bosch de su renuncia. Molesto, el Presidente los echó del despacho con estas palabras: - ¡Si no puedo destituir a un coronel de la Fuerza Aérea, lo mejor es que me vaya! Sin saber cómo proceder, los generales se retiraron al despacho del ministro, en el extremo oeste del Palacio, a discutir la situación y buscar medios para hacer entrar en razón al mandatario. Una veintena de oficiales de alta graduación esperaban allí impacientes. --000-- El capitán Juan Oscar Contín (Johnny), comandante de la Compañía de Infantería del Batallón Blindado adscrito al CEFA, procedía a cambiarse de ropas en su residencia del barrio de oficiales de San Isidro, cuando escuchó el encendido de los motores de los tanques. Volviéndose hacía Rocío, su esposa, comentó con un profundo tono de preocupación: - Creo que esta noche pasará algo grande. Contín, el mismo oficial que unos meses atrás había rebatido a Bosch la conveniencia de vender los armamentos blindados, se vistió a toda prisa con traje de faena y se presentó , a pesar de que era su día de asueto, a su comando. Pasaría todo el resto de la noche en compañía de otros oficiales bajo el mando del teniente coronel Gildardo Aquiles Pichardo Gautreaux, escuchando los informes por radio de la Policía, dando cuenta del arresto, ya en la madrugada, de ministros y dirigentes del PRD. --000-- Los jefes militares hicieron un intento por convencer a Bosch de que desistiera de su idea de renunciar a la presidencia. Después de parlamentar largo rato en el despacho de Viñas, ordenaron al coronel Calderón volver donde el mandatario a fin de que depusiera su actitud y se buscara una fórmula para salvar la situación. Bosch estaba empecinado en renunciar y cuando el viceministro Herrera le dijo que sólo podía hacerlo ante la Asamblea Nacional, reunión conjunta de las dos cámaras legislativas, Bosch le urgió a que se convocara al Congreso. Fue el inicio de una serie de llamadas que tenían por objetivo conseguir de inmediato la reunión de los senadores y diputados en las primeras horas de ese día. Ya era de madrugada y al despacho presidencial seguían llegando ministros y colaboradores. En el ínterin, el jefe del Ejército, general Hungría Morel, llamó al coronel Tapia Cessé, que había quedado de servicio en el campamento 27 de Febrero, para darle un reporte de la situación. El oficial debía tomar las previsiones como subjefe de Estado Mayor, en caso de una crisis. Tapia Cessé le hizo un comentario a su superior acerca de la conveniencia de que se hiciera desistir a Bosch. - ¡Vamos a ver qué se hace!--, fue su lacónica respuesta. Los coroneles Alvarez Albizu y Guarién Cabrera, enviados al Palacio Nacional por el general Luna, llegaron al despacho del Presidente cuando los jefes militares hacían un nuevo intento para que Bosch desistiera de su renuncia. Tenían instrucciones de ofrecer telefónicamente un panorama de la situación a su jefe de Estado Mayor. Los dos coroneles informaron al general Luna que habían notado cierta indecisión en la postura de Bosch, y aquel les recordó que debían advertirles a los generales que si no se decidían a hacer preso al Presidente “la aviación bombardearía de inmediato el Palacio”. Finalmente, los militares comunicaron alrededor de las dos de la madrugada a Bosch que ya no era el Presidente. El general Hungría Morel telefoneó nuevamente al coronel Tapia Cessé para instruirle que comunicara a todas las dependencias del Ejército que Bosch había “renunciado” y que las Fuerzas armadas se habían hecho cargo de la situación “hasta que amaneciera”. --000-- La noticia se difundió rápidamente por el comando a cargo de la seguridad del Palacio Nacional. El capitán Lachapelle Suero y el teniente Piantini estaban todavía bajo el almendro viendo llegar oficiales y civiles, cuando una unidad de cinco tanques procedente de San Isidro, al mando de la cual se hallaba el mayor Grampolver Medina, entró al recinto. El teniente Almánzar formaba parte de la dotación. Les llegó la noticia de que el coronel Fernández Domínguez creía que había llegado la hora de actuar. Piantini, consciente de que no poseía mando alguno, entró a su cuarto y se puso a llorar. --000-- Aproximadamente a las tres de la madrugada del 25 de septiembre, se presentó a las puertas del Palacio Nacional el Oficial Mayor de la casa presidencial, Darío Brea, un funcionario muy competente que gozaba del aprecio personal del jefe del Estado. Fabio Herrera había mandado a buscarle para que mecanografiara la carta de renuncia que Bosch escribiera de su puño y letra horas antes, para ser presentada más tarde al Congreso. Después de superar algunas dificultades con los soldados de seguridad, Brea logró establecer desde la puerta comunicación con Herrera. El viceministro llamó de inmediato al despacho de Viñas Román para que se le permitiera la entrada. El general le respondió: - Vamos don Fabio, ya no se puede. No hay gobierno. |